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recuerdos

Vida de reality

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Casi no miro televisión. Cuando lo hago es sobre todo para solazarme con los avisos de la felicidad que pasan en los entretiempos de intoxicación de Fútbol para todos, y ahí siento nostalgia de los tiempos de la Fundación Evita, cuyos alcances no conocí, o para espiar con odio, no como imaginará ahora, señora, 6, 7, 8, esa justa del saber kirchnerista, sino algo de los realities que se puede ver. Alimento la fruición de mi encono con el balbuceo inane de los exponentes mononeuronales que son presentados como genios especulativos y jugadores maquiavélicos en Gran Enano, para no hablar de la verba sádica y sicopática de un chantajista de vidas privadas que alega ser conductor, y detesto también con singular empeño Talento argentino, no por el entusiasmo artificioso que sin mayor conocimiento de cualquier causa exhibe Cathy Fullop, sino por la posición cruel y pedante de Maximiliano Guerra, que parece enojado a perpetuidad porque a alguien se le ocurrió alguna vez decir que Julio Bocca era mejor bailarín que él. El modo en que Guerra oprime el botón para interrumpir el canto o el baile o el recitado de algún pobre aprendiz que se viene desde el fondo de la Pampa de Achala (o cualquier lugar semejante) para reproducir emponchado el trino de un pájaro, la alevosa alegría que siente en la función de corte, me enciende de un furor tal que si por un instante se me permitieran en estas Pascuas las potestades de un Zeus semita, es decir, de Jehová, lo fulminaría de inmediato con el rayo de mi ira, lo descabezaría ipso facto con el tronante ladrillazo de las Tablas de la Ley.

Miro esos programas, los miré durante meses, con la fijeza de mi odio intacto, y sin saber bien por qué. Y un día me acordé. Lo había olvidado por completo. ¡Durante dos o tres años yo trabajé de guionista de reality! Estaba en las sombras, alentando a los participantes para que lucharan y combatieran por los tristes morlacos del otario del premio final, tirándoles letra para que sus discursos ante cámara o sus decires frente a sus eventuales oponentes tuvieran algo similar a la dignidad de un pensamiento, la ilación propia de un razonamiento lógico, la verdad de un texto dramático. Desde luego, casi siempre fracasé. El reality de las vidas de los vagos que eligen libremente las comodidades de la prisión mediática no equivale automáticamente a la realidad de la lengua que intenta inocular en el cuerpo social un escritor que atraviesa la indiferencia de un mundo ya sin lectores verdaderos. En fin. No hay como las Pascuas para lamentarse en forma cuando no se tiene la suerte de contar con un Muro de los Lamentos a mano. O sea que –me di cuenta entonces– lo que yo detestaba eran las costuras y falencias de un esquema que íntimamente yo había olvidado que sabía hacer mejor. Ahora podría recordar la vez que en El bar 1 a una participante tuve que dictarle prácticamente letra por letra el discurso de su dignidad como mujer, o aquella otra que, en Camino a la gloria, tuvo a Javier McAllister como… pero ya casi no hay espacio, asi que quedará para otra vez.