COLUMNISTAS
UN TORNEO CON TANTA PARIDAD? ES MUY APASIONANTE O BERRETA?

Utopía de los iguales

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“La igualdad hace disminuir la felicidad del individuo, pero abre la vía para la ausencia de dolor de todos. Al final de la meta estará ciertamente la ausencia de dolor, pero también la ausencia de felicidad.”
De ‘El nihilismo’, en “Fragmentos Póstumos” (desde 1869 a 1889); Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Apasionado, solipsista, dogmático, involuntariamente irónico, el viscoso mundillo del fútbol nativo recita el catecismo de su fe con la fuerza de una verdad revelada. “Cualquiera le puede ganar a cualquiera”, se admiran celebrando una paridad que, de hecho, jamás existió más allá del imperio del césped y la pelotita, donde los que ganan, con una camiseta u otra, son siempre los mismos.
Existe, sin embargo, un síntoma fugaz, una irritación cutánea que sí puede percibirse a simple vista. Nuestro fútbol, históricamente simétrico con los momentos políticos del país, hoy consagra a clubes como Estudiantes, Vélez, Argentinos Juniors, Lanús o Banfield, tal como en los años de Alfonsín sucedía con el Ferro de Griguol o aquel brillante Argentinos de Borghi que perdió por penales una final del mundo contra la Juventus de Agnelli. Señores, la vieja, querida y pendular clase media argentina sigue viva y bien, pese a todo. Quién lo hubiera dicho.
En los noventa, muy por el contrario, sólo hubo espacio para la pelea entre grandes. Mauricio y Ramón, el segundo riojano más famoso, tan exultantes y poderosos, apostaban camionetas importadas por televisión a ver quién se quedaba con más. Había mucho en juego… y se lo llevaron todo. Lástima el descenso. Llegó, ahora sí para todos, en 2001, cuando la falsa paridad explotó y Racing, siempre tan dramático y paradojal, bailaba en medio de la catástrofe, como el Zorba de Anthony Quinn.

Durante la semana fue imposible no sentir cierto pudor frente a una tabla que, casi a mitad de torneo, mostraba cómo apenas cinco puntos separaban al puntero del vigésimo quinto equipo. Wow. Más que parejo el torneo se veía irrecuperable. Berretísimo. “¡Se equipara para abajo!”, sufren los que asocian lo horrible del juego con las urgencias organizativas. “¡Este sí es un torneo apasionante, no como los de Europa donde siempre ganan los mismos!”, se defienden los amantes de este rush sin revanchas, asesino serial de técnicos. Y así estamos.
Una vez más, la forma parece imponerse sobre el contenido. ¿Se acuerdan del contenido? Es eso que tienen ciertos libros; no los de autoayuda, claro. A ver… En la política, por ejemplo, era lo que figuraba en las plataformas, esa letanía de campaña que los candidatos recitan con escasa gracia y sonrisas de aviso de yogur. En la tele, es lo que aparece entre publicidad y publicidad, cuando se mide el rating. Y en la música, eso que suena alrededor de la garra gigante de U2 mientras todos hablan de Bono y sus monerías políticamente correctas. Una antigüedad.

¿Y el fútbol nativo? ¿Qué nos ofrece? Seguro la vana ilusión de pertenecer, que no es poco. Y la identificación, ese pasaporte a la gloria o al abismo más cruel. Compararlo con la Premier o la Champions es menos injusto que ridículo. ¡Si hasta parece otro deporte! Maldito sea: ¿puede ser que nos apasionemos tanto con un triste rejuntado de veteranos cascoteados y adolescentes con mánager dispuestos a vender su alma por un pasaporte europeo con pasaje de ida? ¿Qué nos queda, por Dios? ¿Con qué criterio los juzgamos? Porque hay más de uno, entérense.
Veamos por ejemplo el extraño caso de los pases largos y la pelota parada. Por alguna razón, cualquier envío de treinta o cuarenta metros, aún el más preciso, es descalificado, técnica, estética y hasta ontológicamente. “¡Juegan al pelotazo!”, acusan con infinito desprecio los fundamentalistas de la posesión, ese pinball adormecedor, tic, tac, como metrónomo de piano. Es un tema cultural, intuyo. Lo que no me queda tan claro es por qué ese vulgar bochazo muta en “genialidad” si se clava en un ángulo. ¡Ops! ¿Vieron? No, no es tan fácil…

¿Y entonces? ¿Verticalidad o toque corto? ¿Mou o Pep? ¿Explosión virtuosa o minimalismo envolvente? ¿Messi o Zidane? ¿Paganini o Arvo Pärt? ¿El Bosco o Rembrandt? ¿Gesualdo o Handel? ¿Spinoza o Leibniz? ¿Lennon o McCartney?
No nos engañemos. Aquí todos sabemos quién es el mejor y quién es la comparsa de relleno, muchachos, más allá de coyunturas, golpes de suerte o carisma mediático. Las cosas han cambiado. Boca gira alrededor de Riquelme y esa dependencia lo califica. River, sumergido en su propia crisis, ni siquiera advierte lo buenos que son sus juveniles. Racing no deja de ser sólo buenas intenciones con la suerte de siempre, Independiente es una búsqueda y San Lorenzo, ay, un castigo. Estudiantes y Vélez están, desde hace tiempo, muy por encima de todos. Y ya.
“El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme”, nos dice en otro de sus textos Friedrich, el bigotón del acápite. Ojo con eso. Porque todavía no se advierte ni tanta belleza ni tanto estilo, es verdad, pero la victoria sobre lo enorme existe y amenaza con quedarse, al menos por otro rato.
Por algo se empieza, compatriotas.