COLUMNISTAS

Zapatazo de ahogado

<p>Vuelvo a Mar del Plata a seguir con la película en la que actúo. El cine te presta la vida de otro para que te la calces por un rato, sin tener que vivir condenado a su destino. En este caso, el de los pescadores, entre los que nos mezclamos tan discretamente como permiten unos trípodes descomunales y unas luces que delatan la presencia del mágico y torpe cine.</p>

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Vuelvo a Mar del Plata a seguir con la película en la que actúo. El cine te presta la vida de otro para que te la calces por un rato, sin tener que vivir condenado a su destino. En este caso, el de los pescadores, entre los que nos mezclamos tan discretamente como permiten unos trípodes descomunales y unas luces que delatan la presencia del mágico y torpe cine. La huelga pesquera parece haber terminado con conciliación obligatoria, pero hay una rara manifestación que esgrime unos ataúdes como estandartes.
Nadie sabe muy bien quién hizo la “dirección de arte” de esta demostración. Pero no puedo dejar de pensar en cómo los conflictos dividen su flujo en dos canales paralelos: uno real y otro simbólico.
Un periodista iraquí atacó a Bush arrojándole primero un zapato y luego el otro. Si eran ladrillos por ahí lo lastimaba. Pero eran zapatos: para un musulmán no hay peor insulto que ser embestido por calzado volador al grito de: “¡Perro!”. Sorprendentemente, el ex alcohólico esquivó los zapatazos, ganando en símbolos lo que le está costando un Vietnam ganar en la vida real.
La imagen dio la vuelta al mundo (ahora que dar la vuelta al mundo cuesta un clic). Ya hay incluso videojuegos donde apuntar a Bush con un zapato. No deben ser muy divertidos; lo divertido está en sus connotaciones y en que hablemos de ello. Y no sabemos qué mella le haga a Bush.
En el cine, lo que uno verá reconstruido en la edición es una sucesión artesanal de planos basados en mentiras flagrantes. Si un actor tapa un atardecer precioso, te suben a un “tres medidas” (un vulgar cajoncito, sin el cual ningún cine es posible). Lo curioso es que la actuación, en vez de ser simbólica, teatral, se torna un poco más “real”. Uno no es quien dice ser, claro, pero lo que dice o siente en semejantes circunstancias descuartizadas en planos es bastante real. Paloma Contreras lleva una panza falsísima de embarazada que hace valer para que una vecina le preste un baño, ya que filmamos en plena avenida Juan B. Justo. Les miente que va por el sexto mes: consigue adhesión, credibilidad y baño. A todo el mundo le parece normal. Yo soy tímido y me doblo de vergüenza. Ayer me tenía que caer de un velero. En el guión parecía sencillo. Pero súmenle ustedes algunos triunfos de lo real por sobre lo simbólico: en alta mar no cabe ningún “tres medidas” y hacer foco es tarea del azar y de un tal Matías y un tal Poleri que hacen milagros; en el gomón donde iba la cámara y sus acólitos, medio equipo técnico en mar picado vomitaba dos semanas de vouchers de almuerzos en Montecatini; el mar estaba helado, y mientras yo iba perdiendo toda sensibilidad –algo relativamente útil en un actor– un lobo marino de dos metros me rodeaba tan simpático como lleno de colmillos; Mía Maestro, espléndida en el velero, me grita de lejos: “Si te ataca, pegale en la nariz” (un lobo marino es algo demasiado hermoso para intentar algo así, y yo a Mía Maestro acabo de conocerla y puede ser que esté loca); me agarro del salvavidas, me rescatan en la ficción, Mía me abraza y ambos lloramos largo rato, sin proponérnoslo. En tales condiciones, la actuación (que acá se llama “acting”) queda en manos de la salvaje naturaleza. La toma está hecha, y volvemos al puerto sin entender muy bien qué es lo que está “hecho”.
Y sí: este trabajo consiste también un poco en arrojar zapatazos, en inventar esos símbolos. Pero el periodista iraquí se los arrojó a alguien, y su gesto vira a político. Los que vivimos de hacer ficción se los tiramos a cualquiera, y –con la debida suerte– el gesto será artístico.