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Apuntes en viaje

Viajeros inmóviles

El auto presentaba señales de desidia en chapa y pintura, pero el amor con que el dueño viajaba a otro tiempo y lo aceleraba en seco me hizo pensar que también ahí había una obra.

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El auto presentaba señales de desidia en chapa y pintura, pero el amor con que el dueño viajaba a otro tiempo y lo aceleraba en seco me hizo pensar que también ahí había una obra. | Marta Toledo

En la mayoría de los países del mundo hay pocos feriados, pero cuando el feriado llega, se respeta en exceso, y es muy difícil encontrar algo abierto. Un feriado ajeno e inexplicable exagera la angustia de la extranjeridad. En Corea atravesaba los feriados con desconcierto, aunque conociera sus razones –en general fechas patrias. El feriado no hacía más que subrayar o volver inexplicable mi presencia en ese país. No sincronizarse con un feriado en un idioma y una cultura ajenos es lo más parecido a sentirse en una isla sin sol. Recuerdo haber salido a la calle y que Seúl estuviera desierta, como si las amenazas nucleares del vecino del norte Kim Jong-un se hubieran cumplido, y preguntarme: ¿dónde estoy?, ¿por qué?

El feriado más reciente, el del 25 de Mayo, tuve la impresión de que Buenos Aires se había paralizado como Seúl, pero por razones opuestas. La sensación desde luego venía de días previos, semanas, meses, dos años de sádica demolición anímica, pero ese 25 de Mayo vi una inercia que no vi en ningún feriado anterior –incluido el 1º de Mayo, que logra la abstinencia laboral que debería tener un feriado– había reflejado de esa manera.

En las calles de Boedo, durante ese 25 de Mayo, presencié en distintas calles una escena recurrente. Jubilados calentando los motores de viejos autos estacionados que no movían hace años. En un Fiat 600 con la puerta abierta del conductor, un anciano había dejado el andador en la vereda junto a un árbol mal podado y se obstinaba en acelerar a fondo. Me acerqué a preguntarle en qué consistía ese ritual, imaginé que acelerando en la inmovilidad recordaba viejas épocas, aventuras de ruta, incluso acrobáticas escenas amorosas en el interior de esa cabina minúscula. Me dijo que cada cierto tiempo, pasaba un rato acelerando para que el motor se lubricara y las correas no se secaran. No me animé a indagar más, pero imaginé que ese auto era casi un ser querido y que, aunque el anciano nunca más fuera a manejarlo, el cuidado tenía más que ver con preservarlo, seguir una obra, evitar que se deteriorara y en ese derrumbe se llevara algo de su vida. En su lugar, pensé, haría lo mismo. Nada tan bello como legar un auto vintage. Ese mismo auto, en otro estado, para hijos o nietos ni siquiera entraría en la perspectiva del legado.

Unas cuadras más adelante, un jubilado aceleraba un Ford Taunus. El auto presentaba señales de desidia en chapa y pintura, pero el amor con que el dueño viajaba a otro tiempo y lo aceleraba en seco, aferrado al volante, me hizo pensar que también ahí había una obra, porque entre hombre y dueño había una relación sentimental. Este señor, al igual que el anterior, me dijo que aprovechaba los feriados para arrancar el auto un rato y asegurarse de que funcionara correctamente el motor por si en algún momento necesitaba venderlo. El feriado funcionaba como un ayuda memoria y, sin excepciones, siempre lo ponía en marcha cuando el tráfico estaba calmo y estaba seguro de no molestar a nadie con el humo negro que escupía el escape.

Hubo un un tercer viajero inmóvil –más cercano a la fisonomía y a la gestualidad de un Fogwill con zapatos náuticos que al jubilado de barrio castigado por los recortes–, que igual que sus coetáneos cortejaba su coche sin moverlo, un reluciente Ford Mustang del año 79. La secuencia me resultó imposible de trasladar a Seúl, o a cualquier otra ciudad. El modo de administrar el tiempo muerto, en la contradictoria fatalidad de un feriado, forma parte de la idiosincrasia nacional.