Es la primera memoria de sus vidas. Son nuestros últimos testigos. Quienes
sufrieron el genocidio nazi siendo niños callaron durante
años. En algunos casos por pudor; en otros, por haber
formado parte de una historia empeñada en borrar su propia identidad. La
aparición de tres libros que dan cuenta, cada uno a su
manera, de la experiencia de quienes comenzaron a tomar contacto con el mundo a través de la
tragedia marca este momento clave en que se está atendiendo a los últimos testimonios posibles.
Dilemas de la
memoria de Jack Fuchs –editado por Norma–,
Los niños escondidos del Holocausto
en Buenos Aires de Diana Wang –Marea– y
Los
últimos testigos, de Wiktoria Sliwowska –editorial
Leviatán–
conforman un trío que apela al valor de la transmisión de la
experiencia de la
manera más descarnada posible. No parece casual que, casi
en simultáneo, haya sido presentado en inglés
Lulek: un niño de
Buchenwald de Arnold Netanel, donde se reconstruye la
infancia del hoy rabino Yisrael Lau. Allí, él mismo se reconoce como alguien que nunca tuvo
infancia.
Desde que presenció la selección de seres humanos al llegar al
campo o los cadáveres apilados en el momento de la liberación, fue consciente de que su vejez
temprana lo marcaría para siempre.
Durante el Holocausto murió un millón y medio de niños, la
gran mayoría
judíos, pero en el marco de un genocidio que incluyó
también a gitanos y discapacitados. Algunos
pocos fueron salvados. Sea gracias al azar, a voluntades
individuales o colectivas, esa minoría que logró mantener el recuerdo de su experiencia optó por
estrategias muy diversas para transmitirla. En un momento en que la centralidad del giro subjetivo
que privilegia la autobiografía es puesta en cuestión,
los tres volúmenes acercan otras tantas respuestas posibles a esta
objeción sobre la experiencia personal como argumento de verdad.
Abordajes del dolor. Jack Fuchs, nacido en Lodz,
sobreviviente del campo de concentración de Dachau y radicado en la Argentina desde 1963, encarna
una de las opciones posibles. En su caso no se trata meramente de exhibir una experiencia más o
menos ordenada, sino también de tomarla como punto de partida para dar su visión sobre
el propio Holocausto y otros acontecimientos históricos
traumáticos
como la dictadura argentina o Hiroshima. Cada uno de los
textos del volumen –la mayoría ya aparecidos como contratapas del diario
Página/12– supone un recorrido por cuestiones como
el rol de Richard Wagner para el nazismo, la literatura del Premio
Nobel
Imre Kertész, el antisemitismo de Mel Gibson, o el papel de los
museos dedicados al Holocausto. Fuchs dice tomar la voz de quienes no pudieron hablar. Pero
también aclara: “Es fundamental la memoria, pero no garantiza nada” .
Alejado de lo que él mismo
llama las “buenas intenciones memorialistas”, e
insistiendo en que el olvido es en parte necesario, ante la sucesión de desastres que
describe reconoce con resignación: “No tengo respuestas”.
La historiadora polaca
Wiktoria Sliwowska se ocupa justamente de editar un volumen
que no sólo no intenta dar respuestas, sino que ni siquiera se atreve a plantear preguntas. Se
trata de
la compilación de cuarenta y siete testimonios cuya
publicación tiene como único objetivo dar
“testimonio de la verdad”. Cada uno de los
textos, presentado como una breve biografía, muestra un estilo de escritura distinto: desde quienes
optan por realizar una reconstrucción cronológica lineal de su experiencia personal, hasta quienes
prefieren pensar su historia enlazada con la tragedia colectiva. Desde las frases breves y
contundentes, hasta el uso de metáforas cuando se prefiere no nombrar lo más profundo de manera
evidente. La ausencia de un trabajo de edición sobre los textos permite, entre otras cosas, contar
con varias versiones de los mismos eventos puntuales. También con la posibilidad de hacerse de una
suerte de archivo sobre el que cada lector podrá ir planteando sus propias –y
cambiantes– preguntas.
En
Los niños escondidos del Holocausto en Buenos Aires, la
psicóloga
Diana Wang –hija de sobrevivientes del Holocausto
llegada a la Argentina en 1947– opta por una estrategia diferente para presentar los
testimonios. Allí se trata, no sólo de hacer visible el marco de los eventos históricos en
cuestión, sino también de
ordenar las voces en capítulos conceptualmente
diferenciados.
Así surgen quienes
pasaron por algún campo de concentración, los habitantes de cada
uno de los ghettos, quienes huyeron, los chicos que fueron salvados por judíos, los que fueron
salvados por cristianos, el momento de la liberación, y la llegada a la Argentina. Es
posible asomarse así a una suerte de gran relato donde salen a la luz las trabas impuestas a los
judíos para ingresar en la Argentina de la posguerra o los actos heroicos de quienes se arriesgaron
rescatando a algunos de estos treinta sobrevivientes.
Hay además en el libro de Wang una advertencia: así como varios de estos
niños fueron durante años criados como cristianos
–sea para sobrevivir en un escondite, lograr huir, entrar a la Argentina, por haber sido
adoptados o por el ocultamiento ejercido por sus propias familias–,
se intuye que hay otros sobrevivientes que han borrado su
identidad y la memoria de la tragedia de su experiencia. Una llamada de atención que apela a
ciertos lectores para que revisen su propio pasado en busca de una historia que en muchos casos les
ha sido ocultada.
Es sabido que
El diario de Ana Frank
resulta el segundo libro más vendido después de La Biblia.
La ruptura de la confianza radical de la infancia, de la manera más brutal, siempre ha resultado
perturbadora. Pero cuando se cuenta con el testimonio producido décadas más tarde por quienes han
logrado sobrevivir, sale a la luz una diversidad de miradas que borra cualquier moraleja
pacificadora. Están quienes prefieren olvidar e inventarse una identidad nueva, los que muestran
con orgullo sus logros profesionales para presentarse invencibles, quienes se atreven a exhibir el
modo en que el genocidio les impidió avanzar en sus vidas en cualesquiera de sus expresiones,
quienes recuerdan para sí mismos y quienes lo hacen para un futuro al que ya no auguran grandes
cosas. Sólo resta indagar en qué medida cada una de estas experiencias exige a los lectores un
trabajo interpretativo que revise la presunción de que la experiencia del horror resulta suficiente
para conocerlo. Y que aleje, además, de la comodidad de la mera indignación.
El cine como espejo
El los últimos años, también el cine se ha encargado de evocar los testimonios de quienes
padecieron el Holocausto siendo niños. Cada caso deja a la vista la diversidad de carnaduras que
adquirió el genocidio. El documental
Los niños perdidos de Berlín, narrado por Anthony Hopkins
y dirigido por Elizabeth McIntyre, reconstruye una reunión de sobrevivientes de la última escuela
judía berlinesa cerrada en 1942.
Materia gris, de Joe Berlinger, se ocupa de la cara más
brutal del genocidio: los experimentos eugenésicos. Es así como presencia el desentierro en Viena
de los cerebros preservados de más de 700 niños que fueron víctimas del Dr. Heinrich Gross, alias
el Mengele austríaco. Con el soporte de la voz de Judi Dench,
En brazos de un extraño de Mark Harris se concentra en los
Kindertransporte: el salvataje, meses antes de que se iniciara la II Guerra Mundial, de más de 10
mil niños judíos que encontraron refugio en orfanatos británicos.
Testimonios visuales del Holocausto
Si Ana Frank fijó en su
Diario la tragedia en letra impresa, con pocos años más
Charlotte Solomon es recordada por haber hecho uso de la
acuarela para relatar los años anteriores a su muerte en Auschwitz. Las casi 800 imágenes tituladas
¿Vida? ¿O teatro? dan cuenta –en un estilo que muchos asocian al fauvismo– de su exilio
forzado en Francia cuando su familia berlinesa decidió ponerla a salvo. Hay, claro, otros
testimonios visuales clave de la experiencia infantil del Holocausto: los dibujos realizados por
los niños apresados en el ghetto checo de Terenzin dan cuenta no sólo de la terapia del arte, sino
también de la incomprensión más radical encarnada en los ojos de esos chicos. Meses atrás, Buenos
Aires presenció otro modo de hacerse de la herencia de los niños de Terenzin: la muestra El arte
contra la muerte, de la argentina Rosa Revsin en el Centro Cultural Recoleta, presentada luego en
el Museo Judío de Praga, recogió fotografías inspiradas en las imágenes dibujadas en los talleres
de arte infantil del ghetto dirigidos por la artista de la Bauhaus Friedl Dicker-Brandeis.