CULTURA
BESTIARIOS

El relato animal

Los animales pueblan el mundo por dictado divino, pero por dictado humano pueblan la literatura, el cómic, la pintura y el cine. Un inventario y un análisis de esa presencia a lo largo de la historia, para demostrar que nadie está solo. Aunque esté solo.

Los animales pueblan el mundo por dictado divino, pero por dictado humano pueblan la literatura, el cómic, la pintura y el cine.<br>
| Cedoc

Los animales tienen lenguaje. Cada especie, a su manera, logra la comunicación básica para aparearse y permanecer hasta su extinción a manos de otra, por territorio o depredación, o por regusto criminal, como lo viene haciendo la humanidad de manera acelerada en los últimos dos siglos. Lo argentino no está exento de culpa en esa relación perversa. Por caso, el educando nacional accede al espacio zoológico por el costumbrismo de los relatos infantiles imponiendo su antropocentrismo. Con Los tres chanchitos, el lobo de Caperucita Roja, con el mismísimo Platero y yo de Juan Ramón Jiménez (nótese que el animal va primero, pero el que narra es el que le da nombre, como un pequeño dios en ciernes), la formación del lector promedio hace eje en un pequeño universo donde el paraíso animal está para reproducir la conducta social humana o someterse a su antojo. Desde la invención del primer garrote, podemos pensar que el uso de los animales fue el prólogo y ensayo para la esclavitud de nuestros semejantes.

El derrotero por vedar el canibalismo (una vez exterminados los homínidos competidores), sin abandonar las costumbres carnívoras, está plasmado en ese texto fundacional de la literatura argentina titulado (lejos de inhibiciones psicoanalíticas), El matadero. A fuerza de animales, el carácter simbólico de lo argentino creció a la sombra de la cría y explotación de la mejor carne en el granero del mundo. Haciendo tradición, han tomado relevancia el caballo blanco de San Martín, esconder la cabeza como el ñandú, la amenaza del aluvión zoológico de los cabecitas negras (aves), la profusión de los gorilas, los gritos como gatos del peronismo cuando se reproduce, que el cóndor pase, la aparición del animal político” a consecuencia del “león herbívoro. A esto podemos agregar el uso de motes como “Perro” y “Pollo” en el ámbito de la lucha social, así como la invención atlética de pumas, leonas y murciélagos; también se puede enumerar los apodos deportivos como “Hiena”, “Gata”, “Tigre”, “Pato” o “Perro”. En el mismo rubro, pero de índole internacional, ganamos en Wembley un contundente Animals! Como broche de la cultura vernácu-la, vale recordar el título Llegando los monos, del disco de Sumo, así como que la localidad más populosa del país lleva por nombre La Matanza. Así las cosas, más que en un país, vivimos en una carnicería salvaje.

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Entre los aportes de la cultura de masas a esta intensa mitología, contamos con Lassie, Mr. Ed (el caballo que habla), El planeta de los simios (novela homónima de Pierre Boulle), Tiburón, Jurassic Park (como revival de una ausencia), Alien vs. Predator (contribuciones alienígenas), hasta la reciente mixtura de civilización intergaláctica y mecánica automotriz animada al estilo Godzilla (especie de sublimación fordista), titulada Transformers. Del cómic al cine, El Hombre Araña puede ser la consagración popular de la entomología (de la que era un profesional consumado el mismísimo Vladimir Nabokov), y que tiene en La mosca, dirigida por David Cronenberg, una fusión entre hombre e insecto, tributo y deuda a La metamorfosis de Franz Kafka, con su ya célebre transformación monstruosa (el mito urbano dice que cucarachas y tiburones sobreviven a los rayos gama de bombardeos y ensayos nucleares). Es atinente destacar el film sudafricano Distrito 9, de Neill Blomkamp, donde el personaje va convirtiéndose en un langostino antropomorfo extraterrestre, contagiado por los fluidos emanados por esos extraterrestres radicados por miles en villas miseria del conurbano de Johannesburgo.

Ascendiendo en las ramas de la zoología, la literatura acometió dos tipos de animales: los de la naturaleza y los de la imaginación. De los primeros, Cuentos de la selva, de Osvaldo Quiroga, se destaca por su naturalismo escolar al igual que El libro de la selva, de Rudyard Kipling; en ambos libros se fusiona la admiración por lo exótico con la descripción del peligro de lo desconocido. De excelencia estilística irrepetible, Colmillo Blanco, de Jack London, vaticina toda la infidelidad del género documental. En ese sentido, la desmitificación del oso como objeto de cariño (oso de peluche) se plasma en el inapelable documental Grizzly Man, de Werner Herzog, que no es más que la entrega de un suicida a la naturaleza de las cosas, como es el hambre del oso en temporada de escasez. El inminente ataque de las aves se representa en la novela Los pájaros, de Daphne Du Maurier (llevada al cine por Hitchcock), demonizando a una especie de apariencia inofensiva, como fue el caso de Moby Dick, de Herman Melville, que, más allá de la readaptación del mito bíblico de Leviatán, pone en cuestión una industria de la crueldad como es la caza de ballenas, donde víctimas y victimarios van a pique hacia el abismo.

Semejante narración oceánica en todo sentido es el quiebre, o el último tributo a la naturaleza animal. Siguen a ella, tal vez porque su desmesura agotó toda posibilidad de continuar escribiendo con los mismos materiales, los animales de la imaginación. Tal vez esta serie se inaugura en las antípodas del pasado con las Fábulas de Esopo, donde los animales hablan, interactúan, se humanizan para dar una lección a los lectores y hacer moral. Y en esa línea nos encontramos que los animales también son personajes en sí mismos, como el gato de Cheshire en Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o en El perro de los Baskerville, de Arthur Conan Doyle, y en Rebelión en la granja, de George Orwell. Animales que narran en primera persona: Soy un gato, de Natsume Soseki, mientras que en El rodaballo, de Günter Grass, el pez es el consejero del protagonista. Esta novela también resulta un compendio de recetas de cocina. Más que hablar, dialoga de una manera filosófica y erudita, un perro callejero en Mason & Dixon, de Thomas Pynchon, que con suma habilidad hace que el lector asuma como natural que el perro opine: todo el comienzo de la novela se estructura para que la voz del cánido sea lógica, también imprescindible.

Como si fuera un libro imaginado por un espejo con párpado (un espejo que sueña porque accede a la oscuridad), el verdadero diccionario de zoología fantástica lleva por título El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero. Publicado hace casi cincuenta años, compila una mayoría de animales entre sagrados, apócrifos, satánicos y míticos (existen más categorías, alcanza con buscarlas). A modo de ejemplo, la definición de los Brownies da dimensión a la caja de resonancia iniciática: Stevenson afirmó que había adiestrado a sus Brownies en el oficio literario. Cuando soñaba, éstos le sugerían temas fantásticos; por ejemplo, la extraña transformación del Doctor Jekill en el diabólico Señor Hyde. Ya en el prólogo, los autores avisan de lo incompleto: como Moby Dick, este libro será fractura, a la vez fuente tal vez inagotable, y cuya idea detonante pudo surgir del cuento Los donguis, que pertenece al libro El caos, de Juan Rodolfo Wilcock, republicado por La Bestia Equilátera en 2015 y cuya primera versión data de 1955. Este chancho traslúcido de digestión omnívora también es el antecedente de los animales eróticos en Tadeys, la novela póstuma de Osvaldo Lamborghini: alimentan la pasión humana con el final del tracto digestivo, como corolario opuesto a la voracidad del dongui: el animal imaginario puede hacerse de la mente hasta arruinarla.

Este texto no es más que un esquema de búsqueda. Pienso en el efecto de una mente aplicada a los animales y aparece El hombre lobo, junto a Drácula, relatos tanto populares como difusos. Ambos invocan la transformación del mal, que sólo pueden remediar la bala de plata o la cruz de madera bendecida. El conjuro de la imaginación cae derrotado por un rito, y qué cosa sencilla, tan elemental. En El cuervo, el poema de Edgar Allan Poe, pervive un poder en otro, existe la transferencia de lo animal a lo humano (el mismo se inspira en Grip, el cuervo de la novela Barnaby Rudge, de Charles Dickens). También podemos pensar en seres únicos, como King Kong, el simio gigante expulsado al paraíso burgués donde será sacrificado. Pero nada es tan horroroso como la compilación de descripciones donde los animales del zoológico de Berlín mueren incendiados o destrozados por las bombas, o escapan en la noche a la busca de una muerte definitiva, textos que plasmó Winfried Sebald en un título que lo excede: Sobre la historia natural de la destrucción. En esta referencia es donde la humanidad comparte el relato animal, el de su propia decadencia en un destino infame. Pero cuidado, la noticia es que la Teoría General de la Relatividad ya no es una teoría. Entonces, aférrense a lo imaginario: lo real sigue siendo terrible para toda forma viviente.

 

Animales del pasado

Cuando la lectura era un mero privilegio ligado al poder y las religiones, y la ignorancia un rasgo generalizado, también mayoritario, la elaboración de los bestiarios medievales refiere más a la perduración del estado de sumisión de los súbditos que a legar a los hombres saberes maravillosos. La herencia para las nuevas generaciones contiene horrores suficientes para disuadir posibles rebeldías.
Así, el miedo buscó un marco de representación, una forma de severidad a través de bestias descriptas, también dibujadas como énfasis para que no quedaran dudas en la imaginación. Estos códices manuscritos agrupan animales fantásticos y reales, por etimología o por descripciones. De gran tamaño, para su confección se utilizaban papeles realizados a mano, tintas caligráficas, pinturas doradas, azules, siendo encuadernados de manera robusta en cuero. Uno de los más importantes es el Aberdeen Bestiary (circa 1200 d.C., Inglaterra), representante del género que tiene sus raíces en dicha región. En esas obras iniciales confluyen las fuentes latinas y griegas, entre otras, De partibus animalium, de Aristóteles, y Naturalis historia, de Plinio el Viejo.

Antecedentes del Bestiario latino son el Physiologus y la Etymologiae. El primero es un tratado sobre casi cincuenta animales y algunas rocas del norte de Africa, escrito en griego alrededor del siglo II d.C. en Alejandría, traducido al latín en el siglo IV, y en sus páginas las descripciones responden a la exégesis religiosa cristiana. La Etymologiae es una enciclopedia sobre la naturaleza de los animales según caprichosos y creativos análisis etimológicos de sus nombres, su realización se debe a Isidoro de Sevilla en el siglo VII. En todo el planeta se conservan más de 140 bestiarios distintos, en bibliotecas nacionales y universitarias, como la Bodleian Library de la Universidad de Oxford.
Como un eco de aquellos libros únicos, entre las versiones ilustradas con grabados de El Paraíso perdido, de John Milton, podemos encontrar la realizada por Gustave Doré, donde ocurre la fusión de bestias y hombres, así como la consagración de la serpiente como el pecado en sí. A su vez, esta serie de imágenes monumentales de Doré publicadas en Nine Days They Fell (Cassell, Petter, Galpin & Co., 1882, Londres), prefigura el montaje cinematográfico y también la puesta en escena del movimiento de masas.