CULTURA
leer o no leer

¿Cómo se construye un lector?

¿Sirven para algo las campañas de lectura? ¿Repetirles a quienes mantienen con los libros una relación distante que leer es un placer, que leer construye como ciudadano y que, sea como sea, hay que leer? Alberto Manguel, Tomás Abraham, Guillermo Jaim Etcheverry, Hugo Salas y Michèle Petit dan su parecer.

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En un artículo publicado hace más de diez años en el periódico The Guardian, Michael Cunningham, autor del libro Las horas, contaba que la primera vez que se acercó a un libro no fue por haberse sentido persuadido de que la lectura es una actividad saludable, o de que leer lo iba a formar como un ciudadano crítico, o de que es una actividad indispensable para “ser alguien” en la vida: digamos, en resumen, que no fue por ninguno de esos clisés con los que se atormenta a diario a los niños. El motivo, por supuesto, era menos abstracto: quería impresionar a una chica, levantársela. Eso era todo. Los altos niveles de libido, se sabe, suelen ser más persuasivos que los eslóganes, y así llegó a Mrs. Dalloway: un libro cuyo significado se le escapaba, pero no la lengua: “Virginia Woolf hacía con la lengua lo que Jimi Hendrix con la guitarra”, descubre.
En verdad, cómo es que alguien llega a ser lector –siempre hablando de los que no tuvieron el privilegio de provenir de una familia de lectores– todavía sigue siendo un misterio. Acaso una de las cosas que se podrían aventurar con cierta seguridad es que las razones suelen ser más concretas o vitales de las que suponen las ONG: puede ser por cortejar a alguien, como en Cunningham; o porque se es gordo, como cuenta Juan Guinot; o para desmarcarse de un grupo de adolescentes hostiles o salvajes. A veces se buscan grandes motivos, o se rememora una experiencia de lectura precoz: tal libro “me partió la cabeza”, se dice; pero luego resulta que, en realidad, uno se hace lector por un problema en el pito, o en el páncreas, o quizás acontece que el encuentro con el libro no es más que uno de los tantos efectos del asma, como en Proust; o de la tartamudez, como en el caso de Tomás Abraham, que cuenta también que, en el fondo, leía para que no lo invadieran y para que lo respetaran: “Por lo general, la gente no te grita cuando estás leyendo”, dice.
 Pero los ministerios, cuyos funcionarios –o la gente que contratan– poco saben de estas cuestiones, suelen diseñar “campañas de lectura” con eslóganes altisonantes y ausencia de contenido: discursos vacíos que luego son replicados por padres y docentes. (Intentamos por todos los medios que el ministro de Educación de la Nación, Esteban Bullrich, diera su impresión sobre este asunto, pero no quiso atendernos.) “Leer es genial”, repiten como un mantra, y eso, dice Abraham, “es como decir: ‘Yes, you can’: una frase de Macri que los de Cambiemos repiten como ‘sí, podemos’, y que les hace decir a algunos que viene de Nietzsche y a otros de Nike”. O sea: nada tiene mucho sentido.
La retórica es tan berreta que los artificios quedan visibles incluso para el pequeño homo videns al que la PS4 va dejando sin pulgar, o puro pulgar: una sinécdoque. Evidentemente, cuando no se sabe, no se sabe, y puede ocurrir, como ocurrió, que se va a las canchas a regalar libros de Fontanarrosa que luego las hinchadas transforman en el papel picado que lueve sobre el equipo.
Para Michèle Petit, con quien dialogamos, es evidente que nadie se vuelve lector a partir de “esas operaciones de comunicación en las que se difunden carteles del tipo ‘Leer es un placer’, ‘Hay que leer’, o ‘La lectura te construye como ciudadano’”. La antropóloga francesa, que hace poco publicó Leer el mundo, un libro que trata justamente sobre esto, sostiene que, al contrario, esas campañas pueden tener un efecto contraproductivo. “Una persona que nunca ha experimentado ningún gusto en sus encuentros con lo escrito se sentirá aun más excluida e incómoda si se le dice a cada rato que ‘leer es un placer’”, asegura, y agrega que “al repetir que la lectura construye a uno como ciudadano, se le significa al que no lee que no merece tomar parte en la vida pública, etcétera”.
En esa misma dirección se expresa también Alberto Manguel, el nuevo director de la Biblioteca Nacional: “Todas las campañas de lectura que conozco en el mundo entero –y conozco muchas– han fracasado, porque es una sociedad donde los valores que son visibles por el consumo son los valores de lo superficial, lo rápido y lo fácil; y la lectura es profunda, difícil y lenta”, dice. “Entonces, a una persona le estás diciendo todo el tiempo: ‘No te ocupes de las cosas difíciles’, y al mismo tiempo lo alentás con la lectura… Y la gente joven no es estúpida: reconoce esas contradicciones”.
Pero algunas cosas todavía se pueden hacer. La escritora María Teresa Andruetto se muestra un poco más optimista. Si bien no encuentra ninguna utilidad en esas “aspaventosas movidas puntuales, maratones o campañas de un día que la prensa, o una editorial, o las redes avivan”, considera que “si se trata de un proyecto (tanto mejor si es estatal –Estado nacional, provincial o municipal– o institucional, de una escuela al interior de sí misma o una fundación), a mí me parece que puede dar notables resultados (de hecho, los he visto en abundancia) de acceso a la lectura de parte de sectores donde ésta no estaba incorporada”. Pero claro que tienen que ser “proyectos sostenidos en el tiempo, a lo largo, en lo posible, de años”, dice. “Los resultados alcanzados de ese modo son, en general, muy alentadores si el material esta bien elegido, si las personas que los llevan adelante están capacitadas y son, sobre todo, apasionadas lectoras ellas mismas, y si los espacios y los tiempos de encuentro pueden cuidarse y sostenerse a lo largo del tiempo.”
 He ahí una palabra clave, “tiempo”: las soluciones mágicas no existen. “Para que los jóvenes lean”, bromea Abraham, “es necesario hacer una campaña como las que se hacen para dejar de fumar o para recoger la caca del perro. Yo las haría todas juntas: el que lee recoge la caca del perro y no fuma”, porque en el fondo “todo es una sola cosa”, dice.

Lectura y escuela. Sobre la lectura, los profesores lo conocemos todo: leímos libros de Barthes, analizamos a Jauss y a los teóricos de la recepción, repasamos mil veces el evangelio de Vigotsky, y nos dejamos adoctrinar por todos esos pedagogos y “doctores en educación” –¡qué generoso es el mundo!– que nunca en su vida pisaron un aula: digamos, aprovechando las palabras de Tomás, que nos fumamos a Emilia Ferreiro y recogimos la caca de las teorías cognitivistas, psicolingüísticas y socioculturales.
Claro que nos estaría faltando un detalle: aprender algún conjuro para que el prepúber o el adolescente se acerque a un libro, y en muchos casos, hay que decirlo, faltaría también tener el hábito de la lectura: una actividad cada vez más infrecuente entre los homo videns, y particularmente entre los docentes.
Hace algunos años, en 2011, el Ministerio de Educación hizo una encuesta nacional de hábitos de lectura, luego de la cual el ministro –Sileoni– anunció alegremente que nueve de cada diez argentinos leen con alguna frecuencia. Por supuesto, detrás del dato había un truco: la encuesta contemplaba, entre otras cosas, las lecturas del Facebook, del WhatsApp o de los correos electrónicos: todos géneros incipientes que se caracterizan por los altos niveles de contaminación oral de la escritura, de modo que lo que se termina leyendo, en definitiva, es el habla, es decir: la oralidad transcripta sin demasiado cuidado, como pasaba también en la prehistoria de la escritura.
Pero es cierto: la gente lee, y no sólo las intrascendencias de las redes sociales. Buenos Aires, se sabe, es una ciudad llena de librerías. El problema –siempre hay un truco– es que las ventas son de libros de Coelho, o de autoayuda, o de ese pseudoperiodismo de investigación que podría pensarse, por cierto, como un subgénero de la autoayuda.
Por eso, algunos autores –Andruetto, en su reciente libro La lectura, otra revolución, por ejemplo– sostienen que hoy en día ya no se trata de “construir” lectores, sino de “mejorar la calidad de esos lectores”. Pero, ¿cómo se logra eso en una sociedad que celebra constantemente el placer inmediato, y en un país con tanto “ruido” adentro del aula? La evaluación PISA tiene muchos presupuestos cuestionables, pero la última arrojó un dato revelador, que coincide con la percepción de los docentes, y en general de cualquier persona que últimamente haya pisado una institución escolar: Argentina es el país con más “ruido áulico”, es decir, el país con menor clima de aprendizaje en el mundo. La escuela, que debería ser un espacio de trinchera no sólo para docentes, sino también, como plantea Saccomanno, para escritores, hoy en día no es más que un depósito de púberes del que el profesor hace cualquier cosa por escapar. Como dice Jaim Etcheverry, “Los colegios ya no son vistos como un ámbito de trabajo, sino como un lugar al que los jóvenes van a ser entretenidos”, es decir: la educación entró en la lógica del espectáculo, y por supuesto los pedagogos, como los peronistas, siempre se adaptan a la coyuntura: abrevan, ahora, en el pathos publicitario, en las estrategias de marketing que se extrapolan sin medir implicancia alguna, o parasitan en las neurociencias, como antes parasitaron en la psicología constructivista de Piaget. El resultado, por supuesto, es siempre el mismo, y está en el libro de Hesíodo: es el Caos.
El problema es que todavía el espacio en el que hay alguna probabilidad de que alguien se interese por un libro –alguien que, desde luego, no proviene de una familia de lectores, o que no ha tenido la suerte o la desgracia de llegar por sí mismo al libro a partir de la obesidad, un trastorno en el páncreas o la tartamudez– sigue siendo la escuela. Pese a todo. Las “campañas de lectura”, insistamos, no son más que una pose política: una estrategia de marketing pensada para persuadir a los únicos lectores que le interesan a la clase política: los e-lectores.
 Así lo entiende también Michèle Petit: lo único que se puede hacer es “movilizar mucha energía y recursos para sostener a las personas que inventan día tras día para que la apropiación de la cultura escrita se vuelva deseable, incluso en ambientes inicialmente alejados de dicha cultura”, dice, y agrega que “en la Argentina, existen muchos hombres y mujeres que practican un verdadero arte de la mediación, respetando a la gente a la que se dirigen: docentes que experimentan caminos diferentes en contextos difíciles, bibliotecarios, escritores, cuentacuentos, psicólogos… A estas personas es a quienes hay que apoyar para que se multipliquen las oportunidades, para que se difunda su arte”.
Sin embargo, en nuestro país esta suerte de “jerarquización del intermediario” que propone Petit, y también Andruetto, nunca estuvo más lejos que ahora: los centros de formación docente, los profesorados, actualmente no son más que una extensión de la secundaria: para recibir el título sólo basta tener un poco de paciencia, saber esperar. En los últimos años, si hay algo que no se ha hecho –y que la nueva gestión está muy lejos de impulsar– es prestigiar al docente y al bibliotecario, o al cuentacuentos: todos pobres diablos que ya ni siquiera pueden asar un pedazo de carne o encender el aire acondicionado, o que reciclan los saquitos de té mientras las campañas de lectura –cambiemos, por un momento, el ángulo– funcionan a la perfección: entre los libros más vendidos de esta semana aparecen El arte de no amargarse la vida y Los superpoderes del éxito, del mago More, libros que acaso deberían venir –no sé cómo a nadie se le ocurrió– con globos amarillos de regalo. Después de todo, como dice Tomás Abraham, filósofo patafísico, en el fondo “todo es una sola cosa”.