CULTURA
opinión

Cosmopolitismo crítico

Tal vez sea tiempo de volver a preguntarnos por el alcance de un pensamiento cosmopolita.

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Jules Supervielle. | cedoc

Tal vez sea tiempo de volver a preguntarnos por el alcance de un pensamiento cosmopolita. El cosmopolitismo clásico –que en la Argentina va de la Generación del 80 al golpe del 30– adquirió varias facetas y formas, pero en general estuvo asociado a una cuestión de clase. Las clases dominantes se permitían ser cosmopolitas, ser ciudadanos del mundo, tener su casa en todas partes. Por tomar un caso, pocas novelas describen mejor ese modo cosmopolita de clase –y la megalomanía de la clase alta rioplatense– que El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, publicada en 1923.

En sus versiones menos irónicas, ese mismo cosmopolitismo no es ajeno a la vanguardia en torno a Martín Fierro y luego a Sur. Es un cosmopolitismo mucho más productivo, lleno de matices, pero que, ya llegado el peronismo y luego en los 60, con el auge de las clases medias con aspiraciones de ascenso social, se volvió viejo, kitsch, o en todo caso tan irrelevante como la necesidad de Borges de morir en Ginebra. Marcado por una clase alta que paulatinamente fue cambiando París por Miami como escenario de sus deseos y fantasías, el cosmopolitismo como utopía de una clase ilustrada fue dejando lugar a una nueva clase dominante –con los mismos apellidos– marcada por una falta total de proyecto cultural, como queda claro en el gobierno de Macri, que sólo reproduce el discurso vetusto del neoliberalismo para América Latina.

Luego llegó la globalización. Es decir, de algún modo, el fin del cosmopolitismo. La experiencia de lo mismo en todas partes. La homogeneización del mundo. Ya no la necesidad del viaje moderno para estar à la page, sino el aplanamiento de la diversidad, la homogeneidad de los flujos financieros y del consumo de lo idéntico a escala planetaria.  Allí donde hay pensamiento único no hay cosmopolitismo.

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A la vez, la globalización trajo como respuesta –o como consecuencia– otro fenómeno igualmente evidente: la reacción nacionalista. Trump y, en sincronía, las extremas derechas nacionalistas. Globalización y vuelta a los localismos nacionales (y sus rápidas derivas hacia la xenofobia, el racismo, el fascismo solapado) deben ser pensados como fenómenos concomitantes, en un mismo horizonte de comprensión. Allí donde hay nacionalismo no hay cosmopolitismo. Allí donde hay globalización, tampoco.

Es tiempo entonces de pensar en otro tipo de cosmopolitismo, en un cosmopolitismo otro. Ya no en un cosmopolitismo de clase, carente hoy de interés. Como tentativa, como horizonte de discusión siempre provisorio, estamos en condiciones de rescatar ese concepto –cosmopolitismo– para pensarlo de otro modo, darle otro contenido: un contenido crítico. El cosmopolitismo como un modo de cuestionar la globalización. Y como un modo de cuestionar el nacionalismo. Un cosmopolitismo de lo abierto, de la diferencia, de lo heterogéneo, incluso de la inadecuación: el cosmopolita ya no sería ese “ciudadano del mundo”, que tiene su casa en todas partes, que se siente pleno en todas partes, que habita el mundo, sino el que conociendo bien el mundo no se adecua a él, el que vive en el malestar frente al estado de las cosas. Un cosmopolitismo de la alteridad. Pensado de ese modo, antes que una sensibilidad de clase, ese cosmopolitismo sería una posición política y estética crítica. Un cosmopolitismo de la heterodoxia.