CULTURA
entrevista a giorgio agamben

Como Dios entre la hierba

Compuesto como una miniatura ilustrada, “Autorretrato en el estudio” (Adriana Hidalgo), de Agamben, permite palpar al intelectual en su intimidad, en su espacio personal. En exclusiva, una entrevista con uno de los pensadores más grandes de nuestro tiempo, en su dimensión más humana.

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Compuesto como una miniatura ilustrada, “Autorretrato en el estudio” (Adriana Hidalgo), de Agamben, permite palpar al intelectual en su intimidad, en su espacio personal. | GET

Expresión de lo mejor de una época que ha perdido el horizonte –el presente es esta tierra devastada entre heridas que se alternan–, la presencia fulgurante del italiano Giorgio Agamben (1942) en el pensamiento y la crítica de nuestro tiempo es protagónica desde hace décadas. Y si lo es no es solo por la oscilación que recorre su obra, colindante con la filosofía y la historia, el derecho y la política, la literatura y la estética. Su obra es una pasión articulada dispersa en libros que son proyectos, que son ensayos devenidos potencias irresueltas en permanente inestabilidad, pero  siempre articulados en una búsqueda sólida y ecuménica. Contundente y quirúrgica. Su obra es una de las vitalidades más conspicuas y certeras con las que contamos para combatir el desencanto, que aunque permanente en tanto especie se revela peregrino: sabemos hace tiempo que no nos ha sido dada la esperanza sino por los desesperados.

Traductor al italiano de las obras de Walter Benjamin y alumno de Martin Heidegger en Le Thor, el grueso de su obra podría dividirse en una primera etapa más bien estética –Estancias, Infancia e historia, El lenguaje y la muerte– y la más conocida, la política, compuesta por los cuatro tomos de Homo sacer, entre otras obras que operan como dispositivos sobre las matrices del poder en Occidente influenciado directamente por la arqueología de Michel Foucault.

Cultor de una pasión etimológica que le ha servido para explorar conceptos como tiempo e historia, violencia y justicia o el poder y la vida, Agamben es sobre todo un delicado estilista para quien la pregunta por la filosofía es por fuerza una pregunta poética, por eso ha sostenido que su quehacer más que una disciplina es una intensidad: a la manera de los poetas provenzales, Agamben de continuo aprire per prosa, es decir, da cuenta de sus creaciones con argumentos que son ideas pero sobre todo ejercicios con la forma. Aliento que oscila entre la llama y el relato.

Por ello resulta un privilegio entrevistarlo en ocasión de las hermosas páginas reunidas bajo el título Autorretrato en el estudio, donde la figura del pensador cosmopolita da paso al hombre que enseña y comparte su espacio de trabajo; se trata de un desplazamiento por los lugares de la memoria y los objetos materiales que la conforman. En este libro intenso –que demuestra en su intimidad que sí es posible la construcción y la comunicación de la experiencia– se dan cita ausentes de primera línea pero también los índices, las prácticas y los mecanismos líricos de una vida dedicada a la efusión creadora. Los espacios donde se ha escrito y se ha pensado, es decir, donde de veras se ha vivido. Colindante por sus alcances con un libro anterior como Idea de la prosa, es probable que este Autorretrato sea uno de los libros más hermosos jamás escritos por un filósofo.  

Comunicados en la savia y la sangre de lenguas hermanas, este ejercicio generoso de intimidad con público revela a un prosista en la plenitud de sus facultades en su dimensión más humana, más delicada y acaso más palpable.

—Como una presencia discreta, paralela a la obra filosófica, ha publicado ensayos que son en sí mismos ejercicios con el formato en que se expresan, literatura compleja, como en el caso de “Idea de la prosa”. ¿Dónde inscribe dentro de su obra este “Autorretrato en el estudio”?

—Si tuviera que describir en una palabra lo que he intentado hacer en este libro usaría un término que proviene de la retórica antigua, que designaba el momento en el cual el orador, al final de su discurso, resumía y registraba para su memoria aquello que había dicho: recapitulación. Pablo en una carta utiliza este término para expresar la condición del tiempo mesiánico: en el momento de la salvación, todas las cosas se recapitulan en el Mesías. No se trata simplemente de recoger los recuerdos almacenados en los archivos memoria. La recapitulación es más bien la forma en que el pasado sale de la memoria y se resume en una figura o en un gesto, junto con algo inmemorial y memorable. Es lo que se dice que les sucede a aquellos que están a punto de morir, que en un instante ven desfilar ante sus ojos toda su existencia en una vertiginosa abreviatura. Por esta razón las imágenes son esenciales para el libro: no se trata de un libro ilustrado, aquí son las mismas figuras quienes hablan, las figuras en las que de repente se guardan los eventos pasados y, al mismo tiempo, se separan para siempre de nosotros.

—Al leer las páginas de esta miniature se evidencia que uno de los lugares donde acontece la vida práctica en relación con la práctica poética, para quien escribe, es su estudio: un análisis de un “locus amoenus” pero también y sobre todo de una vocación dedicada.  ¿Es el ensayo en tanto literatura la forma que mejor se adapta al estudio del estudio o más bien el fragmento y la evocación se vuelven la forma más adecuada para ensayar el ensayo?

—Me alegra que use la imagen del locus amoenus. El locus amoenus era para la Edad Media una metáfora del paraíso terrenal y el “estudio del estudio” sería algo así como el intento de redescubrir el paraíso, que es el lugar de la inocencia original de la humanidad. Cuando leemos en la Biblia que Adán fue colocado en el Edén (que, no debemos olvidar, significa “placer”) para cultivarlo y preservarlo, tal vez esa fuera la idea del estudio que Dios tenía en mente. ¿De qué se trata, de hecho, el estudio si no cultivas y mantienes ese mismo gesto inaugural? No se trata tanto de encontrar el paraíso perdido, sino de notar que nunca nos hemos alejado de él.

 —“Hay en la vida acontecimientos y encuentros hasta tal punto decisivos que marcan el camino y, por así decirlo, no dejan de suceder”, dice con respecto a su relación con Heidegger. ¿Desde dónde le hablan las fotos que tiene de él en su mesa? ¿Cumple su recuerdo con la condición del fantasma?

—No es un fantasma, sino algo diferente, una figura. No se trata del deseo de poseer todavía lo que se ha perdido, como sucede con el espectro, sino la posibilidad de desprenderse serenamente de él. Solo de esta manera podemos continuar viviendo.

—Este estudio autobiográfico es también y sobre todo un retrato de los otros: Natalia Guinzburg, Juan Rodolfo Wilcock, Elsa Morante, José Bergamín, René Char, Hanna Arendt, Ingebor Bachman, Italo Calvino… Por lo que el libro parece una pequeña “wünderkammer” pero es al mismo tiempo un panteón personal.  ¿Podría escribir la primera palabra que le viene a la cabeza asociada a cada uno de estos nombres?

—Muchos nombres faltan en su lista. Y no era mi intención resumirlos en una palabra. Por el contrario, quisiera que las palabras se silenciaran delante de su nombre, que al final solo cuenten con su propio nombre y figura.

—Vivió tanto en un estudio que antes había habitado Giorgio Manganelli, un escritor, como luego en uno que había pertenecido a un pintor-escritor, Ramón Gaya: estudios de artista. ¿El lugar del filósofo que escribe es también el lugar del artista?

—Poesía y filosofía no son para mí separables, y un filósofo que no plantea un problema poético no es un filósofo en absoluto. De hecho, mientras escribía, creo que me he convertido en un filósofo para confrontarme con un problema poético que de otra manera no habría podido resolver.

—Resulta imposible no pensar un libro como “Autorretrato en el estudio” en la tradición del libro de Xavier de Maistre, pero más aún en la novela de Balzac “La obra maestra desconocida”. ¿Cuál es el lugar de los borradores en su trabajo? ¿Concibe las libretas de apuntes como el verdadero “desobramiento” del escritor?

—Sí, en esta figura algo actúa como desobramiento, es decir, como una inoperatividad. Se trata de eliminar los eventos singulares del pasado como están almacenados en la memoria para que se transfiguren como gesto.

—En el presente la intimidad ajena, además de un espectáculo, es una mercancía en alquiler. En todas las ciudades del mundo conocer los espacios íntimos de los extraños es una posibilidad real para quien busca una vivienda en renta por plataformas como Airbnb, despojando incluso el sentido de la aparición de los fantasmas (ahora no son irrisorios los documentos con que contamos sobre la vida íntima de los otros, como pensaba Guy Debord). Esta visión de algunas prácticas de la teología del capitalismo en el presente redefine los espacios que habitamos y plantea nuevos interrogantes para la antropología de la vida doméstica. ¿Qué piensa al respecto?

—Hemos perdido toda posibilidad de distinguir entre lo privado y lo público, y precisamente esta indecidibilidad define la política en la que vivimos. No se trata tanto de superar la distinción, sino de un proceso de privatización continua del espacio público y de una divulgación igualmente incesante del sector privado. El término “publicidad” es significativo en esta perspectiva. El problema, creo, no es restaurar la distinción, sino alcanzar una dimensión más allá de la espectacularización de lo privado y la personalización del público, en la que lo privado y lo público realmente coinciden, es decir, terminan por unirse.

—Si una autobiografía por escrito debería ocuparse sobre todo de los hechos no acontecidos, ¿por qué no escribir la ficción de la propia vida en clave de novela?

—Ante una pregunta como esta, Furio Iesi respondió que, en verdad, nunca había dejado de escribir una novela. Con la condición, sin embargo, de restituir la novela a su original afinidad con el misterio. En los misterios de la antigüedad, como los celebrados en Eleusis, se proyectó un evento divino sobre las aventuras, los errores y las esperanzas de una vida humana, de modo que finalmente encontró su significado. El entrelazado de situaciones y eventos, relaciones y circunstancias que la novela teje alrededor del personaje es, al mismo tiempo, lo que constituye su vida como un misterio, que no se trata de explicar, sino de contemplar como en una iniciación. De esta manera intenté, quizás sin éxito, escribir este libro.

 —Al hablar del compositor Stefano Scodanibbio habla de su inmenso amor por México y de la vez que descubrió aquel país en 1995. ¿Qué recuerda con mayor claridad de aquel descubrimiento y de aquella patria?

—Para Stefano, México fue la verdadera música de la vida. Para mí se trataba sobre todo de la posibilidad de otra vida, que estaba desapareciendo en Europa. En Europa, el desarrollo tecnológico y burocrático está llegando al punto en que la vitalidad misma se ve comprometida. La especie humana perecerá por los mismos personajes que han permitido el triunfo sobre las otras especies.

—Hay en todo el libro un cierto tono elegíaco; una suerte de espacio cumplido. ¿A dónde llega, si es que llega a algún lugar, un ensayista como usted?

—Insisto, una vez más, en cumplimiento y figura, pero no en elegía. Un escritor que amo en demasía, Ennio Flainano, dijo alguna vez que solo hizo planes para el pasado. Algo así es lo que yo he querido hacer, si uno de verdad entiende lo que puede significar hacer planes para el pasado, es decir, algo que por lo general se considera irreversible.

—Invocación, evocación, incitación, la biografía de un hombre es también el mapa de las ciudades que ha habitado, esos espacios donde lo contuvieron que son el hilo de Ariadna hacia ese desconocido que somos y que fuimos. Si tuviera que entrar por última vez a un estudio, cruzar la puerta de la que no se volverá nunca, ¿a qué estudio sería?

—Tal vez no sería un estudio, sino un jardín. De acuerdo con la sabiduría última del Cándido, il faut cultiver notre jardin!

—Todas las páginas de este hermoso autorretrato –donde su Dios habita de veras en la hierba– son una evocación de singularidades, de ideas, personajes y circunstancias que pueden encontrarse en un museo, en la cárcel o en un manicomio. ¿Dónde se siente de veras cómodo, es decir, más conforme consigo mismo?

—Ciertamente, debido a mis debilidades e incapacidades, todavía no me han encerrado en una prisión, en un manicomio o en un museo, por lo tanto seguiré viviendo como la hierba, creciendo donde pueda, en cualquier lugar donde un rayo de sol y un poco de agua hagan que mi vida sea posible.

 

Un día de excursión

 

¿Qué significó para mí el encuentro con Heidegger en Provenza? Sin duda no consigo separarlo del lugar en el cual sucedió; su rostro a la vez apacible y severo, esos ojos tan encendidos e intransigentes no los he visto en nadie más, salvo en sueños. Hay en la vida acontecimientos y encuentros hasta tal punto decisivos que es imposible que entren del todo en la realidad. Suceden, cierto, y marcan el camino, pero nunca terminan, por así decirlo, de suceder. Encuentros, en este sentido, continuos, como los teólogos decían que Dios jamás deja de crear el mundo, que hay una creación continua del mundo. No dejan de acompañarnos hasta el final. Forman parte de lo que permanece inacabado en una vida, que va más allá de ella. Y lo que va más allá de la vida es lo que de ella queda.

Recuerdo, en la iglesia semiderruida de Thouzon, que visitamos en una de nuestras excursiones en Vaucluse, la paloma cátara esculpida dentro del arquitrabe de una ventana, de modo que nadie pudiese verla sin mirar en dirección opuesta a la habitual.

¿Qué ha sido de aquel pequeño grupo de personas que, en la fotografía de septiembre de 1966, caminan juntas hacia Thouzon? Cada una a su manera había intentado más o menos conscientemente hacer algo de su vida –esos dos a la derecha, de espaldas, son René Char y Heidegger, detrás, Dominique y yo–, ¿qué ha sido de ellas, qué hay de nosotros? Dos fallecieron hace tiempo, las otras dos tienen, como suele decirse, una avanzada edad (¿avanzada hacia dónde?). Aquí no importa la obra sino la vida. Porque en ese atardecer soleado (las sombras son largas) estaban vivas y así lo sentían, cada una concentrada en sus pensamientos, es decir, en la porción de bien que había vislumbrado. ¿Qué ha sido de ese bien, en el cual el pensamiento y la vida todavía no estaban desunidos, en el cual la sensación del sol sobre la piel y la sombra de las palabras en la mente se mezclaban con tanta felicidad?

Smara en sánscrito significa tanto amor como memoria. Se ama a alguien porque se lo recuerda y, viceversa, se recuerda porque se ama. Amando se recuerda y recordando se ama y, al final, amamos el recuerdo –es decir, el amor mismo– y recordamos el amor, es decir, el recuerdo mismo. Por esto amar significa no llegar a olvidar, a sacarse de la mente un rostro, un gesto, una luz. Pero también significa que, en realidad, ya no podemos tener un recuerdo de ellos, que el amor está más allá del recuerdo, inmemorable, incesantemente presente.

*Fragmento de  Autorretrato en el estudio (Adriana Hidalgo, 2018).