CULTURA
entrevista a Hernan Ronsino

Observador de campo

Hernán Ronsino publica un conjunto de artículos literarios –que transitan la crónica y también el ensayo– que buscan establecer coordenadas para un cierto tipo de crítica intimista. Prosa maleable en un presente pleno de indeterminaciones.

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Experencia y memoria. El libro, de reciente aparición, escapa de la obra narrativa de Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975). En él conviven autores tan disímiles como Juan José Saer, William Faulkner y Marcel Proust. | rivelli

Notas de campo, de Hernán Ronsino (Chivilcoy, 1975), es un conjunto breve de crónicas y ensayos que no sólo opera como contracara de su obra narrativa (Glaxo, Lumbre, La descomposición), sino que trabaja en, al menos, dos planos más. El primero tiene que ver con sus precursores o, si se quiere, con cierta tradición argentina: Enrique Wernicke, Haroldo Conti, Juan José Saer, Ezequiel Martínez Estrada y Ricardo Piglia, pero también en autores tan diversos como Marcel Proust, William Faulkner y Alfredo Gómez Morel. “Aunque no sé si precursores sea el término, prefiero el de autores que me han influido o marcado”, aclara sentado en la mesa de uno de los tantos bares que hay en la avenida Scalabrini Ortiz. “Y esto pasa porque siempre cuando un autor me impacta mucho, siento la necesidad de escribir algo, y de alguna manera este libro recoge esas notas; hay muchos otros textos que quedaron afuera, y que también tenían que ver con estos autores que me han marcado, pero no los sentí maduros para incluirlos”.

De todos esos autores, la influencia de Saer se ha dejado ver en su obra. A cualquier otro le incomodaría la clasificación de “saeriano” que ha hecho majaderamente la crítica argentina para meterlo dentro de un anaquel, pero “esas marcas están sin duda presentes. El tema es lo que hace uno después con eso: ¿uno escribe siguiendo lo que dijo la crítica o escribe en función de lo que uno tiene ganas de escribir? Si la escritura es un espacio de apertura que se mueve en función de su propia búsqueda, la escritura siempre tiene que estar por encima de la crítica. Porque la crítica analiza lo que ya pasó y el escritor tiene que estar mirando por fuera, saliendo de ese mapa”.

La figura del mapa está presente en el primer texto del libro, allí Ronsino entrega un mapa fundacional de Chivilcoy, su ciudad natal y donde sitúa la mayor parte de sus ficciones (hoy trabaja en una nueva novela que transcurre en Capital), y hay un momento en donde cita el excepcional cuento La calle de los cocodrilos, del escritor polaco Bruno Schulz: “Era evidente que el cartógrafo se había negado a recorrer esta zona como parte legítima de la ciudad”. Zona también es un término saeriano y la presencia del mapa “le permite”, observa Ronsino, “explorar –imaginariamente o, mejor, en esa zona de imprecisión que domina el universo de Schulz– una calle”. Quizá prefiere el mapa de Schulz al de cualquier crítico literario, un mapa que le permite además perderse. “Hay una analogía en ese cuento con la literatura: qué sería la literatura si no inventar mapas ilegítimos. Entonces, si yo respondo en función de dónde me ubican los críticos, estoy frito”.

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El otro plano que recorre los textos de Notas de campo es cómo la experiencia a través de la memoria se convierte en narración literaria, y hay varios ejemplos de esto, incluyendo una cita de Ricardo Piglia: “La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco”. Para Ronsino, hay dos modelos de experiencia: por un lado el modelo de Hemingway, que es tener una aventura o una fuerte experiencia y después trasladarla al texto literario, entonces “la literatura vendría a rescatar lo vivido para no perderlo”, y por otro lado está el modelo de Piglia, quien le da una vuelta de tuerca a eso “y dice que la literatura misma, y aquí incluye tanto la escritura como la lectura, es una experiencia tan fuerte como las experiencias que podemos tener en la vida, esa experiencia es la que se produce con el lenguaje, de este modo no estaría tan escindida la vida de la literatura”. A Ronsino le gusta la idea de establecer una especie de diálogo entre estos dos modelos. En cuanto a la memoria, también hay dos formas: la memoria involuntaria de Proust y la memoria absoluta de Borges con el Funes.

En el libro hay un divertido ejercicio saeriano, y es cuando cuenta un asado en el taller mecánico de su padre, allí aparece el abuelo, que no iba nunca a ese taller, y ahí en torno al asado se pone a contar una anécdota, que es “muy similar a lo que se cuenta en El limonero real”. El abuelo es el que comienza el relato, pero lo termina el padre, mientras el hijo escucha; es como una carrera de postas, pero anclado en el relato oral del abuelo, que vuelve a aparecer en otro texto, cuando cuenta el pasado de éste como sereno en la fábrica Glaxo, en la que para no aburrirse se inventa historias: “La figura del abuelo es muy fuerte porque es como la figura del narrador oral. Pero además el sereno, solo en la noche en una fábrica inventándose historias, es el modelo del escritor”.

Otro de los buenos momentos es el texto en el que muestra que en la provincia todo puede pasar: “Uno cuando empieza a recorrer y analizar los pueblos del interior se da cuenta de que la maquinaria que tienen para producir relatos es idéntica: siempre hay alguien, por ejemplo, que cuenta algo extraordinario: ‘Por acá pasó San Martín’, siempre hay un hecho extraordinario de la historia o algún rasgo de grandilocuencia que quieren darle al pueblo, y esos elementos se vuelven características esenciales del pueblo. Por ejemplo, en Chivilcoy vivió Cortázar y dio clases hasta irse a Mendoza, Cortázar escribió un montón de cartas desde allí y odiaba el pueblo, de hecho huyó de él, pero pese a ello el pueblo lo celebra y dice: ‘Cortázar vivió en Chivilcoy’”. Ronsino escribió sobre la estadía de Cortázar en su pueblo en Lumbre.