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Xi no es Mao

La tierra del autoritarismo y el culto a la personalidad fue labrada con tres décadas de creciente apertura y crecimiento económico. Nadie lo entiende mejor que el presidente chino.

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Gran parte del mundo observa al presidente chino, Xi Jinping, con preocupación. No sólo porque ha estado reconcentrando el poder en manos del gobierno central, sino también porque muchos creen que su radical campaña anticorrupción es la fachada de una purga política. Les preocupa que Xi esté creando un culto a la personalidad muy similar al que rodeó a Mao Zedong y alimentó la Revolución Cultural.
La verdad es mucho menos siniestra. Aunque ciertamente Xi está, en alguna medida, acumulando poder, su motivación es la necesidad de fortalecer a China (tanto a su gobierno como a su economía). Para alcanzar el éxito debe poner nuevamente en línea a una burocracia que en alguna medida se salió de control.
Durante las últimas tres décadas, se descentralizó considerablemente el poder en China y los gobiernos provinciales y municipales recibieron incrementalmente una autonomía sustancial para experimentar y probar reformas orientadas a atraer inversión extranjera e impulsar el crecimiento del PBI. Además, se les otorgó el control directo de recursos –como la tierra, las finanzas, la energía y las materias primas– y el desarrollo de la infraestructura local. Así, los gobiernos nacionales representaron en promedio el 71% del gasto público total entre
2000 y 2014, una participación muy superior a la de los países federales más grandes del mundo (la participación de los estados de EE.UU. en el gasto público, por ejemplo, es del 46%).
La meta era impulsar el crecimiento económico general promoviendo la competencia entre regiones. Los jefes de los partidos locales sabían que sus carreras dependían del desempeño económico de sus municipalidades y, trabajando duramente para fomentar el crecimiento, impulsaron el ascenso de China al puesto de segunda mayor economía del mundo (según algunos indicadores, la mayor) y garantizaron la legitimidad del Partido Comunista gobernante en la era post Mao.
Pero la descentralización ha tenido sus desventajas: llevó a un derroche sustancial –que se manifiesta en las enormes deudas de los gobiernos locales– y disparó la corrupción a gran escala: los funcionarios locales acordaban tratos especiales con las empresas para ofrecer, por ejemplo, desgravaciones impositivas, créditos baratos o tierras a precios inferiores a los de mercado.
En un país con rigurosas regulaciones y mercados financieros subdesarrollados, los emprendedores privados enfrentan elevadas barreras a la entrada y al funcionamiento de sus empresas. Si los acuerdos ilícitos eran lo que hacía falta para acceder a los recursos y mercados que necesitaban, las empresas privadas se han mostrado más que dispuestas a aceptarlos y ofrecieron efectivo u otros pagos a los funcionarios que flexibilizaban o rompían las reglas en su beneficio.
Esos acuerdos facilitaron, a fines de la década de 1990, el ingreso al mercado de cientos de miles de empresas privadas para fomentar el crecimiento. En una época en que el crecimiento económico era la máxima prioridad, la corrupción que lo alimentó fue tácitamente aceptada... y hasta alegremente aprobada.
Pero la corrupción se ha salido de control y ahora amenaza tanto la estabilidad china como la legitimidad del Partido Comunista. Durante tres décadas de gobierno relajado, algunas autoridades locales formaron camarillas políticas que trabajan conjuntamente para proteger sus ganancias ilícitas e intereses económicos. La malversación y apropiación de sumas astronómicas de los fondos públicos hubieran sido imposibles sin cómplices que brindaran protección y se ayudaran unos a otros a ascender por la escalera política.
Estas sigilosas redes políticas se tornaron virtualmente impenetrables y muchos funcionarios, por defecto, se convirtieron en rivales del gobierno central, defendiendo con fiereza sus intereses económicos a través de la protección de sus puestos oficiales e incentivos. A menos que refrenara a los sátrapas municipales, el gobierno central podía sencillamente despedirse de sus planes de reforma.
Fue por eso que Xi dejó de hacer la vista gorda a la corrupción. Devolvió algunos de los poderes de los gobiernos locales a las autoridades centrales y lanzó su campaña anticorrupción, de gran alcance.
Durante los últimos dos años fueron encarcelados funcionarios de todas las provincias de China –desde jefes de departamento de bajo rango en los ministerios hasta líderes provinciales de alta jerarquía–. A veces se consideraron cuestiones geográficas y el arresto de un funcionario de una provincia periférica fue seguido por el de otro en un municipio central.
Una redada que afecta a una gran cantidad de funcionarios jerárquicos (y oficiales militares) percibidos como rivales políticos puede parecer una purga, pero la verdad es que todos quienes fueron enjuiciados y sentenciados a prisión fueron declarados culpables con base en sólidas evidencias. La China actual, incluso con su sistema judicial imperfecto, ya no puede enviar a prisión a funcionarios sólo por motivos políticos, como ocurría con Mao.
Los esfuerzos de Xi por limitar a la burocracia China no han disminuido; en el corto plazo, la actividad económica puede verse afectada, ya que las autoridades locales demoran las decisiones para evitar atraer demasiada atención hacia ellas, pero una vez que se haya limpiado el sistema, China estará en una posición mucho más sólida para lograr un crecimiento económico sostenible y estable.
Quienes temen la Revolución Cultural 2.0 deben entender que China no es la de hace cincuenta años. La tierra del autoritarismo y el culto a la
personalidad fue labrada con tres décadas de creciente apertura y crecimiento económico. Nadie entiende esto
mejor que Xi.

*Profesora de Economía en la London School of Economics. Copyright Project-Syndicate. Traducción al español de Leopoldo Gurman.