CULTURA
Una radiografía del ensayo en Hispanoamérica

Mentes maravillosas

¿Qué se puede escribir del tacto, de la vista, de la risa, del silencio? Al parecer nada y todo, o al menos eso está haciendo el ensayo en lengua castellana en el último tiempo. Sus responsables están por toda Hispanoamérica: Argentina, España, México, Chile.

1224_ensayos_get_g.jpg
¿Qué se puede escribir del tacto, de la vista, de la risa, del silencio? Al parecer nada y todo, o al menos eso está haciendo el ensayo en lengua castellana en el último tiempo. | get

En un ensayo sobre el filósofo y escritor francés Julien Benda, José Bianco señala que cuando Benda abandona completamente la música, “y cierra su piano para siempre, hace, a propósito, una serie de curiosas y paradójicas reflexiones. Se pregunta si los grandes compositores no debieron de luchar con lo que hay de disolvente en la materia sonora”. Para Bianco, que escribió con ingenio, con una prosa clara y asociaciones brillantes, Benda creía que la música era un arte abrumador, porque “nos procura una especie de visión del cosmos antes de que el hombre exista, nos sumerge en una pequeña orgía de infinito”. Bianco, que fue además secretario de redacción de revista Sur por más de veinte años, supo explicar la obra de Marcel Proust, de Paul Léautaud y de buena parte de la tradición francesa, de la que estaba muy imbuido, pero también podía abalanzarse sobre algunos escritores latinoamericanos y, desde luego, sobre la literatura argentina. Han pasado más de treinta años de la muerte de Bianco y desde ese momento el ensayo, no sólo argentino sino en lengua castellana, ha cambiado. Hoy, por ejemplo, los temas a los que se dedican los ensayos parecen menos complicados: la vista, el silencio, la risa, el tacto. Son los sentidos a través de los cuales percibimos la realidad y también hechos tan naturales que muy pocas veces nos hemos atrevido a pensar. Y junto a estos temas hay una serie de ensayistas, la mayoría de entre treinta y cuarenta años, que han publicado sus libros en el último tiempo. ¿De qué tratan exactamente, qué buscan, cómo es su escritura y, lo más importante, cómo conciben el género inventado hace ya cuatro siglos por Montaigne?

En El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto, que se acaba de editar en España, el argentino Pablo Maurette va rastreando la representación del tacto en el arte, la literatura y la filosofía, partiendo de los griegos. Pese a que para Aristóteles el sentido preferido para los hombres era la vista, y Platón coincidía porque era el más afín para el intelecto; otros –como Demócrito o Lucrecio– no dejaban de reconocer la importancia del tacto, que Maurette desarrolla en este ensayo como lo háptico, o “‘grado cero’ de la sensibilidad”, con Francia como su “territorio cultural”. Lo háptico pone el acento en el cuerpo, porque el tacto sirve para percibirnos desde afuera y también desde adentro, “es la piedra fundamental de la experiencia humana en el mundo” y “la piel, el órgano del tacto, se forma alrededor de la octava semana de gestación”, constituyendo el primer sentido que se activa. Postergado por siglos de predominio de la vista, Maurette lo saca a flote. El hecho de que los ensayos sobre los sentidos, con énfasis en los sentidos bajos –olfato, gusto y tacto–, sea desde hace diez años una tendencia se lo adjudica a que “el encanto del ensayo es que, partiendo desde este tipo de observaciones que logran establecer conexiones con el lector, se va desplegando de manera asociativa, describiendo un camino muchas veces sinuoso, para ir tocando otros temas, que muchas veces son los mismos temas que tocan la filosofía, la ética, la religión, etcétera”. Observa que ensayos sobre temas más naturales o cotidianos, como la risa o el silencio, no le extraña que surjan, porque de eso se ha ocupado siempre este género, mientras que de los temas más elevados siempre se ha ocupado la filosofía.

Si bien Maurette estaba escribiendo su tesis de doctorado sobre este mismo tema cuando empezó el libro, prefirió dejar el lenguaje académico para la tesis, ya que estos ensayos precisamente fueron concebidos como “un refugio del discurso académico que me resulta, en la gran mayoría de los casos, tedioso y deliberadamente críptico”. Según él, la gran mayoría de los papers académicos expulsan al lector “no híperespecializado”, y personalmente lo aburren, pero además la idea que tenía era precisamente la contraria, es decir, que estos ensayos fueran una invitación a cualquier lector a entrar; en ese sentido, él optó por comportarse como un “buen anfitrión”, un anfitrión que incluso tuviera el gusto de leer este ensayo: “Esto no significa que el ensayo tiene que simplificar y vulgarizar temas, pensar eso sería subestimar al lector. Pero mediante un trabajo estilístico se puede evitar la jerga vacía, se puede expandir el terreno y se puede evadir la lógica férrea de la tesis y la demostración, propia del discurso académico. El ensayo no intenta demostrar nada”.

Mercedes Halfon es otra escritora argentina que ha escrito sobre uno de los sentidos, en su caso se trata de la vista, más específicamente del estrabismo que padecen su familia y ella en El trabajo de los ojos (Entropía); esa enfermedad la hizo precisamente reflexionar y narrar sobre la vista, porque en el caso de Halfon se trata de las dos cosas, ya que su libro es una crónica-ensayo narrada en primera persona, que arranca con la muerte del oculista que la había tratado de niña. Esa muerte la obliga a buscar otro oculista y en esa búsqueda se configura este libro. Halfon cuenta cómo es ser hija y hermana de estrábicos, de cómo a ellos los operaron y a ella no, y lo que significó eso, una presencia y una conexión con su cuerpo, con su forma de percibir el mundo, aunque eso, como bien observa, está determinado incluso por estados de ánimo: “No todos perciben de la misma manera los rayos lumínicos y eso hace que la construcción de las imágenes también varíe… La pupila puede cerrarse o abrirse por el miedo, la ira o la atracción”. Más adelante concluye que el estrabismo “es un problema de distancia con el mundo”. Pero no sólo padece de estrabismo, tiene astigmatismo e hipermetropía desde niña, “pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. Esto generó un pensamiento acerca de esa particularidad, de ese modo de mirar defectuoso. Mi dificultad para mirar y la reflexión sobre por qué, siendo que me cuesta ver, lo que quiero hacer es eso: mirar, leer, escribir, cosas que se hacen con los ojos. En algún momento me decidí a escribir sobre eso y el libro se fue escribiendo a lo largo de varios años”.

Halfon es poeta y junto a Fernanda Nicolini escribió una novela hace unos años, además se dedica a la investigación y a la crítica de teatro. Quizá debido a esta gama de intereses, su crónica-ensayo logra ese justo vaivén entre información, narración y reflexión, es como si el texto también fuera estrábico, y estuviera extraviado y buscara hacia “dónde dirigirse”, y por esto la narración se dirige hacia el primer oftalmólogo de la historia (siglo XVI), hacia el joven que inventó el lenguaje braille (siglo XIX), hacia los lentes, la fotografía, la mirada de los otros y la propia. Para esta autora, la ceguera “es una caída hacia adentro de la persona”. Este estado de extravío del texto lo explica la autora de la siguiente manera: “Las variaciones sobre un tema como una adición de elementos disímiles, más que lógicamente consecutivos, son elementos que están en el libro y que traigo de la poesía. Soy poeta, y es lo que leo la mayor parte del tiempo. También me interesó trabajar con la narración adelgazada, la metáfora como modus operandi permanente. No pensé en el libro como un ensayo, pero al tratarse de la visión, un tema bastante teórico, por momentos pareciera encontrar un tono un poco reflexivo propio de la prosa ensayística”.

El español Andrés Barba, junto con haber ganado el prestigioso Premio Herralde de novela, acaba de publicar en Argentina su libro de ensayos La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder (Fiordo), que son nueve textos que giran en torno a la risa, al humor, y que se interrogan sobre de qué podemos reírnos y cuál es el poder de este gesto tan natural en nosotros, porque todos nos reímos alguna vez, hasta los más amargos. Barba emparenta la risa al pensamiento cínico, a la escuela fundada por Diógenes en la Grecia antigua, que orinaba y defecaba a la vista de todos, pero lo hacía porque al lado de esta escuela de pensamiento siempre ha estado la performance. Los textos que escribe este autor van desde la parodia que hizo Chaplin de Hitler hasta el ventrílocuo Bergen, pasando por la vida privada de los cómicos y George W. Bush como payaso involuntario, en todos la presencia del narrar está –cual más, cual menos– presente, por lo que, al igual que Halfon, algunos son más crónica o relato aunque, a diferencia de ella, jamás recurre a la primera persona. Barba cree que el uso de la narración se debe a que “no ha habido un solo filósofo de la historia que no haya especulado en algún momento sobre el humor y que si me hubiese limitado a describir teorías de la risa no sólo no habría acabado nunca sino que habría aburrido a todo el mundo. La especulación sobre la risa tiene que estar anclada siempre en historias reales, en anécdotas concretas”.

En este punto hay algo en cierto tono en común de muchos ensayos que se han publicado en el último tiempo, más allá de las edades y nacionalidades. En Los niños perdidos, la escritora mexicana Valeria Luiselli también hace una crónica-ensayo en primera persona sobre la realidades de los niños migrantes en Estados Unidos y la realidad que les toca vivir cuando enfrentan un juicio para obtener su permanencia en el país (allí es donde aparece Luiselli como intérprete de esos niños en una corte de Nueva York); en Un año sin primavera, Marcelo Cohen indaga sobre la relación entre poesía y naturaleza, literatura y cambio climático, en un texto que va intercambiando registros, desde lo informativo hasta el diario; en Ultimas noticias de la escritura, Sergio Chefjec reflexiona sobre las tecnologías de la escritura, desde la máquina de escribir hasta la laptop y cómo estas tecnologías podrían influir en un modo de escritura. Todos ellos, más los mencionados anteriormente, parecen haber abandonado el lenguaje académico, plagado de notas al pie, que no sólo configura textos aburridos sino áridos. En vez de eso, estos autores van al encuentro de algo más multitonal, donde la variedad de recursos y herramientas es lo que predomina. Pese a su formación filosófica, Andrés Barba cree que es más o menos inevitable que escritores de ficción terminen optando “de manera natural por un tipo de ensayo más literario que no tiene por qué ser menos riguroso. Es más, tiene más riesgos mantenerse al margen del lenguaje de la tribu academicista y al mismo tiempo no renunciar a ninguna de las ideas que quieres exponer”. Quizá debido a la extrema brevedad del libro de Mercedes Halfon, aunque también a sus aspiraciones (parece más un libro de poesía que ensaya distintas versiones con el mismo tema), todo el resto se caracteriza por el rigor.

En la misma línea de Pablo Maurette, se sitúa Ensayos sobre el silencio. Gestos, mapas, colores, de la chilena Marcela Labraña (Siruela), en el que aborda la representación del silencio en el arte y la literatura. Descontando la introducción, que tiene un tono académico y áspero, el resto del libro está escrito con una prosa llana, llena de asociaciones, que hacen que la lectura fluya con placer. En un capítulo, por ejemplo, se cuenta la tradición monocroma en el arte, con especial dedicación en el artista francés Yves Klein, que después de Kazimir Málevich fue el primero en desarrollar esta escuela. En 1954, Klein debuta como artista o al menos eso hizo creer con el folleto de una muestra titulada supuestamente Yves. Peintures, que fue impresa en la imprenta del padre de Francisco Franco, en España. Se trataba de diez láminas dedicadas a ciudades, más específicamente diez rectángulos monocromos, cada uno de distinto color y tamaño. Las medidas de las láminas coincidían con las medidas de las supuestas obras. Según Labraña, “Klein hizo pasar Yves: Peintures por un catálogo con todas las de la ley”. Lo interesante del catálogo es que hay un prefacio con líneas horizontales pero sin ningún texto, aunque está firmado: “Dichos bloques silenciosos cobran sentido; logran decir, paradojalmente, sin necesidad de palabras. ¿Qué dicen o podrían llegar a decir? Quizás una especie de nuevo proverbio: a pinturas no figurativas, palabras mudas”. Aquí aparece por primera vez el concepto de silencio o mudez, que la ensayista chilena va rastreando durante su libro.

Labraña llega al silencio de la mano del poema Blanco, de Octavio Paz, de ahí escribió una tesina sobre él y su relación con la poética del silencio; sin embargo, por algún tiempo estuvo extraviada, hasta que sus múltiples intereses –poesía, narrativa, arte– encauzaron el rumbo no sólo hacia la tesina y la tesis doctoral que vino después, sino a la construcción de Ensayos sobre el silencio. En cuanto a la escritura, la ensayista trasandina se siente heredera de ese estilo escritural que “responde al modo de pensar/despensar tan propio del ensayo desde Montaigne en adelante. En este sentido, no puedo dejar de mencionar a Roland Barthes como inspiración a la hora de elegir los temas u objetos a tratar, y dejarlos hablar en la escritura, mostrarlos sin someterlos a una hipótesis o a un preconcepto. Y por supuesto a mi compatriota Martín Cerda y su libro La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo como ayuda en la comprensión de las características esenciales del género”.