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El economista de la semana

Una política cambiaria que está agotada

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Con Néstor Kirchner, hasta fines del 2007, la política cambiaria procuraba mantener un tipo de cambio “suficientemente devaluado” como para facilitar la competitividad industrial, y así ayudar a la generación de empleo privado bien remunerado, mientras se acumulaban reservas internacionales. Lograba este objetivo con una receta aparentemente ortodoxa, pero que ha funcionado muy bien en las economías emergentes de éste, y de otros continentes: el superávit fiscal.

De esta manera, una parte de los dólares excedentes del comercio y de las inversiones externas serán comprados con “pesos genuinos ahorrados por el sector público”, lo que constituye el único camino conocido para evitar la apreciación cambiaria, que tanto daño causó en la Argentina, en décadas pasadas. Los argentinos recordamos las nefastas experiencias de apreciación cambiaria de la tablita de Martínez de Hoz en los años 70, y de la convertibilidad en los 90, y ahora nos estamos acercando a una nueva experiencia similar.

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Es así porque, lamentablemente, desde la recesión del 2008, hemos sufrido un persistente deterioro fiscal, que ha generado una política cambiaria que aparentemente tiene un objetivo excluyente: evitar una mayor inflación. Los altos precios de la soja le permiten al Gobierno cubrir sus necesidades de divisas y de recursos fiscales, sin necesidad de promover exportaciones industriales ni agroindustriales. Al comienzo de esta etapa, a fines del 2008 y durante el año 2009, la política del dólar débil de la Reserva Federal llevó a muchos países a apreciar sus monedas. Y la Argentina era acompañada por Chile, Brasil, Uruguay, entre otros países, en este proceso. Pero gracias a sus menores niveles de inflación, primero Chile, y después Brasil, lograron devaluar sus monedas, y recuperar competitividad para sus sectores industriales. El peso argentino quedó solo, junto al uruguayo, como las monedas más apreciadas de la región. Si tomamos como base el comienzo de la primera gestión de Cristina Fernández, y usando los valores inflacionarios privados, hoy necesitaríamos una devaluación superior al 30% para alcanzar a Chile y a Brasil, como queda claro en el gráfico que acompaña esta nota.

Las consecuencias de esta política se hacen sentir en muchas economías regionales y en toda la actividad industrial. La vitivinicultura de Cuyo está teniendo que exportar mosto a granel, para embotellarse en Chile, para escaparle a los crecientes costos internos, medidos en dólares. Algo parecido afecta a los fruticultores de Neuquén, Tucumán y Corrientes. Las crisis en la actividad láctea y en el aceite de oliva también tienen como responsable principal al atraso cambiario.

En la industria exportadora, la competitividad está seriamente dañada, y se mantienen ciertas operaciones a pérdida, para no perder mercados trabajosamente ganados hace años. Por otra parte, la competencia de productos industriales importados ha puesto en jaque a la industria local, que sobrevive sólo gracias a las trabas que pone la Secretaría de Comercio, y por las que soporta enormes quejas de países vecinos y socios comerciales. Pero nadie invierte en una empresa cuya sobrevida depende de la hiperactividad de un funcionario público.

Los ahorristas argentinos, siempre atentos a estos procesos cambiarios, decidieron dolarizar sus carteras desde comienzos del 2011, lo que llevó al Gobierno a implementar el famoso cepo después de aquellas elecciones. Esta medida ha permitido evitar una masiva salida de dólares, pero no ha sido gratis. El inmediato surgimiento de un mercado paralelo ha alimentado las expectativas inflacionarias, y ha logrado frenar las inversiones productivas ante la reticencia de los empresarios de vender en el mercado oficial sus reservas legalmente dolarizadas.

Además, tal como sucedió en décadas anteriores, el balance de pagos empezó a mostrar como varias cuentas que eran superavitarias se transformaron en deficitarias. Hoy tenemos más salidas de divisas por turismo que ingresos, más cancelaciones de préstamos externos que nuevos préstamos, y las inversiones del exterior sólo se explican por operaciones especiales, generalmente atadas a contratos controlados por el Estado. Seguramente, ante brechas tan amplias, ya debe haber varios pensando cómo subfacturar exportaciones o sobrefacturar importaciones, tal como sucedía en los viejos intentos por controlar el mercado cambiario, que siempre fracasaron.

También es un fracaso la política de minidevaluaciones semanales, fácilmente anticipables por el mercado. Si marcan una pauta de devaluación superior a las tasas de interés, como en las últimas semanas, se van a asegurar que los exportadores retengan sus cosechas, y demoren el ingreso de dólares. Si atrasan el ritmo de devaluación agravan el problema de la apreciación cambiaria. Estamos ante el agotamiento de la política cambiaria de los últimos años, ya que son mayores las distorsiones que genera, que sus contribuciones al bienestar de los argentinos.

En definitiva, son un fracaso los controles, pero también la política tipo tablita de minidevaluaciones. Cuanto antes volvamos a un mercado único, libre, con flotación sucia e intervenciones inciertas y erráticas por parte del BCRA, antes vamos a recuperar la política cambiaria para ponerla al servicio del desarrollo industrial de nuestro país.

Pero me apresuro a decir que la solución no pasa principalmente por una devaluación lisa y llana de nuestro peso. Tenemos que previamente reconocer y enfrentar a la inflación, con las mismas herramientas que tuvieron éxito en tantos países de la región: el control de las expectativas inflacionarias con una política muy gradual de metas de inflación. Para que éstas tengan éxito debemos recomponer las cuentas fiscales, y así volver a los equilibrios virtuosos que tuvimos y disfrutamos entre el 2002 y el 2007. Nunca es tarde para hacer los cambios necesarios, aunque la agenda electoral aconseje otra cosa.