CULTURA
apuntes en viaje

Ambito de perdición

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. | Marta Toledo
Hoy, por primera vez, al sentarme a bocetar esta columna me pregunto por qué siempre trato de escribir, a priori, sobre lugares que no conozco del todo, o que viven opacados en la memoria. Leyendo Black out de María Moreno detecté el tono preciso para narrar recuerdos sin subrayar la experiencia ni enmarcar un olvido apático. Todos los episodios encadenados de Black out están atravesados por el alcohol. En ese tono está implícito eso que permanece enterrado en nosotros, a la fuerza, hasta transformarse en memoria o en cualquier otro dispositivo de exorcismo sentimental. 

Casi desde que nací mis padres estuvieron separados. Por una regla nunca explícita, cada febrero mi padre intentaba llevarme de vacaciones a algún lado, aunque la mitad de las veces su situación financiera no lo permitiera. Pero cuando las condiciones estaban dadas, él preparaba obsesivamente el viaje: mapas, cantimplora Topper forrada en una tela impermeable azul, una sombrilla de caña y tela a cuadros blanca y roja. Todavía recuerdo la textura de esos objetos y sería capaz de reconocerlos. El destino siempre era la playa, sitio en el que mi padre podía improvisar una rutina de perdición. Especialmente en mi adolescencia, hubo un par de viajes desesperantes. Decir que fueron iniciáticos sería reducirlos a una experiencia. En esos viajes confirmé cómo vivía mi padre y el porqué de sus frecuentes desapariciones en Buenos Aires.

Cuando pisamos La Pedrera en el año 91 tenía 14 años. Era la primera vez que yo salía del país. También, la primera que me exponía a pasar quince días corridos con mi padre. El desarrollo inmobiliario y el turismo todavía no habían tomado la costa de Rocha. Para comer había un club social y una tasca frente al mar. Más allá, en una playa con lobos marinos y olas bravas, el esqueleto oxidado de un barco chino que había naufragado.

La casa que mi padre había alquilado, vía Segundamano, en realidad era un cuarto reducido como una celda en el fondo de una casa. Rápidamente la superficie fue saturada por la cantidad de objetos y ropa que traíamos. Con el paso de los días, la ropa, la sombrilla, la cantimplora, los mapas, los abrigos fueron perdiéndose en el suelo, cubriendo la superficie y revelando su profunda inutilidad: eran los amuletos sin vida de un hombre angustiado. Mi padre empezó a desaparecer. Primero una noche, luego dos, tres. Una vez más, había hallado su ámbito de perdición. Cuando volvía, estaba completamente borracho y desvariaba. El alcohol tenía en él un efecto paradójico: en vez de producir un remanso y sanar las heridas, despertaba todos sus demonios.  No hablábamos, salvo cuando en sus raptos de sobriedad jugábamos al ajedrez.

Aunque me costaba llenar las horas, en esas vacaciones inventé una rutina para vivir sin padre en La Pedrera. Almorzaba en el club social y, en busca de amigos, me anotaba en todos los partidos de ping-pong. El día en que teníamos que dejar el cuarto, el dueño golpeó preguntando si teníamos todo listo. Yo había buscado a mi padre por todo el pueblo y no lo había encontrado. El dueño, al pasar y ver el estado de la habitación, amenazó con no devolvernos el depósito. Cuando le dije que no sabía dónde estaba mi padre duplicó la apuesta, como si me supusiera cómplice, y amenazó con llamar a la policía. Le creí y lloré, aunque sentí alivio de que mi padre no estuviera ahí, espectral, fumando rabioso en la cama.