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Recuerdo la primera vez que vi a Alcón. No fue en un escenario, sino en una platea. Era Teatro Abierto, y me había llevado mi mamá. Las cuentas me dan que tendría 10 años y puede que haya sido mi primera ida al teatro. El asunto es que mamá me lo señaló, unas butacas adelante, y me dijo: “Mirá, ese es Alfredo Alcón”. Yo pensé en lo nerviosos que estarían los actores ese día, el día que Alcón los había ido a ver.

En algún momento de la obra alguien decía una puteada. Yo, que no sabía que eso se podía hacer en el teatro, pensé que al pobre actor, de nervios, se le había escapado. ¡Justo hoy, pensé, que está Alcón en la platea!

Después, quién sabrá nunca por qué, también me dediqué al teatro. El mito siguió intacto. Alfredo supo responder con elegancia, humildad y una grandeza sin imposturas al mito enorme que encarnó: fue el modelo del actor de prestigio, de talento, de seriedad, de afabilidad; se mantuvo al margen de toda frivolidad y preservó su vida privada como un mago. ¿Cómo lo hizo? No lo sé. Tal vez sea que a Alcón lo construimos los argentinos. Construimos a Alfredo Alcón sobre el molde que nos prestó Alfredo Alcón. Le otorgamos un lugar único, irrepetible. Y él lo aceptó, lo habitó, y ahora se fue a vivir en él y para siempre.

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A veces los actores jóvenes (y los no tanto) jugamos a imaginar que está Alcón en la platea y que entonces hay que hacer las cosas bien. El ojo del halcón vigila desde ese sitio en alto en el que hemos querido ponerlo con el corazón. Alfredo elevó al teatro y a sus espectadores y hacedores.
La noche en que se fue muchos teatros cerraron por el luto. Yo, que jamás hablé con él personalmente (aunque sé que estaba loco y les leía fragmentos de una vieja obra mía a sus amigos en las fiestas) estaba estrenando y no suspendí mi función: en cambio, traté de hacerla lo mejor posible. Fue el regalito que se me ocurrió ofrecerle para el viaje.