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En una suerte de milagro de producción, venciendo obstáculos de toda índole y quizás como regocijo y hecatombe, la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín aloja –por poco tiempo– el monumental experimento de Matías Feldman y su Compañía Buenos Aires Escénica.

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En una suerte de milagro de producción, venciendo obstáculos de toda índole y quizás como regocijo y hecatombe, la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín aloja –por poco tiempo– el monumental experimento de Matías Feldman y su Compañía Buenos Aires Escénica. Se trata de la Prueba 7, dedicada esta vez al fenómeno del hipervínculo. A caballo entre la exposición teórica, la lista infinita, la conferencia metalera, la nueva vieja ópera, la rendición a Wikipedia, el hipsterismo, la coreografía de ideas, la desazón de los colores, el coaching empresarial para el nihilismo, la historia recreada como reality show, esta experiencia desemboca en los procedimientos arcaicos, eternos, de la pura poesía: la actualización de un paradigma en un sintagma (en uno largo) o lo que es lo mismo: la secuencia que busca eludir el “entonces” para regocijarse en el “y”. Como se ve, esto no es necesariamente más simple. ¿Qué convive bien con qué? ¿Cómo hacer para no disuadir a nadie de nada?

Se me antoja que el equivalente literario de este experimento operístico podría ser La vida instrucciones de uso, del mágico Georges Perec, que no sabía de internet ni la intuía pero que conoció el enciclopedismo francés, la voluntad de un diccionario interactivo de múltiples entradas donde cada palabra es definida por otras y nada entra ni sale del sistema autovigilado que arma una lengua. El diccionario (una obsesión también en mi teatro) posee más cámaras de vigilancia de circuito cerrado sobre sí mismo que sobre la exterioridad: el mundo.

Feldman aventaja a Perec en casi un siglo: le basta con empujar el espectáculo hacia el abismo de internet y dejarlo caer al caldo, al basural. Y aun así, no es tan interactivo. Las escenas caprichosas están ensayadas; sus ritmos, elegidos; sus superposiciones, determinadas; sus órdenes –imposibles de memorizar– son estrictos: no está el azar voluptuoso de la curiosidad mórbida del dedo sobre el mouse, que navega de una ventana a otra sin satisfacerse nunca del todo con ninguna entrada. Aquí, en el tiempo siempre congelado del teatro, el azar es “imitado”, “limitado”, mimado como un gato esquivo para que se nos acerque.

Junto al clásico Benjamin de la fragmentación, también está aquí el Paul Auster obsesionado por la posibilidad de azar en la literatura: si todo esto ya está escrito, ¿es posible que el lector deje de atribuirle sentido a futuro en el cuentito y que simplemente asista al desfile como un monje zen? Si alguien tose sin razón aparente, ¿es posible que no creamos que eso sea un signo futuro de muerte por tuberculosis? ¿Por qué se tose? ¿Para qué se tose?

Así, la treintena de intérpretes a todo color riega el escenario de signos cuyo valor se obtiene solo por la relación con otros signos vecinos, en una vecindad del Chavo que emula la ligereza con la que nos desplazamos por las imágenes, por las definiciones, por las cadenas de ADN de sentido que nos llevan del orden feudal a Rembrandt y de este a Jorge Rial (un Javier Lorenzo para descomponerse de risa) y de allí a la conquista de América y de ésta a la de Marte, en un cohete donde el lesbianismo no es tabú y donde se consigue el Mate Listo para la contemplación del vacío extraordinario, vibrante del horror vacui que nos llevará a llenarlo todo de cositas, a arar el Planeta Rojo de palabras, a sujetarlo de yugos, de comunas, de oficinas.

Como el teatro aún no sabe hacer casi nada de esto (desvincular causas de efectos, ofrecer el azar puro, dar todo a elegir al apetito caprichoso del que mira), Feldman decide aprovecharse de la forma de la ópera (una hecha de música de palabras), que es por cierto casi la única manera contemporánea de llenar sin concesiones las salas de mil espectadores, esos espacios concebidos para un teatro definitivamente popular (al menos en número) pero a la vez regidos por la vigilancia cultural del Estado; de esta paradoja espero con ansias que aparezcan esos mil espectadores cada noche de este mes. Habrá significado un escalón apetitoso, si bien un poco irrelevante, en la movediza historia de nuestro teatro, tan huidizo de las tradiciones puras, tan amigo de híbridos inclasificables, tan argentino como el caracú.