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ajuste de cuentas

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De pronto, sin saber por qué, la muerte de Chávez me conmueve. Por supuesto que no tengo la menor idea acerca de si su condición de caudillo popular es verdadera y fabricada; si la emoción que generó resulta legítimamente sentida o expresa el temor de las grandes masas al retorno de una época donde la satisfacción de sus necesidades básicas no formaban parte del plan de gobierno; tampoco puedo decidir si es bueno o malo que los países tengan líderes o meros gobernantes, autócratas, tiranosaurios o monarcas. ¿Quién puede anticipar donde se sitúa el verdadero objeto de lo humano? Lo que me conmueve, íntimamente, es la evidencia de que un hombre apenas un par de años mayor que yo haya vivido una vida extraordinaria. Por un momento maldigo el amor de la letra que me apartó de todo o casi todo; extinta la pasión, consumida la vista, inclinada la cerviz y dolidas las cervicales, pienso que tengo que cambiar de rumbo en los años que me quedan. ¿Acaso otro libro más, y otro? ¿Para qué? ¿Consumir lo restante pagando impuestos, corriendo de acá para allá? Nada de eso tiene sentido.

Saco pasaje para una pequeña población semi rural perdida. No tiene nada en particular, pero algo allí, quizá la forma de algunos árboles, cuyas ramas, inclinadas, perdidas en el crepúsculo, dibujaron alguna vez una forma un sentido a punto de revelarse, en una serie de fotos que vi, de mala calidad, y que…Viajo hacia aquel lugar. Llevo pocas cosas, y mis tarjetas para retirar el poco dinero que aún guardo en el sistema bancario (aunque no estoy seguro de que en el lugar haya un cajero automático). Me alojo en una casa abandonada; tiene los techos caídos, los vidrios de las ventanas rotas, los marcos arrancados, el piso de madera levantado. Echo a las alimañas, talo unos árboles y construyo tirantes. Mi cuerpo, que olvidó por años el ejercicio, disfruta de las nuevas exigencias. Trabajar físicamente cansa a los vagos y a los que trabajan físicamente; para mí es de lo más estimulante.

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Las novedades se suceden. No tengo luz eléctrica, por lo que no puedo leer de noche. A cambio de eso salgo al campo, a ver las estrellas y la luna y a escuchar a los sapos y los grillos. A veces compro algo de comida, pero me las arreglé para plantar algunas verduras, cuyo gusto es más fuerte y sano que las plastificadas que venden en los supermercados. También cazo animales de distinta talla, aunque no voy a entrar en detalles. De todos modos, aún con esas economías, el dinero se acaba. Trabajo en el área de los servicios indeterminados: cambio cubiertas, reparo motores, hago tareas de jardín en las pocas mansiones de los burgueses veraneantes que descubrieron el lugar como una fuente de exotismo y secreto. Son jardines paradisíacos, cuidados por caseros ineficientes. Me cruzo con la gente del lugar, voy enterándome de sus historias, las clásicas peripecias mezcla de entusiasmo y clandestinidad y tedio que era de esperarse. Como soy nuevo, mi presencia en la población despierta los resquemores de algunos. Visito el club social, me hago de amigos, juego a las cartas. Alguna noche o algún mediodía, alguna que otra mujer, no siempre libre, me visita en mi casa.  Además de lo propio del encuentro, lo que quiere es que le cuente de dónde provengo y qué hice allí y cómo es la gente que abandoné: quiere saber si la vida fuera de aquel lugar es parecida a como la cuentan los programas de televisión que ve durante horas para matar su aburrimiento. La idea dominante es que una ciudad es como un pequeño poblado como aquel, sólo que se multiplica la cantidad de habitantes. Por lo tanto, las historias vividas deben multiplicarse por ese número equis, tanto en posibilidades como en intensidad. Todas se decepcionan cuando les digo que en una ciudad uno puede vivir encerrado y encontrándose con menos gente aún que ella se cruza día a día. En los rostros de decepción que siguen a mis respuestas encuentro el anticipo de la misma soledad que conocí antes, sólo que agravada por el espacio y la distancia. Además, hay maridos y novios celosos, que no entienden que la disipación de mi interés es sólo cuestión de tiempo. En el bar, además, las conversaciones tienden a repetirse: meteorología, chismes, cosechas, la viuda, la nueva camioneta, los impuestos. Cuando escucho por tercera vez en la tercera semana el mismo chiste que me hizo gracia en la primera, tengo la impresión de que el tiempo empieza a repetirse en una eternidad sin propósito.