Yo descubrí América latina en París, en los años sesenta. Hasta entonces había
sido un joven peruano que, además de leer a los escritores de mi propio país,
leía casi exclusivamente a escritores norteamericanos y europeos, sobre todo
franceses. Con excepción de algunas celebridades, como
Pablo Neruda y
Jorge Luis Borges, apenas conocía a alguno que otro escritor hispanoamericano y en
esos años jamás pensé en América latina como una comunidad cultural, sino más bien como un
archipiélago de países muy poco relacionados entre sí.
Que era algo muy distinto lo aprendí en París, ciudad que, en los años sesenta, se convirtió,
en palabras de
Octavio Paz, en la capital de la literatura latinoamericana. En efecto, la mayoría
de los escritores más importantes de esa región del mundo habían vivido, o vivían, o pasaban por
París, y los que no, de todas maneras terminaban siendo descubiertos, traducidos y promovidos por
Francia. Gracias a lo cual América latina reconocía y empezaba a leer a sus propios escritores.
Los sesenta fueron unos años exaltantes.
América latina pasó a estar en el centro de la actualidad gracias a la Revolución cubana y
a las guerrillas y a los mitos y ficciones que pusieron en circulación. Muchos europeos,
norteamericanos, africanos y asiáticos veían surgir en el continente de los cuartelazos y de los
caudillos una esperanza política de cambio radical, el renacimiento de la utopía socialista y un
nuevo romanticismo revolucionario. Y, al mismo tiempo,
descubrían la existencia de una literatura nueva, rica, pujante e inventiva, que, además de
fantasear con libertad y con audacia, experimentaba nuevas maneras de contar historias y quería
desacartonar el lenguaje narrativo.
Mi descubrimiento de América latina en esos años me catapultó a leer a sus poetas,
historiadores y novelistas, a interesarme por su pasado y su presente, a viajar por todos sus
países y a vivir sus problemas y sus luchas políticas como si fueran míos. Desde entonces comencé a
sentirme, ante todo, un latinoamericano. Lo que he seguido siendo todos estos años y lo seré los
que me quedan por vivir, aunque ahora entienda mejor que antaño que lo latinoamericano no es más
que una expresión de lo universal, sobre todo de lo occidental,
y aunque mis ilusiones de una América latina libre, próspera, impregnada con la cultura de
la libertad, hayan pasado muchas veces del optimismo al pesimismo y de éste otra vez al optimismo,
y de nuevo al pesimismo, a medida que el mundo en el que nací parecía encontrar el rumbo
democrático o caía una y otra vez en el autoritarismo y la violencia.
¿Qué significa sentirse un latinoamericano? Primero que nada, tener conciencia de
que las demarcaciones territoriales que dividen a nuestros países son artificiales, ucases
políticos impuestos de manera arbitraria en los años coloniales y que los líderes de la
emancipación y los gobiernos republicanos, en vez de reparar, legitimaron y a veces agravaron,
dividiendo y aislando a sociedades en las que el denominador común era mucho más profundo que las
diferencias particulares.
Esta balcanización forzada de América latina, a diferencia de lo que ocurrió en América del
Norte, donde las trece colonias se unieron y su unión disparó el despegue de los Estados Unidos, ha
sido uno de los factores más conspicuos de nuestro subdesarrollo, pues estimuló los nacionalismos,
las guerras y conflictos en que los países latinoamericanos se han desangrado, malgastando ingentes
recursos que hubieran podido servir para su modernización y progreso.
Sólo en el campo de la cultura la integración latinoamericana ha llegado a ser algo
real, impuesto por la experiencia y la necesidad –todos aquellos que escriben,
componen, pintan o practican cualquier otra tarea creativa descubren que lo que los une es mucho
más importante que lo que los separa de los otros latinoamericanos–, en tanto que en los
otros dominios, la política y la economía sobre todo, los intentos de unificar acciones
gubernativas y mercados se han visto siempre frenados por los reflejos nacionalistas, por desgracia
muy enraizados en todo el continente: es la razón por la que todos los organismos concebidos para
unir a la región, desde el Pacto Andino hasta el Mercosur, nunca han prosperado.
Las fronteras nacionales no señalan las verdaderas diferencias que existen en América latina.
Ellas se dan en el seno de cada país y de manera transversal, englobando regiones y grupos de
países.
Hay una América latina occidentalizada, que habla en español, portugués e inglés (en el
Caribe y en Centroamérica) y es católica, protestante, atea o agnóstica, y una América latina
indígena, que, en países como México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia consta de muchos millones
de personas, y que conserva instituciones, prácticas y creencias de raíz prehispánica. Pero la
América indígena no es homogénea, sino, a su vez, otro archipiélago y experimenta distintos niveles
de modernización. En tanto que algunas lenguas y tradiciones son patrimonio de vastos
conglomerados sociales, como el quechua y el aymara, otras, como es el caso de las culturas
amazónicas, sobreviven en comunidades pequeñas, a veces de apenas un puñado de familias.
El mestizaje, por fortuna, está muy extendido y tiende puentes, acerca y va fundiendo a
estos dos mundos. En algunos países, como en México, ha integrado cultural y racialmente a
la mayoría de la sociedad –es tal vez el único logro de la revolución mexicana–,
dejando convertidas en minorías a aquellos dos extremos étnicos. Esta integración, por cierto, es
mucho más dinámica en el resto del continente, pero continúa ocurriendo y, a la larga, terminará
por prevalecer, dando a América latina el perfil distintivo de un continente mestizo. Aunque,
esperemos, sin uniformarla totalmente y privarla de matices, algo que no parece posible ni deseable
en el siglo de la globalización y la interdependencia entre nacionales.
Lo indispensable es que, más pronto que tarde, gracias a la democracia –la libertad y
la legalidad conjugadas– todos los latinoamericanos, con prescindencia de raza, lengua,
religión y cultura, sean iguales ante la ley, disfruten de los mismos derechos y oportunidades y
coexistan en la diversidad sin verse discriminados ni excluidos. América latina no puede renunciar
a esa diversidad multicultural que hace de ella un prototipo del mundo.
Este libro es un testimonio del compromiso con América latina que contraje en París, pronto
hará medio siglo, y al que sigo fiel.
Aunque cualquiera que hojee sus páginas comprobará que, a lo largo del tiempo, mis
opiniones literarias y mis juicios políticos y mis entusiasmos y críticas han cambiado muchas veces
de blanco y de contenido –todas las veces que la mudable realidad lo exigía–, mi
interés, mi curiosidad y también mi pasión por ese mundo complejo, trágico y formidable, de inmensa
creatividad y de sufrimiento y penalidades indecibles, en que las formas más refinadas de la
civilización se mezclan con las de la peor barbarie, se han conservado intactos hasta hoy.
Una de las obsesiones recurrentes de la cultura latinoamericana ha sido definir su identidad.
A mi juicio, se trata de una pretensión tan inútil como imposible, pues la identidad es algo que
tienen los individuos y de la que carecen las colectividades, una vez que superan los
condicionamientos tribales. Pero, al igual que en otras partes del mundo, esta manía por determinar
la especificidad histórico-social o metafísica de un conjunto gregario ha hecho correr océanos de
tinta en América latina y generado feroces diatribas e interminables polémicas.
La más célebre y prolongada de todas, aquella que enfrentó a hispanistas, para quienes la
verdadera historia de América latina comenzó con la llegada de españoles y portugueses y la
articulación del continente con el mundo occidental, e indigenistas, para quienes la genuina y
profunda realidad de América está en las civilizaciones prehispánicas y en sus descendientes, los
pueblos indígenas, y no en los herederos contemporáneos de los conquistadores, que todavía hoy
marginan y explotan a aquéllos.
En verdad,
cualquier empeño por fijar una identidad única a América latina tiene el inconveniente de
practicar una cirugía discriminatoria que excluye y abole a millones de latinoamericanos y a muchas
formas y manifestaciones de su frondosa variedad cultural.
La riqueza de América latina está en ser tantas cosas a la vez que hacen de ella un
microcosmos en el que cohabitan casi todas las razas y culturas del mundo. A cinco siglos
de la llegada de los europeos a sus playas, cordilleras y selvas, los latinoamericanos de origen
español, portugués, italiano, alemán, chino o japonés son tan oriundos del continente como los que
tienen sus antecesores en los antiguos aztecas, toltecas, mayas, quechuas, aymaras o caribes. Y la
marca que han dejado los africanos en el continente, en el que llevan también cinco siglos, está
presente por doquier: en los tipos humanos, en el habla, en la música, en la comida y hasta en
ciertas maneras de practicar la religión. No es exagerado decir que no hay tradición, cultura,
lengua y raza que no hayan aportado algo a ese fosforescente vórtice de mezclas y alianzas que se
dan en todos los órdenes de la vida en América latina. Esta amalgama es su riqueza. Ser un
continente que carece de identidad porque las tiene todas.
Aunque no se aborde de manera explícita, un asunto merodea por todos los vericuetos de este
diccionario: la paradoja de la abismal contradicción que existe en América latina entre su realidad
social y política y su producción literaria y artística. El mismo continente que, por sus
astronómicas diferencias de ingreso entre pobres y ricos, sus niveles de marginación, desempleo y
pobreza, por la corrupción que socava sus instituciones, por sus gobiernos dictatoriales y
populistas, por los niveles de analfabetismo y de escolaridad, sus índices de criminalidad y
narcotráfico y el éxodo de sus pobladores, es la encarnación misma del subdesarrollo, detenta un
altísimo coeficiente de originalidad literaria y artística. En el campo de la cultura sólo se puede
hablar de subdesarrollo en América latina en su vertiente sociológica: la pequeñez del mercado
cultural, lo poco que se lee, el ámbito restringido de las actividades artísticas.
Pero, en lo tocante a la producción, ni sus escritores, ni sus cineastas, ni sus pintores,
ni sus músicos (que hacen bailar al mundo entero) podrían ser llamados subdesarrollados. En sus
mejores exponentes, el arte y la literatura latinoamericanos han dejado atrás hace tiempo lo
pintoresco y lo folclórico y alcanzado unos niveles de elaboración y de originalidad que les
garantizan una vigencia universal.
¿Cómo explicar esta paradoja? Por los grandes contrastes de la realidad de América latina,
donde no sólo conviven todas las geografías, las etnias, las religiones y las costumbres, sino
también, como lo mostró Alejo Carpentier en
Los pasos perdidos, todas las épocas históricas. En tanto que las élites culturales se
modernizaban y abrían al mundo y se renovaban gracias a un cotejo constante con los grandes centros
de pensamiento y creación cultural de la vida contemporánea, la vida política, con muy pocas
excepciones, permanecía anclada en un pasado autoritario de caudillos y camarillas que ejercitaban
el despotismo, saqueaban los recursos públicos, y mantenían la vida económica congelada en el
feudalismo y el mercantilismo.
Un divorcio monstruoso se produjo:
en tanto que los pequeños reductos de la vida cultural –mínimos espacios de libertad
librados a su suerte por un poder político generalmente inculto y desdeñoso de la cultura– se
hallaban en contacto con la modernidad y evolucionaban y salían de ellos escritores y artistas de
alto nivel, el resto de la sociedad permanecía poco menos que inmovilizada en un anacronismo
autodestructor.
Es verdad que en los últimos tiempos han mejorado algo las cosas, pues hay ahora en América
latina una gran mayoría de gobiernos democráticos. Pero algunos de ellos se tambalean por su
incapacidad para satisfacer las demandas sociales y por la corrupción que los corroe, y el
continente tiene todavía, como recuerdo emblemático de su pasado, la dictadura más longeva del
mundo: la del Fidel Castro (46 años en el poder).
Este libro es, a su modo, una mezcolanza plural, muy parecida, aunque en formato
microscópico, de lo que, creo yo, es América latina.