CULTURA
Pizarnik, LautrEamont y CortAzar

La circunstancia del doble

Hermanados por Buenos Aires, por París y sobre todo por una misma sensibilidad, Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar testimonian con su relación uno de los evangelios principales de la literatura: todo está en todas las cosas si se mira con el antifaz de la poesía. La autora de este artículo apunta: “Una sublevación permanente late en los escritos de ambos”.

Al igual que los argentinos, Isidore Ducasse probó y consolidó su inmenso talento en París.
| Cedoc Perfil

En el memorable escenario del París del comienzo de los 60 va creciendo la amistad entre Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik. Comparten elecciones cruciales, desde Borges hasta Bataille, de los surrealistas franceses a las letras de tango, desde Joyce hasta Charlie Chaplin. Y es el París de Sartre, Camus, Beauvoir, Gérard Philipe, Ionesco, Octavio Paz. Acaso Alejandra había explorado más a los poetas medievales y Julio supiera más de jazz, pero lo importante es que aparece, con ellos dos, un lector argentino universal, ávido e irreverente, a caballo entre el francés y el inglés, incorporado a la tradición latinoamericana de dialectos urbanos y de rechazo del español académico. Un lector abierto, además, a un nuevo tipo de poética transgresora, que en las décadas anteriores no había hecho aún su irrupción visible entre nosotros.

 Una sublevación permanente late en los escritos de ambos, salpicados de citas esotéricas, salvoconductos de un mundo dinamitado que ambos exploraban con pasión insobornable. Les interesaban y se hermanaban espontáneamente con escritores protestatarios o marginales: Djuna Barnes, Pasternak, Schulz, Gombrowicz. Ellos mismos habían asumido el riesgo de la marginalidad y el anonimato, internándose en un París fascinante pero también feroz, sumamente distinto y distante de los círculos porteños, emisores de fáciles seguridades, y los dos habían emergido erigiéndose como nombres fuertes, emblemas de encuentro y de reconocimiento para una nueva generación, sedienta de un lenguaje que funcionara como un nuevo documento de identidad epocal.

Como testimonio de coincidencias, Alejandra escribe sobre Cronopios y Famas un artículo donde brilla la alegría de ese lugar de amor y humor inexpugnable que es contraseña clara de la complicidad entre ambos: ese humor con aperturas a lo obsceno que también recurre en Rayuela y en los escritos póstumos de Alejandra, como La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa y Los poseídos entre lilas.

Pero existe un trabajo crítico de Alejandra que no ha merecido mayor atención entre sus muchos lectores y lecturas: la extraordinaria interpretación que hace de El otro cielo, un relato de Cortázar incluido en Todos los fuegos el fuego (1966). El relato se divide en dos capítulos, cada uno de ellos con un epígrafe cuyo autor Cortázar omite intencionalmente. Pizarnik lo repone con soltura: son dos citas de Los cantos de Maldoror, de Lautréamont, el uruguayo Isidore Ducasse. La referencia a Lautréamont es necesaria para la comprensión del cuento, ya que dos de sus protagonistas, el asesino Laurent y un misterioso muchacho sudamericano que aparece en la escena, son interpretados por Pizarnik como dobles proyectados del mismo Lautréamont. Pero hay además un relator, corredor de Bolsa, en quien se bosqueja una suerte de autorretrato del mismo Cortázar. “Un hombre joven, muy alto y un poco encorvado”, que habla el francés “sin el menor acento” y “parece un colegial que ha crecido de golpe”.

En un momento dado, el asesino es desenmascarado y conducido a prisión; simultáneamente, el muchacho sudamericano muere, oculto en su bohardilla, tan misterioso y solitario en su final como a lo largo de su trayectoria bohemia. Pizarnik propone con cierta audacia que el núcleo del cuento está constituido por el momento en que el relator siente el impulso de dirigirse al sudamericano en un café y sin embargo se retiene, porque experimenta “algo así como una veda, el sentimiento de que si la transgredía iba a entrar en un territorio inseguro”. De haber seguido su instinto, reflexiona luego, se hubiera salvado –de qué, se lo pregunta.

Aquí Alejandra anota decisivamente: “El corredor de Bolsa logra eximirse de las más terribles confrontaciones con la locura y con la muerte; sin embargo, entiende que con ello ha dejado pasar la ocasión de salvarse de no sabe qué cosa”. Y aquí el pasaje crucial en la lectura de Pizarnik: “El protagonista afirma que no se atrevió a dar el paso definitivo. A lo cual agrego una conjetura propia: no importa si no se animó a dar el paso definitivo porque alguien lo ha dado en su lugar. Ese alguien es su doble: un poeta que se extravió en la busca de las cosas que nos conciernen fundamentalmente”.

El sudamericano representa la locura que el corredor de Bolsa no puede asumir: encuentra su reflejo imposible en ese muchacho cuyo delirio lo paraliza. Eco lejano, desprovisto a la vez de la crueldad del asesino y del misterio solitario, desembocando en muerte, del muchacho sudamericano bebedor de ajenjo, el corredor de Bolsa –apelación siniestra si las hay– dividido entre Buenos Aires y París desaparece en un destino de penumbra sin espejos, imagen de una muerte definitiva: no ha tenido el coraje o la insensatez de responder a las invitaciones extremas de la locura y de la muerte. Y cuando Pizarnik dice: “No importa si no se animó a dar el paso definitivo porque alguien lo ha dado en su lugar”, nos pareciera entender que no sólo está diciendo que Lautréamont, encarnado en el muchacho sudamericano, ha ido más lejos que el protagonista de Cortázar o que Cortázar mismo, sino que está anunciándose espectralmente ella misma como la “poeta que se extravió”.

Tales confrontaciones, como sabemos, no fueron ajenas al destino de Pizarnik, que, como Lautréamont, no se negó al paso definitivo, distintivo y el privilegio de aquéllos “que buscan las cosas que nos conciernen fundamentalmente”. Desde el mandato de absoluto del genial montevideano, fueron para ella pasajes trágicos pero seguros al otro cielo