CULTURA
novedad

La combinatoria airana

Seleccionadas por el algoritmo de la perplejidad, Random House publica en un solo tomo diez novelas de César Aira –elegidas y prologadas por el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos–, a quien ayer se homenajeó por sus 70 años de vida y sus cien novelas publicadas, con un programa de lecturas en la Biblioteca Nacional.

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Aira. Dice Becerra: “La literatura contagiosa de Aira traslada a la lectura la experiencia de la escritura que no puede parar”. | cedoc

La publicación de Diez novelas (Random House, 2019), de César Aira, es el reconocimiento de una nueva modalidad de lectura en secuencias aleatorias. Su obra ha estado postulando desde un principio esta relación que finalmente decanta en la reunión de unos libros vinculados por fuerzas menores. La excusa de que se los alineó porque antes se editaron en sellos pequeños y que “en muchos casos estaban fuera de circulación”, revela un dato de valor estadístico: se reúnen “por primera vez”. Lo que abre, en el interior entrópico de ese monumento a la última gran literatura de este mundo, nuevos universos combinatorios, organizaciones accidentales y una fiebre por las antologías provisorias.  

Justamente la cuestión de la entropía es abordada en “Diario de la hepatitis”, uno de los cortes de difusión de estos grandes éxitos. Está representada por un grupo de nueve hombres a los que se les ordena dar un paso sin especificar la dirección. La consecuencia es el descontrol contenido (la libertad de la dirección choca con la restricción del movimiento). Recordado por su autoconfesión de diario y su brevedad, lo que cuestiona el concepto de novela justificado bobaliconamente a través de una extensión mínima (para su autor, en cambio, una novela es cualquier cosa), también ha quedado en la memoria que a partir de ese momento (la primera edición, de Bajo la luna nueva, es de 1993) Aira iba a dejar de escribir.

La pasión verista con la que se recibió la “noticia”, pasando por alto  la idea de Macedonio Fernández de que cuando se lee una novela no se está “viendo un vivir”, corrió por los suplementos literarios como un monstruo de literalidad. Pero el malentendido no alcanzaba a ocultar una revelación en el interior de la obra. “De acuerdo, no voy a escribir más”, dice Aira; y agrega que la causa es “la maldición del proyecto”, es decir el sacrificio de la vida (de “atenderla”, según Bergson) que borra el presente con el futuro.

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“Diario de la hepatitis” tiene algo de manual de comprensión de la obra de Aira, lo que no deja de echar luz sobre las cien novelas con las que la cultura de la comunicación celebró últimamente la productividad literaria como se suelen celebrar las marcas superadoras que alcanzan las industrias o los récords de Messi. Pero no es la cantidad la gracia de Aira sino la idea de que no es necesario leer lo escrito mediante un procedimiento, “salvo por desconfianza”.

En estas diez novelas seleccionadas por el algoritmo de la perplejidad, el rejunte o la renovación de derechos no se produce tanto un acto de reunión como una reacción de los elementos dispersos de lo airano que, sin obtener la representación imposible de una totalidad, establece un ancho de banda en el que esa totalidad puede ser sintonizada para imaginar su grandeza.

La fenomenología de Diez novelas tiene muchas variantes. Una de ellas (surgida de la idea de que “en la prosa todo es paréntesis”, surgida de ese think tank que es “Diario de la hepatitis”) se consuma exhaustivamente en “El divorcio”, donde una placa de agua que cae de un toldo produce la suspensión de la actualidad para que haga su ingreso una novela. Anunciado o no como seña gramatical, Aira llega al borde del paréntesis mediante los puntos suspensivos, plataforma de lanzamiento al vacío. No hay ninguna de las miles de historias que brotan de sus cien novelas que no salga de otra, con la que muchas veces no tiene nada que ver, excepto por la necesidad común de ir salvándole las papas a la maldición del futuro: te digo una cosa y entre paréntesis te digo otra. Esa poética del desvío (del desvío que irrumpe en los caminos rectos anulando la voluntad de dirección) es el corazón de una literatura que deja atrás la historia universal de sus represiones. La literatura de Aira es una experiencia de libertad mental, por más cursi que le parezca a la memoria de Borges la índole de su refundación.

La lucha natural de esta literatura es contra el encuadre. Todas las expectativas que despierta son falsas (digamos que solo da lo que no promete). En “La confesión” se revela la primera función del lenguaje, irrefutable aunque permanezca oculta: no decir. En “Los dos payasos”, se recrea hasta el delirio más extremo, aquel que es capaz de entrar a la realidad, el cuadro de circo criollo donde un payaso le dicta a otro un carta a su novia Beba (“Beba”, “coma”, “beba”, “coma”, etc.). En “La costurera y el viento”, el narrador se propone contar una aventura, para lo que define dos términos: una costurera, el viento. Lo que vaya a pasar entre ellos “podría ser cualquier cosa” impulsada por “la fuerza loca de los hechos”. En “El volante”, la escritura de un volante de propaganda callejera deriva en una novela “clásica”, en la que flamea como una bandera esta frase: “Quizás cuando una dice ‘no conozco la literatura’, lo que quiere decir en realidad es ‘no conozco el amor’.” En “Cecil Taylor”, donde puede intuirse un golpe en la nuca del “El perseguidor” de Cortázar, se ensaya una teoría del arte como vehículo de la incomprensión, mientras siguen cayendo por el camino las lecciones microscópicas de literatura: “Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigo retrospectivo”.   

Apenas llegamos a aludir seis de las Diez novelas y este comentario ya se termina por obra de la desorientación. La literatura contagiosa de Aira traslada a la lectura la experiencia de la escritura que no puede parar, la compañía mutua en los saltos al vacío y una fe ciega en la literatura donde Alicia encontró su bosque de felicidad y terror.