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futuros

Uno, dos y tres

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Pocas cosas hay tan atractivas como la adivinación y los instrumentos o los rodeos que hay que hacer para activarla. Parece a veces que la humanidad no puede vivir sin la adivinación y que siempre desde eso que se llama la noche de los tiempos hubo pájaros y nubes y agua y sangre y piedras para ayudar a la gente a adivinar. ¿Adivinar qué? Pues todo. El futuro y lo que venga. Hoy también hay todo eso y más todavía. La cartomancia y la sueñomancia, si es que esa palabreja existe, y todos esos otros procedimientos. El que a mí más me gusta es la numeromancia, que tampoco sé si existe. La palabra, digo, que el asunto de los números sí que existe. Y es atractivo, le aseguro, querida señora. Yo, que siempre he sido floja en matemáticas y que no sé siquiera cuánto es siete menos cuatro, me hundo en los números adivinatorios con enorme placer. Ya sé, ya sé que más vale no creérselo, pero es que yo no me lo creo. Simplemente me gustan los números. ¿Ha visto usted algo más perfecto que el ocho? Esos dos círculos abarcan el mundo, no me diga que no, el mundo y todo lo que en el mundo hay. Y el cero. El cero encierra el universo, acérquelo usted a sus ojos y algo maravilloso va a terminar por ver ahí adentro. Y piense en el tres, abierto como los labios tentadores de Joan Crawford listos para recibir lo que venga. Para no hablar del nueve, que lleva esa mochila llena de esperanzas sobre sus hombros, o del seis cómodamente instalado en su mullido sillón, o del cuatro que es una flecha disparada hacia el cielo.

Las cosas que se pueden hacer con los números ya no me interesan tanto. Es más, desde el tercer grado de la primaria, en el que tuve que sufrir una maestra sádica, trato de evitar todo eso, cruz diablo, vade retro. Que otros se ocupen de las cuatro operaciones fundamentales o, peor, de los teoremas y los problemas. A mí déjeme pasear por el cielo de las formas y la música de la armonía, gracias.