CULTURA

Arte y revolución

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En un viejo artículo sobre Pierre Loti, Roland Barthes, casi al pasar, menciona la “irresponsabilidad ética del turista”. El turista se opone al ciudadano, cargado de “obligaciones militares”, y ambos se distancian del “residente”, el que está de paso por una temporada (sólo que esa temporada puede ser eterna), guiado “por su deseo de perderse”. Esa es una buena definición para entender el fenómeno del turismo de masas contemporáneo.

La semana pasada estuve en Cuba, invitado a la Feria del Libro de La Habana. ¿Fui yo también un turista? Por supuesto, aunque de un tipo específico. El escritor invitado a conocer un mundo cultural. Un tipo de viaje literario, donde en medio de los códigos establecidos de viajero, siempre surge la posibilidad de algo imprevisto.

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A diferencia de lo que ocurre habitualmente en este tipo de encuentros y congresos, se armó un grupo divertido e inteligente, integrado por algunos escritores argentinos, la gente de la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería y algunos amigos cubanos, siempre dispuestos a darnos buenos datos (un “informante calificado”, lo llamaría un antropólogo): Chan-Li-Po, un restaurante en el viejo barrio chino de La Habana, un librero de viejo que sólo vende en su casa, la posibilidad de conseguir primeros números de Orígenes, la revista que dirigía Lezama Lima.

Una noche, alguien dijo: “Tienen que ir al Jazz Club a escuchar a Pérez Pérez”. Dudé. Era martes a la noche, siendo que la noche cubana no se caracteriza por su vitalidad. ¿Valía la pena ir? Volví a dudar. Y cuando me di cuenta, ya estaba en la puerta del Club, al lado del Hotel Riviera, frente al mar. La ambientación del lugar parecía una mezcla de cumpleaños de 15 con estación de micros suburbana. Cuando llegué, el escenario estaba vacío y de fondo sonaba Abba-Teens. Me senté, pedí una Tucola, y me dispuse a pasar unas de las peores noches de mi vida.

Y de repente apareció Pérez Pérez, y empezó a tocar. En un minuto, o quizás en menos, estaba frente a uno de los más extraordinarios recitales de free-jazz que escuché en mi vida. Pérez Pérez tocaba el saxo, en medio de un cuarteto (piano, batería, contrabajo), al que se le sumaban, a cada rato, un saxo más y dos trompetistas. El aire se llenó de Coltrane, de Monk, de Don Cherry; las improvisaciones eran intensas, levemente geniales. Casi que me animaría a decir que fue una noche mágica, si no fuera porque la expresión “noche mágica” es terriblemente cursi (una pena no poder decirlo, porque realmente fue una noche mágica).

Una hora y media después, el recital había terminado. Hablé unas palabras con Pérez Pérez, me dijo que nunca había estado en Buenos Aires, pero sí en Brasil, con un “grupo de música cubana lamentable”. Salí a la calle. El viento del mar rozó mi cara. Todo era perfecto. Sin darme cuenta, pisé un charco y la escena se deshizo. La zapatilla se empapó y el pie también. Un súbito malhumor recorrió mi cuerpo. Pero me rehice. Nada podía tirar abajo esa noche especial. Caminé rumbo al hotel. Pensé: “La Habana es una ciudad maravillosa” y, discretamente, fui ganado por la melancolía. Quizás extrañaba Buenos Aires, quizás extrañaba algo; una ciudad que no fue, que pudo haber sido.

Y mientras caminaba, pensé si el arte todavía tiene algo que ver con la revolución; si todavía esas dos escalofriantes palabras tienen algo que decirse; algo en común; como una vieja pareja, ya desgastada, que se da una última oportunidad (¿Todavía hay una oportunidad para el arte? ¿Todavía hay una oportunidad para la revolución?).

Y de repente llegué a mi hotel, y no sé por qué, recordé un poema, unos versos de Yves Bonnefoy, en la perfecta traducción de Arturo Carrera: “A este copo/que se posa en mi mano, deseo/asegurarle lo eterno/haciendo de mi vida, de mi calor,/de mi pasado, de estos días de ahora,/un instante simplemente: este instante, sin límites//Pero ya no es más/que un poco de agua, que se pierde/en la bruma de los cuerpos que andan en la nieve”.