COLUMNISTAS
Apuntes en viaje

Veinte años

El día de la tragedia dormía una siesta y fue uno de los pocos que en ese momento estaba en la edificación que se desplomaría. También el único que había tenido la fortuna de salvarse.

0721_20años_martatoledo_g.jpg
El día de la tragedia dormía una siesta y fue uno de los pocos que en ese momento estaba en la edificación que se desplomaría. | Marta Toledo

Conocí a F en Puebla, México, en 1999, en una biblioteca. Lo primero que me llamó la atención fue su postura para leer. Todo él estaba volcado sobre un libro, como si lo protegiera. La ciudad había sobrevivido a un temblor unos meses antes, pero F había perdido su casa en ese terremoto. Su departamento era parte de un antiguo edificio que se había derrumbado y cuya imagen había circulado en los diarios del mundo como símbolo de la catástrofe. Cuando relataba pormenorizadamente el temblor, ese tiempo detenido en el que lo sobrenatural irrumpía en la vida cotidiana, sus ojos se clavaban en un punto fijo, por encima de mi cabeza. Tenía algo de místico, lo cual no dejaba de ser entendible: al hablar del temblor en el fondo de sus ojos parecía arder una hoguera medieval.

El día de la tragedia F dormía una siesta y fue uno de los pocos que en ese momento estaba en la edificación que se desplomaría. También el único que había tenido la fortuna de salvarse. Permaneció durante horas entre escombros, con las dos piernas fracturadas. Según su versión, la única razón por la que se había salvado se debía a sus manías: para aislarse de los ruidos y la luz, dormía envuelto en una enorme almohada que había amortiguado la caída de los primeros pedazos del cielo raso en su cabeza. El tiempo que le llevó desplazarse –tres segundos, que en un terremoto de treinta son una luz de ventaja– lo había obtenido gracias a la gran almohada que le envolvía la cabeza. Mientras se parapetaba especuló con la realidad de ese sueño y con la mujer a la que esperaba y por la cual se había quedado durmiendo la siesta.

Entendí con el tiempo que F se sentía culpable de haber estado durmiendo una siesta y haber sobrevivido gracias a una almohada. Lo único que le había dolido perder era su biblioteca y sus discos. Su casa era un mero receptáculo para eso y consideraba que cualquier otra casa con las mismas dimensiones modestas era aceptable. No le importaba nada más que eso. Sin embargo su drama, cuando lo conocí en la biblioteca pública, residía en que no tenía ni libros ni discos que le dieran sentido a una nueva casa. Había intentado rescatar de entre los escombros restos de su vida pasada y pronto se había dado por vencido, un poco por las trabas de la burocracia –bomberos, policías, rescatistas, siempre disuadiéndolo– y un poco porque era una tarea imposible ubicar exactamente dónde había estado su departamento y luego escarbar entre trozos de muros e historias trituradas.

Mientras vivía en un hotel de mala muerte había empezado a escribir. Primero cartas a la mujer que lo retuvo en su departamento un día a la tarde y que, como si ella lo hubiera dado por muerto, nunca volvió a ver. Luego, poemas. Finalmente cuentos que no quiso publicar y que transcurrían en un mundo posapocalíptico poblado de mujeres y crías.

Semanas atrás, volví a saber de él después de veinte años. En general uno vuelve a tener noticias de sus viejos amigos tarde, cuando mueren. F había sido atrapado por la policía en el estado de México, en una mansión rural, sospechado de ser el cerebro de uno de los mayores carteles del país. Su foto en el diario era inconfundible. Un poco más viejo y huraño, y el mismo gesto introvertido que le vi en la biblioteca de Puebla cuando nos cruzamos por primera vez. El cronista hacía especial hincapié en que en la mansión no habían sido halladas armas ni drogas, pero sí toneladas de discos y libros.