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Vidas de filósofos

Son los que están en el poder, los ricos y famosos, quienes deben inscribir su nombre en letras de molde

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Los filósofos, se dice, son gente aburrida. Y para aburrido nadie como Kant, casi tan famoso por su moderación, su celibato y sus rutinarios paseos como por la Crítica de la razón pura. Thomas De Quincey (1785-1859), previendo la mala prensa futura de un pensador que admiraba, le construyó una épica privada en un libro extraordinario llamado Los últimos días de Emmanuel Kant. De Quincey describe la batalla del viejo filósofo por conservar la dignidad frente a la decadencia mental y física y lo pinta, además, como un gran amante de la comida y la conversación.
Otro libro, mucho más reciente, avanza en la humanización del personaje alrededor de un tema tabú. Se trata de La vida sexual de Immanuel Kant, obra del francés Jean-Baptiste Botul (1896-1947), que reúne las conferencias pronunciadas por el autor en Paraguay ante una comunidad de kantianos fundamentalistas, emigrados al terminar la Segunda Guerra desde Könisberg, la ciudad natal del filósofo. Allí (ante una audiencia sospechosa de haber albergado a Mengele en años posteriores), Botul demuestra que la voluntaria castidad de Kant se contradice con su ética del imperativo categórico y que la obra del maestro debe ser leída en clave biográfica y erótica. La famosa “cosa en sí” kantiana, dice rotundamente Botul, no es otra que el sexo.
Un gran momento del relato de De Quincey es aquel en que Kant, ya muy enfermo, sale un día a la calle después de haber estado recluido durante varios meses. La noticia circula como un rayo por la ciudad y al llegar de regreso a su casa, una multitud de admiradores y curiosos se agolpa para verlo y aplaudirlo. Es que Kant era una estrella en vida y, por eso, no resulta extraño que sus seguidores paraguayos fueran los descendientes de una secta que, durante casi dos siglos, se vistió como su ídolo e imitó sus costumbres como si se tratara de los fanáticos de Elvis Presley. El propio Botul fue, a su vez, objeto de culto (el “botulismo”) y dio lugar a una asociación de amigos del escritor, entidad que todos los años otorga el Prix Botul, al que describe como el “único premio literario que se otorga con absoluta transparencia”. Su única regla es que el ganador debe ser un miembro del jurado.
El lector habrá adivinado a esta altura que Jean-Baptiste Botul nunca existió, al igual que sus conferencias y su público. Se trata de una creación de Frédéric Pagès, un escritor que también se desempeña como cantante. En cambio, el libro, una encantadora parodia literaria y filosófica, es real. A su vez, también existieron Kant y De Quincey. Lo de Pagès no es tan seguro: puede tratarse de una puesta en abismo de falsedades.
Parménides, la última novela (última, al menos, hasta la semana pasada) de César Aira, se ocupa de otra impostura y de otro filósofo. Pero mientras De Quincey y Botul descubren una vida, Aira desmiente una obra. El libro afirma que Sobre la naturaleza, el fragmentario poema didáctico que sobrevivió al pensador griego, es apócrifo. Su autor es, en verdad, Perinola, un poeta contratado como profesor particular y escritor en negro. Es que el Parménides de Aira es un riquísimo empresario y un importante funcionario público que no tiene tiempo ni talento para escribir, pero desea tener un libro publicado porque su rango y su vanidad lo exigen. Es que son los que están en el poder, los ricos y famosos, quienes deben inscribir su nombre en letras de molde. Los poetas, en cambio, nacen para el anonimato. Por eso es que en el reciente Primer Congreso de Cultura en Mar de Plata se invitó solamente a funcionarios. Cabe aclarar que, paralelamente (como en el caso de la Cumbre de las Américas), y en un gesto que lo honra, el mismo gobierno convocó a un Encuentro de Escritores en Negro. Allí concurrieron quienes, desde el anonimato, se encargan de redactar los ensayos, proyectos, discursos y memorias de quienes sesionaron en el ámbito principal. El lema de este segundo congreso fue: “No te olvidaremos, Perinola”.