COLUMNISTAS

Una palabra

El domingo pasado leí cuatro diarios. En todos, en algún pasaje de la sección Política aparecía la palabra crispación (en un diario se la mencionaba en más de una nota).

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El domingo pasado leí cuatro diarios. En todos, en algún pasaje de la sección Política aparecía la palabra crispación (en un diario se la mencionaba en más de una nota). Crispación parece ser la palabra de moda de este momento político, e incluso su uso ya atravesó las fronteras, como en una recordada editorial de El País de Madrid, de junio de 2008, llamada Crispación argentina. Pues bien, debo hacer una confesión: si algo me crispa, es el uso repetitivo de la palabra crispación. Pocos términos tienen menos densidad política, menos vuelo teórico, más chatura cultural para definir la situación de una sociedad que ese. Especie de introducción beata al estado de ánimo colectivo, propia de un manual de autoayuda (“Cómo dejar atrás la crispación y llegar a ser exitoso”) revela también mucho sobre las dificultades para pensar críticamente nuestro tiempo. Revisando su definición –o mejor dicho, la de su verbo de origen, crispar– en el diccionario María Moliner (el diccionario de referencia del uso del español) luego de su primera acepción (“poner tensos o rígidos los músculos, nervios o miembros”) sobreviene una segunda definición –la más usada– en la que se emparenta con “Irritar(se)” o “Exasperar(se)”. Y allí, el María Moliner da un ejemplo de su uso que de tan paradójico se vuelve perfecto: “¡Me crispa verlo tan tranquilo!” El diccionario acepta, o más aún, propone la posibilidad de que alguien se crispe no por la acción del otro, sino al contrario, por su pasividad, su calma, su inoperancia. Sin embargo, en la época del sereno De la Rúa nadie hablaba de crispación. Maestro del inmovilismo, se lo criticaba por muchas cosas, pero no por crispar a la sociedad.

Hace poco, hablando con un intelectual que integra Carta Abierta, me señalaba ciertas similitudes entre el Gobierno actual y el alfonsinismo. No estoy demasiado de acuerdo, al contrario, muchas son las diferencias. Y una, precisamente, es la relación con los intelectuales. Mientras que los intelectuales kirchneristas son bastante pocos y no demasiado orgánicos, durante el alfonsinismo hubo un grupo muy numeroso de intelectuales que se incorporó al estado, algunos como funcionarios públicos y otros como asesores con capacidad de influir en el discurso –en el sentido fuerte del término– del gobierno. Y por afuera de la gestión, en papers académicos y en revistas culturales publicaron un muy compacto corpus de ensayos donde se discutían los fundamentos mismos de la democracia. Es siempre interesante volver sobre esos viejos –pero cruciales– artículos de autores como Portantiero, De Ipola, Nun, entre otros. Uno de los temas que los atraviesan es el pasaje, en la democracia, de una lógica de las contradicciones a otra de los conflictos. Mientras que el totalitarismo se piensa bajo del modelo de la contradicción última entre amigo/enemigo, la democracia se define como un conjunto de reglas que normatizan los conflictos, sin llegar a la supresión del otro (que ya no es visto como un enemigo sino como un adversario).

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Entonces, ¿por qué tanto temor frente a la conflictividad actual? Por supuesto que luego cada uno hace su evaluación política sobre el sentido de los conflictos en juego: sobre si los conflictos existentes hoy en día expresan algo sustantivo o no, sobre si las discusiones recientes son propiciadoras del cambio social o no, sobre si el nivel intelectual de la clase política es penoso o no, sobre si las formas de la conflictividad del presente son enriquecedoras o conservadoras. Pero aquellos que se crispan tanto ante la idea misma de conflicto, olvidan que el conflicto es el motor de todo pensamiento crítico. Porque si hay algo que me crispa en la literatura, en la cultura e incluso en la política, como al María Moliner, es la tranquilidad.