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Una revista

Lo suyo es tal vez menos ambicioso intelectualmente, pero precisamente hay algo en ese estilo, en esa cosa un poco fanzine, que me gusta.

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Hace poco este mismo suplemento dedicó su nota de tapa a una buena nota sobre las revistas literarias actuales. No debe haber sido fácil armar el artículo porque las revistas literarias (o culturales, porque algunas de las que aparecían en la nota son más culturales que literarias) impresas en papel son una especie, casi, en extinción. Allí se mencionaba El Ansia, de la que en uno de sus números leí con sumo interés una entrevista a Luis Chitarroni, ilustrada con una serie de fotografías que la volvían aún más interesante. Pero sobre todo constaba Mansilla, tal vez la última revista cultural que, inmersa en nuestro tiempo, dialoga aún con el imaginario de las grandes revistas culturales anteriores, como El Ojo Mocho, Punto de Vista, y por supuesto más atrás Contorno (digresión al paso: en una librería de viejo en la avenida Corrientes, al lado de una chocolatería, se encuentran muchos números de Ver y Estimar, la revista de crítica de arte y debate estético que entre fines de los 40 y mediados de los 50 dirigió Romero Brest, a un precio aceptable). También en la nota se mencionaba Rapallo, revista de poesía de la que acaba de salir su tercer número y sobre la que versaré a continuación.

Pero antes, una digresión (¿Otra más? ¡Basta!). El género revista de poesía entre nosotros está connotado por la gran, grandísima historia de Diario de Poesía. A medida que pasa el tiempo, los 25 años de duración de la revista (1986-2011) se me hacen cada vez más extraordinarios. Una o tal vez dos generaciones nos formamos leyéndola, discutiendo con ella, conociendo autores, archivando sus dossiers llenos de información, comentando sus reseñas muchas veces polémicas. Rapallo es otra cosa, y está bien que lo sea. Lo suyo es tal vez menos ambicioso intelectualmente, pero precisamente hay algo en ese estilo, en esa cosa un poco fanzine, que me gusta mucho. El diseño, la tipografía, las ilustraciones  –a cargo de Lino Divas– le dan una informalidad gráfica que funciona bien en contraste con el rigor de los textos.

La entrevista central está dedicada a Mercedes Cebrián, sobre quien en este entretenimiento dominical ya he escrito una y otra vez. ¿Pero quién se acuerda? La entrevista está acompañada de una selección de poemas de Malgastar y Mercado Común, sus dos libros de poesía, marcados por la inadecuación entre la narradora y el mundo, la observación aguda para la vida cotidiana punteada por lo sociopolítico, cierta desazón frente al destino de Europa y los mecanismos de control: el mejor párrafo de la entrevista es el que se refiere a la sala de máquinas como metáfora del temor al deterioro del cuerpo: “Me sorprende que las personas que observo a mi alrededor no parezcan obsesionadas por esto (es decir, piden préstamos a los bancos a pagar en treinta años, confiando en que podrán seguir trabajando como hasta ahora, sin temer accidentes…)”.

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El número cierra con un ensayo de Mario Ortiz en el que vuelve sobre Diego Abad de Santillán, en tal vez su faceta menos conocida, como autor de un diccionario de argentinismos. Ortiz traza la tensión entre anarquismo y cierta intención nacionalista, saldada a favor de la primera tradición, por supuesto. Termina con una anécdota magnífica de El corto verano de la anarquía, de Enzensberger, novela documental que no leí, y que me dispongo ya mismo a hacerlo.