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Apuntes en viaje

Vitalidad urbana

El dealer de la cortada, con la capucha baja y el celular a mano, esperaba en un escalón a sus últimos clientes desahuciados. Las motos pasaban a gran velocidad.

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El dealer de la cortada, con la capucha baja y el celular a mano, esperaba en un escalón a sus últimos clientes desahuciados. Las motos pasaban a gran velocidad. | Toledo

Desde hace años no transito la ciudad en un día de garúa a las seis de la mañana. La única razón para hacerlo en el pasado procedía de volver de una fiesta tarde y con la vista nublada, por lo cual se me escapaban la mayoría de los matices de ese momento único de la noche. Recuerdo que en realidad bloqueaba esos matices por una especie de fobia hacia lo que suponía que llegaba con el amanecer: las esquirlas del mundo burgués, la enajenación capitalista, el frenesí terrorífico de los pájaros.

Los años pasaron y hoy saqué a mi pequeño hijo de once meses a pasear en la mochila portabebés, método infalible para convocar a las musas del sueño. Era bien de noche, no había pájaros, y entre la niebla me sorprendió la cantidad de gente que a esa hora de la mañana hormigueaba por las calles de Boedo. Los colectivos, como si estuvieran desfasados, pasaban uno atrás de otro, cada cinco minutos. Algunos madrugadores, antes de partir al trabajo, paseaban a su perro con confianza, acostumbrados a caminar el barrio de madrugada como si fuera de día. El dealer de la cortada, con la capucha baja y el celular a mano, esperaba en un escalón a sus últimos clientes desahuciados. Las motos pasaban a gran velocidad, rumbo al sur de la ciudad o hacia la autopista 25 de Mayo. Algunos profesionales trajeados u oficinistas ya salían a la calle. Probablemente trabajaran en provincia. Otros empezaban ejercicios matutinos saliendo a correr o a andar en bicicleta con el uniforme de rigor. No faltaban estudiantes dispuestos a una larga travesía para cursar a las ocho en alguna facultad lejana. En casi todas las caras, el molde del sueño se había evaporado. Para estar tan despabilados a esa hora, pensé, debían haberse levantado a las cinco. Me sorprendió descubrir atareado al diariero de la esquina: iba y venía a contrarreloj, como un sereno, por todas las calles aledañas del barrio, a diestra y siniestra, arrojando en el umbral de casas que conocía al dedillo ejemplares del diario matutino. Yo habría jurado que nadie compraba por suscripción el diario durante la semana. A la vuelta, el café del barrio, tapizado de fotos antiguas de los Ramones y Hermética, empezaba a abrir para ofrecerles desayunos a los padres que llevaban a sus hijos al colegio y salvar el día ante la suba de tarifas y la caída sin fin en la demanda. La pareja dueña, para llegar a las seis y media, salía a las cuatro de Merlo.

Toda esta vida de madrugada que durante décadas ignoré en Buenos Aires justamente por escribir de noche y echarme a dormir cuando otros despertaban, la presencié esporádicamente en Seúl, donde nadie –incluso un escritor extranjero– osaba despertarse después de las siete de la mañana, a riesgo de quedar fuera de la sociedad. A las seis las calles, aun en la oscuridad de un invierno con nieve y temperaturas bajo cero, estaban vivas. Las piletas abrían a esa hora. A las seis y media el subte estaba lleno. Siempre atribuí esa vitalidad urbana a la afición de los coreanos por el trabajo y a las altas exigencias que promueven las empresas en un universo laboral hipercompetitivo: franjas horarias amplias, horas extra. Y así como en invierno la ciudad despertaba antes de que se levantara el sol, muchas veces, a las nueve de la noche, cuando apenas anochecía en verano, todo estaba cerrado, y me resultaba imposible cenar salvo que cocinara en casa imaginando el próximo amanecer radiante de gente.