CULTURA
Literatura nazi en argentina

Biblioteca del odio

La ideología del desprecio y la discriminación racial no son una novedad para la cultura argentina. Desde fines del siglo XIX y hasta la actualidad están presentes tanto en la literatura, como en el ensayo y la discusión de ideas.

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La ideología del desprecio y la discriminación racial no son una novedad para la cultura argentina. Desde fines del siglo XIX y hasta la actualidad están presentes tanto en la literatura, como en el ensayo y la discusión de ideas. | cedoc

Admirable que se discuta lo peor de Céline. En Argentina –sociedad inmadura– es imposible discutir sobre Hugo Wast”. Un tuit de Jorge Asís rescató así a Gustavo Martínez Zuviría, tal el verdadero nombre del escritor emblemático del nacionalismo católico y el antisemitismo. Una obra que dejó de ser leída y de ser publicada, y que contribuyó decisivamente a un corpus poco explorado: la literatura nazi en Argentina.

Discutir sobre Hugo Wast, como propuso Asís, supone volver sobre el mito de la conspiración judía, la ficción sobre un gobierno secreto israelita, camuflado bajo diversas pantallas en todo el mundo, que controla los partidos políticos, los gobiernos, la prensa, los bancos, la economía y hasta la literatura, en la febril elucubración del padre Julio Meinvielle. Sus textos fundadores fueron La Francia judía. Ensayo de historia contemporánea (1886), del publicista francés Edouard Drumont y los célebres Protocolos de los sabios de Sión (1905), que en su origen fue lo que podría llamarse una operación de prensa de la policía zarista.

“Escrito en el contexto de la quiebra de un conjunto de casas bancarias, una crisis financiera muy grande, La Francia judía es el primer texto donde se plantea el complot judío y es un best seller, tanto que se repite en muchos lugares y se escribe Inglaterra judía, Rusia judía, Argelia judía”, dice el historiador Daniel Lvovich, autor de Nacionalismo y antisemitismo en la Argentina, un exhaustivo ensayo sobre la cultura de la discriminación.

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La versión argentina fue La Bolsa, la novela que Julián Martel (seudónimo de José María Miró) publicó como folletín en el diario La Nación entre agosto y octubre de 1891. Con el trasfondo de la crisis económica de la presidencia de Miguel Juárez Celman, la ficción es protagonizada por el abogado Glow, un miembro de la sociedad porteña y representante de los valores de la nacionalidad, quien se ve arrastrado a la especulación y al fraude. Hay “un sindicato judío mundial” oculto detrás de los acontecimientos, y la sospecha de que “los judíos empiezan a invadirnos sordamente”.

Ficciones paranoicas. El antisemitismo no necesitó que hubiera judíos para manifestarse en el periodismo. En 1881 la propuesta del gobierno de Julio A. Roca para promover la inmigración israelita recibió un editorial del diario La Nación que advertía sobre la “constitución excéntrica de raza y de creencias” y ponía en duda su asimilación al país. El temor a la inmigración a la vez fue un tema temprano de la literatura argentina, como en la novela En la sangre (1887), de Eugenio Cambaceres, cuyo protagonista, un italiano ruin, ilustraba con sus rasgos degenerados las tesis del criminólogo italiano Cesare Lombroso.

La vinculación entre la conspiración judía y la agitación socialista, esbozada en La Bolsa, se exasperó en torno a los hechos de la Semana Trágica de enero de 1919, la represión policial a una huelga en los talleres Vasena que derivó en un pogrom en el barrio de Once. Y agregó nuevos títulos a la biblioteca del odio, como El peligro semita en la República Argentina (1919), de Tiberio Lolo. La lectura de los Protocolos de los sabios de Sión adquirió un nuevo impulso. En Buenos Aires, apunta Lvovich, “el diario El Pueblo reproduce unas partes y en boletines parroquiales de la Ciudad de Buenos Aires aparece citado como una fuente de autoridad; formaba parte de un sentido común de época”.

La Liga Patriótica Argentina, conformada después de la Semana Trágica, fue una usina de la discriminación racial. Lucas Ayarragaray, autor de La anarquía argentina y el caudillismo, atribuyó la decadencia de la política a la mestización de españoles con indígenas y a la inmigración “indeseable” y propuso corregir una consigna de Roque Sáenz Peña: en vez de “América para la humanidad” había que decir “América para la humanidad blanca”.

“La Liga Patriótica es un grupo contrarrevolucionario pero no nacionalista, todavía, básicamente una asociación patronal –dice Lvovich–. Es decir que los vectores de formación de este piso cultural vienen de otra parte. Para mí el más pregnante es la discursividad católica que transmite estas ideas inclusive desde antes de que exista la inmigración masiva a la Argentina”. Una prédica en la que se destacaron figuras de la Iglesia como Dionisio Napal o Gustavo Franceschi, y más tarde los periodistas de la revista Criterio.

En ese sentido, agrega el historiador: “La capacidad de difusión, de penetración de esas ideas, no venía de los sectores ultras sino del mainstream, de la corriente principal, que siempre es respetable, aceptable, con puestos en instituciones del Estado o en el aparato eclesiástico o cultural de la Iglesia católica”.

Una biblioteca del odio. El antisemitismo y la discriminación contra inmigrantes e indígenas fueron temas insistentes en la prensa nacionalista de las décadas de 1930 y 1940. César Pico, vocero del nacionalismo católico y redactor del periódico La Nueva República, sostenía que “el indigenismo es para imbéciles mestizos”, porque los argentinos “somos europeos en América”.

Walter Degreff, supuesto especialista en la “cuestión judía”, produjo una amplia bibliografía dedicada a su tema obsesivo. Crisol, el periódico donde escribía, incorporó en octubre de 1936 la sección “De judío a judío”, un supuesto intercambio epistolar donde se describían los planes de dominación, y en 1938 el “Noticiario judío. Informaciones generales de la raza elegida”, que pretendía formalizar los prejuicios y las ficciones paranoicas como denuncias. “No perseguimos siquiera la eliminación, el aniquilamiento de los semitas: solo queremos que se saque de sus manos el manejo de la economía”, afirmaban los editores.

Clarinada ofreció a sus lectores los discursos de Hitler y otros líderes nazis y publicó en folletín los Protocolos de los sabios de Sión; según denuncias de la época que recoge Lvovich, era directamente editada en la Sección Especial de la Policía porteña, encargada de la persecución política y la tortura a opositores. La editorial Patria, de Carlos Silveyra, dirigente de la Liga Argentina contra el Comunismo, ofrecía a precios económicos títulos como El judío sin careta y Argentinos y judíos al servicio del comunismo.

El peligro del imperialismo judío (1934), de Oscar Wilet, denunció a los monopolios cerealeros como agentes encubiertos del plan judío para conquistar la Argentina. En La acción del pueblo judío en la Argentina (1943), Santiago Peralta sostuvo que los judíos habían controlado la oficina de migraciones; durante el primer gobierno peronista, Peralta fue precisamente director de migraciones y como tal tuvo una intervención directa en el ingreso al país de criminales de guerra nazis, según reveló Uki Goñi en La auténtica Odessa. Poco después, El gobierno universal y la solución integral del problema judío (1945), de Justo Pacífico (seudónimo), negó la existencia del Holocausto y responsabilizó a los judíos por la Segunda Guerra.

No obstante, según Lvovich fue El Kahal-Oro (1935), de Hugo Wast, el libro que instaló el mito de la conspiración judía mundial en la Argentina. Martínez Zuviría era por entonces el autor más popular de la literatura argentina, y el más traducido a otras lenguas; en 1931 fue designado director de la Biblioteca Nacional, puesto que abandonó en 1954 a causa del conflicto de Perón con la Iglesia católica.

El Kahal-Oro tuvo una tirada inicial de 15 mil ejemplares y alcanzó un total de 24 ediciones, la última en 1984. “El sencillo argumento de la novela repite los tópicos antisemitas acumulados por décadas. Una oscura conspiración atraviesa y explica la historia mundial desde hace milenios: la conjura judía mundial para dominar a la humanidad. Este complot se organiza a través del Kahal, soberano invisible y todopoderoso que existe dondequiera que haya judíos”, explica Lvovich.

Detrás de los vikingos. El secuestro de Adolf Eichmann en Buenos Aires, en 1960, reavivó los sentimientos antisemitas en grupos nacionalistas. “Para las derechas radicales y extremas, fue un cachetazo y una confirmación de sus teorías sobre el complot judío. Por supuesto que no hace falta mucho acontecimiento no imaginario para despertar la violencia en esos casos”, señala Lvovich.

Los atentados antisemitas de la primera mitad de los 60 tuvieron la firma de Tacuara, un grupo de acción que abrevó en dos fuentes del fascismo nacional: el sacerdote Julio Meinvielle, autor del libro El judío (1940), y Jacques Maria de Mahieu, criminal de guerra francés de notoria influencia en la derecha peronista, en cuyas conferencias, según relata Uki Goñi, cada vez que mencionaba la palabra “judío” los asistentes contestaban “¡jabón! ¡jabón!”.

“Meinvielle fue un tradicionalista consistente y sistemático, asesor espiritual de Tacuara y de la Guardia Restauradora Nacionalista –señala Lvovich–. Tiene una producción teológica, con todos los tópicos del catolicismo reaccionario de los años 30 hasta los 60, títulos como Qué saldrá de la España que sangra, defendiendo la idea de la guerra civil española como una cruzada”.

En El judío, Meinville se propone prevenir “los propósitos judaicos de dominar a los pueblos cristianos”, para lo cual recomienda la represión y el aislamiento de los judíos, comparándolos con leprosos y con delincuentes. “Los judíos controlan aquí nuestro dinero, nuestro trigo, nuestro maíz, nuestro lino, nuestras carnes (…) y al mismo tiempo son ellos quienes siembran y fomentan las ideas disolventes contra nuestra Religión, contra Patria y contra nuestro Hogar”, escribió.

“Por otra parte, un sustrato de intelectuales más serios, tomistas, se inspiran en una tradición que detesto pero que es respetable, la tradición de los reaccionarios españoles y franceses, en un momento pierden el norte y empiezan a escribir sobre los vikingos en la Patagonia”, señala Lvovich. Fue el caso de Mahieu, quien dedicó una serie de libros sobre los supuestos viajes de vikingos a México, Perú, Paraguay (donde habrían coronado a un rey) y Brasil; en La geografía secreta de América (1978) señaló a Colón como “el gran embustero”, un judío solapado que se había embarcado sin capellán “pero sí con un intérprete de hebreo” y cuyo objetivo durante el viaje de 1492 era buscar “el Paraíso Terrenal donde los judíos de España podrían encontrar asilo”.

La teoría del complot judío tomó nuevo impulso con Walter Beveraggi Allende, “un personaje extremadamente antisemita y antiperonista”, destaca Lvovich: “En 1971, hizo circular anónimamente entre oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas un panfleto de 10 páginas en el que denunciaba el intento judío de disgregar el territorio nacional. Este mismo plan fue el que dio a conocer en enero de 1972, bajo seudónimo de Aurelio Sallairai  con el título Protocolos de los sabios de Sion y la subversión mundial, que incluía comentarios sobre la ejecución del complot judío, pero también detalles sobre la marcha del llamado Plan Andinia”.

En marzo de 1972, Beveraggi Allende repitió su acusación, según la cual los judíos argentinos tenían en marcha un plan para crear el Estado de Andinia en la Patagonia. La supuesta conspiración retornó como un motivo obsesivo en los interrogatorios de detenidos-desaparecidos durante la última dictadura, y tuvo un inesperado rebote en 1986, cuando circuló al modo de las fake news sobre un presunto intento de un grupo de mochileros israelíes de copar la ciudad de El Calafate.

La ficción del Plan Andinia, interpreta Lvovich, apunta a una tradición del nacionalismo territorial: “Hay una idea de una Argentina irredenta y en peligro, y la zona en peligro por definición es la Patagonia, esa idea de grandes extensiones exóticas, orientalizadas, que se deriva de los primeros escritos sobre la región, hasta hoy, y que siempre se vio como una zona en peligro”.

La literatura nazi sigue presente en la oferta editorial argentina. El sitio de la Editorial Sieghels ofrece entre otros títulos La lucha de Hitler por la paz de Europa, de Eugen Hadamosky, Los judíos desde el punto de vista biológico, de Eustance Mullins, y hasta Mi lucha, de Hitler. “No le falta nada”, comenta Daniel Lvovich.

Un aval a la censura

La persecución de autores y libros que supuestamente atentaban contra los valores occidentales y cristianos fue parte de la política de la última dictadura, según exponen Judith Gociol e Hernán Invernizzi en el ya clásico estudio Un golpe a los libros. Los militares reeditaron un gesto emblemático de los nazis, la quema de libros, que llevaron a cabo con ejemplares del Centro Editor de América Latina y Eudeba en Buenos Aires, de la Editorial Biblioteca en Rosario, y de “literatura subversiva” de diversa procedencia en Córdoba.

El filósofo Jorge García Venturini –que contribuyó a la ideología de la dictadura con su exhumación del término kakistocracia (gobierno de los peores), para describir al gobierno de Isabel Perón– fue puesto al frente de Eudeba entre 1976 y 1977. “Es probable que hayan participado muchos otros académicos y estudiantes con él, porque los documentos y las lecturas que elaboraron sobre el catálogo de Eudeba fueron detalladas y con conocimientos especializados”, señala Gociol.

La coautora de Un golpe a los libros recuerda también la intervención de Luis Pan –designado como directivo en Eudeba y “entregador” de los libros que resultaron destruidos a los militares– y del constitucionalista Germán Bidart Campos, autor de Poder de policía de moralidad en materia de espectáculos y de publicaciones en la Capital Federal. “Fue un aval jurídico a la censura. La función que tuvo ese libro, que publicó el intendente Osvaldo Cacciatore, fue la de aportar un marco para la persecución ideológica, en base a categorías como inmoralidad, apología de la inmoralidad, obscenidad y otras, que describía minuciosamente para teatros y espectáculos públicos, libros, diarios y revistas, fotografía, artes plásticas, propaganda y afiches callejeros”, señala la investigadora. n

De los judíos a los negros de mierda

“Hoy se puede ser de derecha sin ser antisemita –dice el historiador Daniel Lvovich (Santa Fe, 1964)–. Hubo un giro de las derechas conservadoras en Occidente e incluso de algunas de las radicales, como lo que expresa Jair Bolsonaro, que abandonan el antisemitismo. Y hubo un giro de buena parte del mundo judío, con el ascenso de la ultraderecha en Israel”.

Para el historiador, en Argentina “la idea de que el antisemitismo es inaceptable está consolidada, y eso se reforzó después del atentado contra la AMIA”. En cambio, agrega, “este es un momento para la difusión de todo otro tipo de prejuicios y discriminaciones, contra inmigrantes de países limítrofes o no tan limítrofes, y para la homofobia”.

—¿Hay voceros de ese nuevo racismo?

—Uno lo escucha todo el tiempo de voces respetables que están en el Estado, en la oposición, en los medios de comunicación. Si se dice públicamente, es porque hay un sustrato de creencias prejuiciosas y discriminatorias, que hace que tengan público y sea popular. La metáfora de “los negros de mierda” es para algunos sectores una lógica de cómo se organiza la sociedad. El negro no tiene por qué ser negro. En Entre Ríos un rubio puede ser un negro. Es más fácil adjudicar la culpa de nuestros males al albañil paraguayo o al quintero boliviano que a la abstracción del poder financiero. Y además vende. Que el antisemitismo no encuentre hoy los canales de circulación que tenía hace algunos años –es hasta cool ser judío– hace que haya otros mucho más pasibles de ser discriminados.