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¿Usted es famoso?

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Enseguida se convocó a psicólogos y psiquiatras. Camus Hacker no podía sino considerarse como alguien bastante perturbado. Una mente cuyos raros mecanismos debían ser explicados por la ciencia. Seguramente se trata de un desquiciado, pero hay ciertos tipos de locura que tienen marca de época. Hace un tiempo, una muchacha paraba a todo el que pretendiera entrar al canal América preguntándole “¿Usted es famoso?”. De lo que se trataba era de acumular autógrafos, de hacer contable, a través de la exhibición de un número importante de firmas, la vinculación con la celebridad ajena. Tanto te firman, tanto vales.

Poner la tecnología de por medio complica las cosas. El contacto ya no es directo, pero puede ser muchísimo más íntimo. Desnudeces y actos sexuales de gente que supuestamente no sabe que está siendo filmada o fotografiada –o que reserva esos registros para el consumo íntimo– circulan al alcance de todos, o casi todos. Algo así como el programa que faltaba: el “en bolas para todos”.

No es habitual que alguien cuelgue en la red fotos de su vecina mientras se baña, o videos de la parejita de recién casados de la otra cuadra en plena actividad, cuyas imágenes seguramente son tanto o más accesibles al hackeo que las de las celebridades. Esos cuerpos ajenos pueden interesar privadamente, pero no son cosa que pueda atraer demasiado si se los exhibe en el espacio público. Es más, son muchos los que se desvisten o tratan de ratonear posando ante una camarita como una forma de intentar entrar al espacio en el que los cuerpos cotizan, interesan. A veces lo logran, como la (¿ex?) estudiante de Derecho Annalisa Santi, que por mostrar por la red partes de su cuerpo hoy ha ingresado en un reality, paradójicamente, o no tanto, dedicado a enseñar y evaluar cómo se debe seguir y perseguir la fama ajena. La fama vive bastante de un mecanismo de retroalimentación permanente.

Ese mecanismo arma una galería de cuerpos que, por el simple hecho de ser famosos, tienen que resultar apetecibles. Si el sex-appeal no fuera hoy una cualidad prestada por las cámaras y los centimiles disputados a los demás, no se podría entender la secuencia de sex symbols que se nos vienen proponiendo desde hace unos cuantos años: Santiago Bal, Fabián Domán o señoras bastante veteranas como Carmen Barbieri o Moria Casán.

Claro, no son estos cuerpos los que adornan la galería de Camus Hacker. Parecería por un lado que se trata de una cacería indiscriminada que termina por juntar imágenes de la propia cosecha con otras que hace rato que circulan en la red. Por otro lado, que funciona, como la coleccionista de autógrafos, por acumulación más que por calidad de cuerpos (por eso aparece Diego Korol) o por mucha fama. Antes de que se la viera desnuda, ¿alguien se acordaba de la existencia de Coqui Ramírez?

Lo que llama la atención es que muchos de esos cuerpos puestos en circulación pueden contemplarse en toda su plenitud en revistas y en más de un sitio de la red. Pero son cuerpos cotizados, por los que se ha pagado. El precio depende de la fama del culo en cuestión.

Los hackers ejercen algo así como un cuestionamiento oportunista de la propiedad privada. Aunque haya muchos casos de altruismo a lo Robin Hood que ponen a disposición de mucha gente cosas que jamás podría adquirir, como cierto software o productos culturales. En el caso de Camus, lo que se propone es la democratización de la intimidad de aquellos que suelen hablar de su vida íntima en público, que medran con ella. Hay sin dudas una fantasía de acceder a lo inaccesible en las actitudes de Camus, porque son cuerpos que se refriegan por la cara a la vez que se retacean. La vida sexual de los famosos es un tema que circula abiertamente, se cuentan o inventan proezas, se confiesan perversiones propias pero sobre todo ajenas, se habla de placeres y muchas veces se reclaman goces. La locura presunta de Camus reproduce como puede aquella que es cosa de todos los días del otro lado de la fama.

*Escritor y periodista.