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Una cuestión de diferencias

“¿Quién va preso cuando los que revenden lo hacen a través de los diarios, con avisos pagos?”. El muchachón con tatuajes en el hombro y un short que le llega a la pantorrilla, forcejea con el policía, lo mira desafiante.

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Victor Hugo morales |

“¿Quién va preso cuando los que revenden lo hacen a través de los diarios, con avisos pagos?”. El muchachón con tatuajes en el hombro y un short que le llega a la pantorrilla, forcejea con el policía, lo mira desafiante. Otros quince luchan por zafarse y nombran a empresas que suelen ofrecer entradas en las ocasiones de las grandes ventas. “¿A mí me venís a meter en cana, por qué no vas a buscar a un trucho de los que roban en el club?”. El ballet grotesco, esa coreografía espontánea de parejas atadas por los brazos, gira con la misma torpeza de los que un par de kilómetros más allá enfrentan a las olas y se revuelcan en un turbión del que saldrán tan rápido como los revendedores de las comisarías. Se sacuden la arena o el prontuario y vuelven a la ola y a la marea de hinchas ansiosos por una entrada para ver un fútbol que, como única continuidad, ofrece su carga habitual de golpes, vidrios rotos, gritos, corridas y miedo. Fútbol de verano con entradas que no valen ni los ocho pesos previstos, ofrecidas por cincuenta a los pobres crédulos del país profundo.
En Buenos Aires, Alan, enojado por la demora en la entrega de las cien camisetas que pidió, le sacude una silla en la cabeza a un funcionario del club, en plena sede. La víctima, sangrante, busca el respaldo de un directivo menor, un enlace entre los dirigentes de más nombre y los violentos. “¿Para qué lo hacés calentar?”, le preguntan al hombre de la cabeza rota. Arriba, en otro piso, los directivos de más peso observan la ciudad a la espera de que el escándalo ceda. En Córdoba, las barras de Talleres e Instituto se enfrentan en un aire de alcohol y de muertes prometidas que algún día se cumplirán. No había un partido, eso no importa.
Hay mucha plata en juego para los bravos del fútbol: sueldos directos, reventas, control de los estacionamientos, entradas para los festivales, porcentajes de jugadores. La fuerza no está en sus brazos de patovicas, en la impunidad de la droga, ni siquiera en el número de la banda. Es lo que saben, lo que han recibido antes, el descrédito de los que dirigen, lo que les da ínfulas y respaldo moral para sus bravatas. Un fútbol robado y extorsionado por diarios poderosos y sus canales, virgen de nada, entregado por sus administradores. “¿Y nosotros qué, los hijos de la pavota?”, se preguntan. Y reclaman “lo suyo”. Mientras los hinchas se pelean por las entradas para el clasico, Racing ofrece novedades: los abonos para esta temporada se venden con satisfacción garantizada. Si no hay alegrías, la plata se devuelve. Un intento por hacer justicia con la ilusión de los hinchas que aún son nada más que eso. El señor De Tomasso es uno de los pocos hombres de fútbol que hace esfuerzos por transparentar su gestión, al frente de la víctima mayor de la falta de controles, del estado moral del fútbol de la última década. El desquicio institucional arrastró a la Academia al gerenciamiento. Pero aquellos que enfrentaron esa salida se sienten ahora ingenuos cuando observan a algunos luchadores por “los clubes en manos de sus socios”, envueltos en el olor a podrido de sus negocios y en el temor por la metástasis de la violencia en el seno de sus clubes.
De Tomasso se tiene que apurar, de todos modos; debe “vender” ahora. Entre los hinchas menores de 12 años, Racing toca fondo: sólo el uno por ciento de esos muchachos es hincha de la Academia. El poder mediático desatado en la década infame del fútbol minimizó aquellas grandezas del pasado y el futuro es cada vez más sombrío. En este momento, el mercado de Blanquiceleste puede aspirar solamente al 3,2 por ciento de los hinchas. “Ninguno” es una palabra dolorosa en las encuestas. “Ninguno” hoy tiene más del doble de respuestas que la palabra Racing. Para que sus seguidores se conformen con algo, debe decirse que “ninguno” es también el doble de San Lorenzo y más que Independiente. Ninguneados por la televisión, por la estafa y el reparto injusto, víctimas de un negocio que la AFA de Julio Grondona les “compró”, los grandes de otrora no sólo no ganan nunca: fueron eyectados del domingo, juegan viernes y sábados y en el programa oficial de televisión del domingo sólo tienen segundos. A veces, si meten muchos goles y se los repiten, les toca un par de minutos, salvo que jueguen ante River o Boca, claro. La violencia también es una respuesta a tanta injusticia.
El Sistema Nacional de Consumos Culturales de la Secretaría de Medios de Comunicación entrevistó a más de 3.000 personas en todo el país. Boca hará realidad lo que hasta ahora fue sólo una expresión de deseos: Boca ya es la mitad más uno entre los que tienen menos de 12 años. Si bien ahora (alejándose diez puntos de River en la encuesta...) tiene el 41 por ciento de los “votos”, el futuro le pertence: casi el ¡53 por ciento! de los jóvenes de 12 a 17 años sufre –y más bien poco– por los colores azul y amarillo. Es dable pensar que hacia abajo de los doce años las diferencias son una bofetada más fuerte para el resto.
Los porcentajes que se quedaron por el camino, con la derrota como compañera inexorable, forman parte de los otros cambios sociales que habitan el vientre de la violencia incontrastable del fútbol que se mueve en Mar del Plata, se pasea con una silla amenazante por la sede de un club en Buenos Aires, y se pelea en un entrenamiento de Córdoba.