COLUMNISTAS

Una revista

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Dónde va la gente cuando llueve? No lo sé. Pero sí sé dónde terminan o, mejor dicho, se hallan, se reencuentran o se vuelven presentes algunas revistas. Por ejemplo, esta semana encontré en una librería de viejo de Avenida de Mayo al 700, bajando unos escaloncitos, el número 1 de Lecturas críticas. Revista de investigación y teoría literaria, de diciembre de 1980. Con un consejo de redacción formado por unos bien jóvenes Nora Domínguez, Silvia Prati, Renata Rocco-Cuzzi, Adriana Rodríguez Pérsico, Alfredo Rubione, Mónica Tamboronea y Alan Pauls, el número está dedicado a reflexionar “sobre la parodia”, y abre con un largo ensayo acerca de esa cuestión precisamente de Alan Pauls. Antes, en una breve noticia introductoria a la revista, sin firma, después de informar que está hecha por un grupo “de siete integrantes (…) llamado Theta”, se anuncia que Lecturas críticas está guiada por la intención de “dejar atrás el aislamiento: uno de los peligros más concretos que amenazan a los grupos dedicados al debate de cuestiones vinculadas con la cultura”.

No deja de ser interesante que, en ese lejano (¿o cercano?) 1980 todavía se pensara en términos de grupos. No es el escritor el que se siente aislado, el que está solo, sino un grupo todo entero. Flota por esa frase los grupos de estudios puertas adentro propios de la vida cultural durante la dictadura, por supuesto, pero también una cierta tradición (¿Perdida? ¿Olvidada? ¿Forcluida?) que supone a la literatura como una praxis colectiva, como una actividad que coloca al escritor en una situación de comunidad, de en-común, de comunismo literario. Pero, sobre todo, si algo llama la atención de ese primer número es la tremenda eficacia en la elección (¿en el gusto?), en el menú de escritores y libros presentados: hay un reportaje –sin firma– a Osvaldo Lamborghini (“¿Querés que te diga la verdad? ¿Cuál es el enemigo? Es González Tuñón; los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, mitos heroicos (…) yo pienso que habría que terminar con toda esa literatura liberal de izquierda”), hay una reseña de Nadie Nada Nunca, de Saer, otra de Mis muertos punk, el primer libro de narrativa de Fogwill, y unos fragmentos de Por favor, ¡plágienme! de Laiseca, que será publicado como libro por Beatriz Viterbo Editora recién en 1991, y que en la revista es presentado como “autor de una novela, Su turno para morir”, y que acaba de concluir “después de diez años, una desmesurada novela cuyo título provisorio es Los Soria”.

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Todo ocurre como si Lecturas críticas preanunciara o, tal vez, acelerara las condiciones para ese espacio literario que se volverá visible con la vuelta de la democracia; primero en esa pasarela de pavos reales llamada Shangai, luego, de un modo ahora sí interesante, en Babel, y sobre todo, con mayor envergadura, en la obra de sus miembros. Allí se iba gestando una lectura fuerte de la literatura argentina que colocaba a esos nombres (Lamborghini, Fogwill, Laiseca, Saer, entre otros) en el centro del debate. Leyendo Lecturas críticas pienso en los que no están allí, en Matilde Sánchez, Chitarroni, Guebel, Chejfec, como si estuvieran ya cerca, en disponibilidad para integrar el mismo horizonte de lectura. Y pienso en Aira, el gran ausente de ese número, sobre el que volveré la semana que viene.