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anecdotas

Una vez más

Hay actividades básicas acerca de las cuales una no piensa, no se fija, no se detiene. A menos que algo pase. Y también a menos que underrepente como decía el maestro César Bruto, la cosa se apodere de los medios y todo el mundo empiece a hablar de ella como de un descubrimiento maravilloso y sobre todo necesario.

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Sigamos.

Hay actividades básicas acerca de las cuales una no piensa, no se fija, no se detiene. A menos que algo pase. Y también a menos que underrepente como decía el maestro César Bruto, la cosa se apodere de los medios y todo el mundo empiece a hablar de ella como de un descubrimiento maravilloso y sobre todo necesario. Hay que recordar que esas actividades básicas cambian de ciudadana en ciudadana y de ciudadano en ciudadano. Entre esas actividades básicas, por ejemplo, yo cuento la lectura, cosa que ni por casualité figura entre las actividades básicas y necesarias de mucha otra gente. Entre las actividades básicas de mi nieto Natán figura ir a ver jugar a Rosario Central, juegue donde juegue y con quien juegue, cosa que a mí ni se me ocurre. Y así por el estilo, y con una montaña de cosas entre las que aparecen algunas que hasta me suenan inimaginables. Claro que hay que ver que hay otras que son, han sido y probablemente serán básicas, imprescindibles, interesantes y atractivas siempre y para siempre.

Qué es lo que pasa con la cocina. Que los grandes de la cocina figuren ahora en un dos por tres en todos los suplementos (de cocina, claro) de todos los diarios que se publican acá y en otras ciudades, y probablemente en otros países, me parece estupendo. Se entera una de muchos chismes. No se me borrará jamás la anécdota de Brillat-Savarin en aquel banquete en el cual miraba comer a una joven señora y lamentaba que comiera tan, pero tan poco: apenas unos bocados de trucha, otros dos o quizá tres de cordero lechal, un poquito de faisán relleno de castañas y champiñones, unas hojitas de la ensalada de zyminia variegata y nueces confitadas, y prácticamente nada más. El señor de Brillat-Savarin pensó que la pobre muchacha estaba enferma. Hasta que, ¡sorpresa, Etelvina!, hasta que llegaron los postres y (cito de memoria pero sé que no me equivoco) las mejillas de la joven señora se tiñeron de rosa, sus ojos brillaron, sus labios se abrieron apenas un poquito para dejar entrever el deseo, y el gran señor de los pasteles y los asados y las bavaroises se tranquilizó: ella era, además de bella y joven, una gustadora. Pasarían unos años y llegaría a ser, como corresponde, un gordo barril de carne y grasa que destilaría almíbar por todos sus poros (esto lo digo yo, Etelvina, no el señor de Brillat-Savarin, a quien le fascinaban las gordas y los gordos). Menos mal que el buen señor reposa en su tumba y no nos ve comer ensaladas y pescados a la parrilla y frutas y verduras varias para conservar la salud y la silueta.

No, no te preocupes. Aquí terminamos. Habrá mucha tela para cortar, pero se la dejaremos a otra costurera. Hasta luego.