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El infierno barroco

Editado por el sello El Cuenco de Plata, acaba de aparecer “Un libro. Relatos inéditos”, de Giorgio Manganelli (1922-1990), uno de los escritores italianos que más y durante más tiempo puso en práctica los preceptos experimentales del llamado Grupo 63, que integraba, entre otros, junto a Umberto Eco, Nanni Balestrini, Renato Barilli y Edoardo Sanguineti.

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“El manga”. Así se lo conoce en Italia. El libro posee un extenso posfacio de Salvatore Silvano Nigro, quien desde hace años se ocupa de la publicación en Italia de los escritos inéditos del escritor. | cedoc

Algo profundamente perturbador sucede con la literatura de Giorgio Manganelli. A la manera de las macabras fotografías de niños muertos o la misteriosa aparición de la luna al medio día, sus textos producen un extrañamiento del mundo a causa de su sintaxis, sus imágenes, sus planteamientos insólitos y el uso recurrente de la alegoría. Cultor de un estilo barroco, es una dicha que su potente ejército de símiles, metáforas, aliteraciones, retruécanos y recovecos no nos quede tan lejos de su origen: hay una sintonía que pasa directamente del italiano al español cuando se atienden las sinuosidades del ritmo en una traducción precisa y delicada (como es el caso que ahora nos concierne).

Pope en el panteón de excéntricos de lo mejor de la literatura italiana del siglo XX, es primus inter pares dentro de una tradición oculta que cuenta entre sus ejecutores a autores de una singularidad extrema, como Carlo Emilio Gadda, Gesualdo Bufalino, Tommaso Landolfi y el mismo Italo Calvino.

Acoto, al señalar los poderes únicos de su escritura, que no aludo solamente a la extraña luminosidad alambicada de su prosa ni al copioso barroquismo de imágenes que alteran el sano reposo de la conciencia, ni tampoco a las porosas fronteras –móviles y mutantes– entre reflexión y narración: la literatura de Manganelli se mueve con sigilo entre afiladas paradojas, festines verbales, catálogos razonados de disparates, apariencias descarnadas y una perenne desesperación que se resuelve siempre yendo hacia delante, redoblando sus apuestas: “La poesía acepta la presencia de la desesperación –incluso cuando se trata de pésima poesía– y quiere que trabajemos con ella. En realidad, está de la parte de la desesperación. La muerte habla en rima, en endecasílabos, en versos libres. La locura ama las cantinelas y los estribillos”.

La publicación del libro titulado Un libro, compuesto por relatos inéditos, obliga a poner entre paréntesis lo que creíamos conocer de un escritor para escritores –frase odiosa pero precisa–, autor de libros de culto como Hilarotragedia, Centuria, La ciénaga definitiva y A los dioses ulteriores, que contiene el celebrado “Discurso sobre la dificultad de comunicar con los muertos”, cuya lectura entraña la leyenda de cumplir lo que promete.

El libro, llamado originalmente en italiano Ti ucciderò, mia capitale (“Te mataré, mi capital”), compila prosas de distinto formato que solo por comodidad aceptan llamarse relatos. Se trata de experimentos formales donde se dan cita géneros como la carta, el tratado, la égloga, el monólogo (de un muerto), el ensayo, la hipótesis y la mesa redonda entre otros, por ello no es exagerado decir que este pequeño tomo inacabado de una enciclopedia imposible está compuesto por un bestiario prosístico de formas mestizas. Con la lucidez como seña particular de su estilo, algunos párrafos –aun páginas enteras– están escritos con un fuerte sentido epigramático: “Hace falta una feliz vocación para la senilidad. Ya que la vejez es el sabor de las cosas superiores, una especie de secreta maduración debe volver insípidos nuestros humores y nuestras fantasías, antes de que los que estaban destinados a esta intuición descubran que la vida es intolerable”; otros son categóricos: “No son raras las mujeres que se proyectan como cónyuges de fracasados, mentecatos, ‘artistas’, desgraciados, drogadictos, ladronzuelos de estéreos”; barroco siempre: “La rósea lengua, que sabe de ropa interior femenina, de muslos, de vulvas, inhábil, causa la muerte, recita inadecuadas melodías sexuales, cantos beduinos, demorándose en el borde la corrupción, apenas adoba comienza a emitir un líquido rosado de tierna asistencia, que te resbala encima”.

Ecuménico, otro apetito que se esconde entre sus páginas es una profunda avidez por la carroña, como si la putrefacción del lenguaje fuera la antecámara de un festín definitivo y dantesco, donde la destrucción enmarca la belleza de las ruinas y considera, como su celebrado Thomas de Quincey (a quien tradujo), el asesinato como una de las bellas artes, pero no solo de un ser humano sino de toda una capital, a la que desea destruir hasta los cimientos, es decir, en las palabras: “La primera vez que traté de matarla pensé que debía ser a hierro y fuego. Saquearla como a una ciudad, caer sobre ellas con alas de metal, lanzar bombas inexactas pero ampliamente letales sobre las calles, las plazas, las sedes de los partidos, los hogares, convertirla en una extensión de cadáveres de infantes, de mujeres, de viejos… desencadenaré a los chacales sobre tus suburbios, haré caer a los buitres sobre tu centro. Mantendré despabilada la ironía de los semáforos automáticos delante de los autos destripados. Haré oscilar las campanas de tus iglesias. Crecerán las flores. Tu misma serás un cuadro”.

Si en el infierno existe alguna música profana, tocada sin duda por Aphex Twin, la partitura ha sido escrita por Giorgio Manganelli.