CULTURA

Il miglior fabbro

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Ezra Pound, a quien T.S. Eliot supo honrar como il miglior fabbro invocando nada menos que al Dante, abrazó la lírica a fines del siglo XIX, cuando el arte cinematográfico fascinaba con sus dos instrumentos esenciales: la imagen y el montaje. Quizá no sorprende, entonces, que con el tiempo proclamara a la primera como materia prima de la poesía (para él superior a la mera “literatura”) y apelara al segundo como recurso privilegiado. Pero en parte se suele olvidar su origen concreto justamente porque Pound fue lo bastante longevo como para empezar a redactar su propia leyenda en vida, y a la larga acabó sumiéndose en la milenaria sabiduría oriental o en la tradición de los trovadores provenzales para huir de toda coyuntura. “La historia es una pesadilla de la que intento escaparme”, había escrito su amigo James Joyce; algo de esa huida siempre es identificable en Pound, que no quería hacer las paces con el mundo terrenal y halló en la poesía un punto de fuga, un túnel subterráneo, una escalera al cielo, un vórtice (por usar una figura dilecta). Un medio trascendente, en suma, donde encontrarse con una pureza perdida en la cultura occidental contemporánea.
Fue un escritor demasiado idiosincrásico y singular para encajar en alguna de las etiquetas y categorías con las que aún se procura clasificarlo. Las denominaciones más vagas, como la de vanguardismo o la de modernismo, y las más específicas, como imagismo o vorticismo, le resultan muy amplias o muy pequeñas, y en todo caso incómodas e inapropiadas, incluso cuando él mismo las definiera con panfletos y manifiestos. Su célebre lema, make it new, era menos un programa que un aliento para los artistas, algo evidente no sólo por la elemental simpleza de la propuesta, sino además porque el consejo le pertenecía a la tradición moral confucionista. En última instancia, diríase que a menudo es más fácil definir a todos los demás poetas de su época en relación con Ezra Pound que encasillarlo a él, quien en su vejez, nómade y políglota, se había transformado en una sustancia ubicua e inagotable. Pues había jugado un papel crucial en la polémica revista The Egoist pero no era egoísta en absoluto, y al final había leído a casi todos los poetas del orbe y había ayudado directa o indirectamente a muchos, inspirándolos, criticándolos, traduciéndolos. Ninguna palabra del campo estético resume mejor su logro que el término “influencia”: usó y abusó de cuanto pudo para plasmar sus versos, y se ocupó vocacionalmente de influir sobre la mayor cantidad posible de colegas, a quienes consideraba cófrades.
Su obra magna, los Cantos, fue labrada a lo largo de décadas e insume miles de páginas. Si su proyecto creador y su obra poética atraviesan todo el siglo XX como la columna vertebral de ese género caído en desgracia y devenido consumo de minorías, la lírica, es porque Pound asumió la escritura como un servicio incesante, una campaña altruista y desinteresada. Fue un escritor anacrónico, y por eso, quizá, se está volviendo intemporal…