CULTURA
lo nuevo de mario vargas llosa

El delito literario de envejecer

Mario Vargas Llosa ha vuelto a hacer de las suyas. Con la idea de retratoar los años de Fujimori, el peruano escribió “Cinco esquinas”, título que, subraya su autor, busca tanto rendir un homenaje a la libertad de prensa como establecer una crítica a los medios sensacionalistas.

Algo ha pasado. Se le ha mojado la pólvora y sus lectores más devotos sufren leyendo sus últimas ficciones.
| Cedoc

Hace unas semanas, el poeta Lawrence Ferlinghetti, de 96 años –último sobreviviente de los beatniks–, declaró en una entrevista: “Los escritores no se retiran hasta que ya no pueden sostener el bolígrafo”. Hermosa afirmación que alimenta una de las últimas visiones románticas que perviven en el presente, y es la del escritor que escribe hasta el final de sus días: ministerio que sólo se clausura con la muerte, pero… ¿es necesario?
La publicación de la última novela de Mario Vargas Llosa mueve a preguntarse por ese dictum complicado, toda vez que a un autor de su prestigio poco puede aportarle a su abultada bibliografía una novela frívola –que sería lo de menos– tan descaradamente mediocre. Cinco esquinas es el testimonio fehaciente de que la teta mágica de la que mana el lenguaje artístico –y que hace de la mayoría de los escritores unos cretinos profesionales– se agota, dejando en el camino incluso a aquellos exponentes que supieron ser maestros rutilantes del oficio.

La novela, intrascendente hasta como bocadillo de aeropuerto, relata la historia de un empresario limeño que se ve envuelto en un escándalo mediático por merced de un oscuro periodista y extorsionador –descrito con la pericia de un aventajado tallerista literario: “Tenía una vocecita chillona, unos ojos pequeñitos y movedizos, un cuerpecillo raquítico y Enrique advirtió, incluso, que apestaba a sobacos o a pies” –que pretende chantajearlo a través de unas fotografías que testimonian su participación en una orgía con prostitutas; por lo tanto la novela se despacha con algunas críticas con respecto al oficio periodístico, que visto desde la mirada del autor queda representado como un estercolero donde rufianes, canallas y toda suerte de oportunistas suelen hacer su agosto medrando con la verdad.
Un tema tan manido –explorado también con pobre fortuna por Umberto Eco en su última novela, Número cero– exigiría un tratamiento hechizante o al menos entretenido, habida cuenta de que la realidad sorprende a diario con todo tipo de vilezas inenarrables y ya sabemos cómo se la gasta el periodismo y el poder político en todo el globo cuando se trata de crucificar chivos expiatorios. Por desgracia, la seducción del Nobel falla. La novela es esquemática y previsible, anodina y hasta desalmada. Incluso el telón de fondo con el que pretende dotársela de cierta relevancia política, puesto que la novela está ubicada en los últimos meses de primer mandato de Fujimori, cuando el país se encontraba a merced de Sendero Luminoso, campeaba la corrupción y la inseguridad y la mayor parte del Perú se encontraba bajo la bota del infame Vladimiro Montesinos, funciona apenas como el decorado de una novela que no llega a ser política, policíaca ni pornográfica. Afortunado en el amor, el maestro Vargas Llosa ha dado otro horroroso paso en falso en lo que supo ser su juego maestro.

Por ello, y viéndolo con distancia crítica, es sano preguntar: ¿debe un autor seguir escribiendo cuando ha dado recurrentes muestras de fatiga? Habría que detenerse caso por caso. Philip Roth se jubiló hace un par de años dejando una obra extraordinaria; incluso sus últimas obras son lúcidas miradas a fragmentos poco explorados de la masculinidad senecta. Y lo hizo con oficio. Por su parte, los últimos libros de Rubem Fonseca, si bien se encuentran lejos de sus mejores épocas, demuestran que el compromiso y el talento de narrar la violencia fecundada en sociedades asimétricas no se diluye ni se acaba, por el contrario, se transforma y encuentra nuevos rostros para seguir expresándose, cambios de época que en una novela como El seminarista quedan representados con intachable maestría.
Para desgracia de Vargas Llosa sus últimas novelas, al menos desde la debacle literaria que comenzó con La fiesta del chivo, demuestran que más allá de lo monetario –Alfaguara salió al mercado con 200 mil ejemplares de la novela– la suya es una fuente creativa que se ha secado, tanto por su endeble construcción de atmósferas como por el inocuo manejo del lenguaje. A Vargas Llosa se le ha mojado la pólvora y sus lectores más devotos sufrimos al leer las últimas ficciones mal nacidas de un autor de monumentos vivos de la lengua como La ciudad y los perros, Conversación en la catedral y La guerra del fin del mundo.

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A título personal, encuentro vejatorio y ofensivo que cualquier hijo de vecino crea que puede mandar a jubilar a un anciano que aún ahora publica extraordinarios ensayos de crítica literaria y columnas de opinión inteligentes, no pocas veces absurdas pero sugerentes sin lugar a dudas. Vargas Llosa, además de engalanar las páginas de la revista ¡Hola! con asiduidad, está por ver publicado lo mejor de su obra en la biblioteca de La Pléiade, lo que permite calibrar con justicia su lugar dentro de la literatura.
Sin embargo, es imposible no tomar su caso como ejemplo negativo, para recordar que en el amor, como en la literatura, siempre encarna un rasgo de entrañable valentía saber decir adiós con elegancia.