CULTURA
Historias literarias XVII

La furia de un erudito

El escritor mexicano Alfonso Reyes era capaz de vincular los más recónditos archivos de la filología, de la historia, de la antigüedad clásica y de la literatura en un solo texto –breve, además–. Reyes, nos dice Cozarinsky, no está olvidado, pero en el medio siglo que siguió a su muerte, los oficiantes de su culto constituyeron una cofradía más bien confidencial.

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Quienes se interesan por las variadas estrategias con que la literatura digiere y transmuta la experiencia, tienen servidos numerosos ejemplos del siglo pasado. No a muchos, creo, se le ocurriría rastrear ese proceso en la obra de Alfonso Reyes (1889-1959). Una de las muchas felicidades que regala Suturas, el volumen de 668 páginas en que Daniel Link ha ordenado sus filosas intervenciones culturales de años recientes, es la de un imprevisto reencuentro con Alfonso Reyes.
Contra quienes por pereza persisten en leer al “mexicano universal” como un humanista prisionero del comentario de la antigüedad clásica o del renacimiento hispano, Link lo vincula con Aby Warburg, con Walter Benjamin, ¡oh sorpresa! con Ricardo Rojas. Se dirá que el inmenso escritor mexicano (evito la horrible palabra “polígrafo”, llamada por la variedad y vastedad de los territorios en que incursionó) no está olvidado, pero en el medio siglo que siguió a su muerte, fuera de México los oficiantes de su culto habían constituido una cofradía más bien confidencial.

Quienes acuden con frecuencia a cualquiera de sus páginas, aunque a priori el tema pueda no interesarles, saben que la lectura los cautivará, más allá de la elegancia del lenguaje, por la gracia con que Reyes vincula los más recónditos archivos de la filología, de la historia, de la antigüedad clásica, de la literatura que incorpora y domina todos esos espacios. Porque, señala Link, para Reyes la literatura no es forma sino fuerza.
Quiero recordar un poema dramático que Reyes compuso durante su exilio europeo: Ifigenia cruel. En una nota a la primera edición (Madrid, 1924), declara el origen íntimo de su frecuentación de los clásicos y se remonta a sus diecinueve años de edad: “Por el año de 1908, estudiaba yo las ‘Electras’ del teatro ateniense. Es la edad en que hay que suicidarse o redimirse, y de la que conservamos para siempre las lágrimas secas en las mejillas. Por ventura, el estudio de Grecia ayudaba a pasar la crisis. Aquellas palabras tan lejanas se iban acercando e incorporando en objetos de actualidad. (…) La literatura, pues, se salía de los libros y, nutriendo la vida, cumplía sus verdaderos fines.” Sin ella, concluye Reyes,  hubiera podido naufragar “en el vórtice de la primera juventud”.

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De vuelta a Ifigenia cruel. En 1913, el general Bernardo Reyes, padre del escritor, es ametrallado en el Zócalo de la ciudad de México durante un fallido intento de restaurar el régimen de Porfirio Díaz contra la revolución, encabezada en ese momento y lugar por Fernando Madero. El hijo parte hacia Francia, luego se instala en España. Ya es un precoz académico de la lengua y se refugia entre libros, en la filología. Años más tarde, en 1930, redacta una “Oración del 9 de febrero”, fecha de la muerte del padre, donde se confía:
“Supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir a esclavizarme a la baja vendetta (…), impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo.”

Es inevitable asociar estas palabras con la elección de la figura de Ifigenia. Hermana de Electra y de Orestes, su padre la había llevado a la pira en Aulide para sacrificarla y obtener vientos favorables para sus naves de guerra contra Troya. Rescatada por Artemisia, llevada amnésica a Táuride, allí pasa a sacrificar como sacerdotisa las víctimas propiciatorias de su diosa. Cuando Orestes llega para devolverle la memoria de su genealogía e imponerle un deber de venganza, Ifigenia se niega a seguirlo. Elige la libertad de su nueva identidad, cruel y sanguinaria. También el hermano mayor de Reyes, militar como el padre, pretendió llevar al escritor de vuelta a México.

No todo paralelismo es mecánico. Que el ya eminente erudito y futuro diplomático (México, como Chile, siempre supo elegir hombres de cultura para representar al país en el exterior, política ignorada por la Argentina) haya transferido a una de las figuras más herméticas del mundo clásico la furia escondida, reprimida, de un hombre de letras volcado hacia los libros es solamente lógico: proyección, compensación. “¿No soy, pues, como una máscara hecha con las máscaras de sí mismo, las cuales a su vez contienen otras mascarillas menores?”(Ancorajes, 1928, reedición 1948).

“Cuando Ifigenia opta por su libertad y se resuelve a rehacer su vida, oponiendo un ‘hasta aquí’ a persecuciones y rencores políticos de su tierra, opera en cierto modo la redención de su raza. (…) Es más digna ella que aquel colérico armado de cuchillo. Además de que me inclino a creer que lo femenino eterno –molde de descendencias– es más apto para este milagro cosmogónico de las depuraciones que no el elemento masculino.”

Octavio Paz y, a partir de él, Emir Rodríguez Monegal estudiaron este juego de correspondencias y diferencias pero no se han detenido en su ironía implícita: Reyes soslaya en su comentario que ha elegido encarnar ese “eterno femenino” en una furia sanguinaria, a la que él mismo, en otro lugar, llama “carnicera”. Las vestales de un feminismo aséptico lo relegarían a su lista negra.