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Ciencia ficción: un género con militancia

En lucha permanente por hacerse un lugar dentro de la gran literatura –y pese al rechazo por parte de las editoriales mainstream–, la ciencia ficción goza de buena salud en la Argentina, donde se cuenta con exponentes y una tradición pequeña pero respetable; imbricada, en ocasiones, con lo que es ya un género literario en sí mismo: el fantástico rioplatense.

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En lucha permanente por hacerse un lugar dentro de la gran literatura –y pese al rechazo por parte de las editoriales mainstream–, la ciencia ficción goza de buena salud en la Argentina, donde se cuenta con exponentes y una tradición pequeña pero respetable; imbricada, en ocasiones, con lo que es ya un género literario en sí mismo: el fantástico rioplatense. | get

Es sabido que la gente de la ciencia ficción cada tanto se junta a quejarse del mundo y de los editores; es una práctica de catarsis habitual, con una dinámica paradójica: marginarse y quejarse, al mismo tiempo, de la marginación, el ninguneo de la crítica o de la academia. Construir sociedades de aplausos mutuos, “megusteos” recíprocos, y, a la vez, quejarse del amiguismo de ciertos suplementos. Manifestar amor, casi militancia –en algunos casos, fundamentalismo–,  por el género, y al mismo tiempo intentar desprenderse de las etiquetas.

Recientemente, en la librería Casassa & Lorenzo, el librero Roberto Plaza, un erudito en estas cuestiones, organizó una especie de convención en la que hubo algo de eso: contradicciones; aunque al mismo tiempo, y sorprendentemente, conciencia de esas contradicciones: autocrítica. O sea, retomando la Poética de Aristóteles –quizás esto tenga mucho de tragedia–, esta vez además de catarsis hubo anagnórisis: reconocimiento.

En un principio, la idea era reflexionar sobre algunas problemáticas de la ciencia ficción argentina actual y plantear posibles soluciones. A tal efecto se convocó a escritores contemporáneos y a dos popes históricos con quienes dialogamos: Pablo Capanna, el filósofo y ensayista que, entre otras cosas, publicó el primer estudio serio sobre ciencia ficción en el mundo hispanohablante, y Carlos Gardini, tal vez el mejor escritor argentino de ciencia ficción de las últimas décadas, a quien se vio, por cierto, muy animado: probablemente nadie sospechó que podría tratarse de su última aparición pública y entrevista, como finalmente lo terminó siendo, ya que como se sabe acaba de fallecer producto de una enfermedad terminal.

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En ambos casos se trata de autores más reconocidos en Europa y Estados Unidos que en Argentina: el ninguneo, a fin de cuentas, más allá de las paradojas, es muy real, y aunque ya nadie hable de “géneros menores” los pruritos, de un modo u otro, siguen operando: el nombre, en definitiva, no altera demasiado los prejuicios; cualquier “persona en situación de calle” lo sabe.

Incluso los lugares comunes también abundan entre los editores –que, a propósito, y por como viene la cosa, puede que en poco tiempo también sean “personas en situación de calle”–: “Hace cincuenta años desconfiaban de la ciencia ficción, y al día de hoy siguen desconfiando”, dice Capanna. “Es como un prejuicio, un desconocimiento de las posibilidades del género, una estigmatización. Conozco gente que ha escrito obras de ciencia ficción y se las han rechazado porque es de género. Lo que yo proponía hace más de cincuenta años era que se borraran esas fronteras, que no hubiera compartimentos cerrados, y hoy en día los sigue habiendo”.

En esa línea, Gardini, que recuerda que son temas –la marginación, la discriminación– que se repiten siempre en este tipo de reuniones, afirma, polémico, que con el tiempo llegó a una conclusión: “Yo creo que el rechazo de los editores a veces tiene una respuesta muy sencilla: no les da la cabeza”, dice, y se mofa de los gustos “un poco exóticos” que suelen tener. “Yo a veces veo gente que dice, ‘qué maravilla la novela ésta del profesor universitario que se enamora de la alumna’, y resulta una experiencia muy repetitiva, en la literatura y en la vida real. A mí me resulta un poco chato”, dice, o quizás quiso decir “choto”: en verdad no se le entendió muy bien.

En cualquier caso, y a tono con lo que piensa también César Aira, o con lo que argüía Borges en el prólogo a La invención de Morel, para Gardini la novela psicológica es bastante aburrida. “En todo caso, al que le interesan las motivaciones de los personajes tiene que ir a Dostoievsky. La vida cotidiana es algo que uno quiere superar”, dice, y se podría aventurar que tras la frase no subyace sólo una postura estética: necesitaba encontrar, también, un punto de fuga del cáncer. De ahí quizás su exacerbado rechazo a los géneros miméticos. “Para definir lo que es el realismo tendríamos que saber qué es la realidad, y no lo sabemos. Pregúntenle a un físico cuántico qué es la realidad. No tenemos la menor idea. No sabemos nada”. Por eso plantea que la ciencia ficción en cierto modo es más sincera: “Yo sé positivamente que no sé con qué reglas voy a jugar. Por eso cada libro empieza y hay un juego que no sé muy bien cómo se juega, y en eso se parece bastante más a la realidad que los libros de lo que se suele llamar literatura realista”.

Ahora bien, volviendo al tema de los editores, ya no existe una editorial que sea signo de calidad y que pueda imponer un canon, como hizo Minotauro hasta 2001, cuando Paco Porrúa la vendió a Planeta, y Planeta la destruyó –nobleza obliga– con suma prolijidad y precisión: lo que se dice un trabajo fino de la banalidad y la ignorancia; no era fácil, reconozcamos, cargarse tantos años de impecable labor editorial (al respecto, Gardini cuenta que, a partir de entonces, en el sello se sucedieron los “pelandrunes”, y da un ejemplo: “Al muchachito que andaba en Minotauro en el momento del Tren Patagónico no lo voy a mencionar, además no me acuerdo el nombre, pero hablé con él, pensando que sabía, y el tipo no tenía la más puta idea de nada”).

En resumen, hoy en día, y desde hace más de una década, no hay grandes sellos especializados en ciencia ficción. Algunas editoriales mainstream publican, de vez en cuando, material que bien podría encuadrarse en el género –las novelas de Vanoli y Pola Oloixarac, por ejemplo–; aunque, por supuesto, sin inscribir esa pertenencia en el paratexto: no vaya a ser cosa que el lector refinado se espante.

Después hay algunas editoriales independientes, como Interzona, que tiene y ha tenido colecciones específicas; pero últimamente también han surgido pequeñas editoriales especializadas “que apuestan a un público reducido y se pueden ir afirmando”, dice Capanna. Pero advierte: “El problema es que muchos les publican sólo a sus amigos. O tienen ediciones autofinanciadas, y entonces aceptan cualquier cosa. Y el lector está perdido: no sabe si es bueno, malo, o el sobrino del editor. Necesitaría que alguien lo orientara”, dice.

El tema del lector es, por cierto, esencial. De hecho, hablar de ciencia ficción es, en gran parte, hablar de sus lectores. Pasa como con esos equipos de fútbol –Racing, por ejemplo– sin cuyas hinchadas serían, definitivamente, otra cosa.

Uno de los motivos es el siguiente: que se trata de un género que supo anticipar no sólo los viajes en submarino, los viajes espaciales, la clonación, las telecomunicaciones, o esas policías orwellianas del pensamiento, sino también, y ya desde una perspectiva más sociológica, una determinada forma de incluir al lector, de otorgarle un rol activo. Hoy todo sujeto, se sabe, tiene que ser un sujeto activo: aquel al que se dirige el arte contemporáneo, la pedagogía o la comunicación social, avalados ahora por el paradigma de las neurociencias. Se trata de que participe de un modo u otro, es casi obligado a eso, y la ciencia ficción lo propició desde el principio.

En otras palabras: mientras la “literatura en general”, por llamarla de algún modo, o más exactamente la teoría, se ocupó de ese “lector modelo” del que habló Eco, entre otros, o de ese “lector macho” del que, para horror de la feministas, hablaba Cortázar, la ciencia ficción siempre tuvo el foco en el lector de carne y hueso, el lector empírico: ese que va y paga sus libros. Por eso en las publicaciones, a diferencia de lo que suele suceder en el policial o el terror –dice Roberto Plaza– siempre hubo un género clave: el correo de lectores. “La pregunta científica de más allá la contestaban científicos de primera línea”, recuerda.

Ahora bien, el problema es que esa relación con los lectores parece ser al mismo tiempo una virtud y un defecto de la ciencia ficción: “A mí me dijo Eduardo Goligorsky en 1966 que el que habla bien de los lectores de ciencia ficción es porque no los conoce”, dice Capanna.

Entre los vicios hay uno que, si bien se repite en otras latitudes, en Argentina suele estar exacerbado: la tendencia –por parte también de escritores, editores– a construir ghettos y practicar una suerte de “trotskismo literario”, es decir: constituir “grupos cuya principal actividad es fraccionarse en grupos más pequeños”, dice Laura Ponce, escritora y editora de la revista Próxima, y a eso se podrían agregar las rencillas, los enredos, las enemistades, elogios mutuos y premios para los amigos.

Al respecto, el escritor Juan Manuel Valitutti señala otra paradoja: “La ciencia ficción tiene la capacidad de absorber otros géneros como ninguno: uno puede hacer un policial desde la ciencia ficción, pero no puede ir en un proceso inverso, es decir, la ciencia ficción no tiene límites, pero parece que los límites los ponemos nosotros, alimentando el ghetto”, dice.

Por su parte, Carlos Gardini dice que nunca tuvo nada que ver con el ghetto –“El escritor tiene que ser un tipo solitario”, dirá–, y cuenta una anécdota con esa asociación que durante los 80 nucleó a buena parte de los escritores, lectores, editores e ilustradores de entonces: el Círculo Argentino de Ciencia-ficción y Fantasía, el CACyF. “En un momento yo competía por el premio Más Allá con Angélica Gorodischer, y lo ganó Angélica. Chapeau. Me parece perfecto. Por supuesto, con su vanidad, todo lo quiere ganar uno. Pero vos decís, competí con Angélica... Listo, ya está. Pero después compito con un tipo que es un analfabeto, que publica un cuento con faltas de ortografía, y él lo gana, ¿por qué? Muy sencillo: porque hacía toda la interna...”.

Desde luego, ese vicio endogámico no surge de una perversión natural de quienes integran el fandom, fenómeno que, por cierto, permitió que se intercambiara información “que no se conseguía en cualquier lado”, dice Laura Ponce, y agrega algo que podría haberlo dicho un “booktuber”: “Entonces era muy valioso que una persona que vos sabés que comparte tus gustos te dijera ‘leí ese material’”. Esta coincidencia no es en modo alguno extraña, porque las condiciones de posibilidad del fandom, con sus vicios, son muy parecidas a las que últimamente posibilitaron la emergencia de esa tribu urbana de lectores. Digamos que el rechazo de la crítica, el desdén de la academia, más cierta forma –casi inherente al género, podría decirse– de promover comunidades de lectores, dio como resultado la creación de canales propios de difusión, distribución, el establecimiento de ciertos parámetros de lectura, y también el surgimiento de cofradías donde la exclusión pasa a ser casi un regodeo: un “goce en el síntoma”, diría algún psicoanalista.

Sin embargo, más allá de las rencillas y las exclusiones, hay que decir que la ciencia ficción argentina, con ese toque distintivo que le da su tendencia a hibridarse con el “fantástico rioplatense”, tiene una tradición para nada desdeñable –hoy nadie parece tomar muy en serio esa célebre opinión de Elvio Gandolfo–, y ocupa un lugar más que destacado dentro de la ciencia ficción que se ha producido en el mundo hispanohablante, donde Argentina siempre ha estado a la vanguardia: entre otras cosas, aquí se publicó la primera revista de ciencia ficción –La novela fantástica, en 1937–; el primer ensayo serio –El sentido de la ciencia ficción, de Capanna– y la primera revista electrónica, Axxón, de donde por cierto salió buena parte de la última camada de escritores que están publicando hoy. Publicando y peleándose, claro.