CULTURA

Plenos poderes

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¿Qué hace García Márquez cuando escribe? (hablo en presente: los buenos escritores no mueren). ¿En qué consiste su gracia, su encantamiento verbal? Son muchos sus recursos, sus trucos, pero sin duda el más poderoso es la exuberancia. Hace brotar subfrases dentro de la frase castellana, la abre en direcciones diversas, inesperadas. A veces lo hace a través de lo que podríamos llamar genitivo infinito; dice, por ejemplo: “...turbado por las ansias de fugarse de la gloria inasible de ese martes nevado de mierdas verdes de animales dormidos... De, de, de...”
Otras veces, lo hace con largas oraciones subordinadas dentro de otras subordinadas, con circunstanciales envolventes de tiempo y lugar y fin y modo, con enumeraciones exhaustivas que se terminan deshaciendo hasta formar otra frase, con cambios de voz, con un desorden vital y deslumbrante, y con tantos amagues a la normativa que harían que los lingüistas se agarren a trompadas si tuvieran que ponerse de acuerdo en cómo llamar a lo que hace el autor.

Siempre encuentra huecos en el lenguaje por donde abrir nuevas posibilidades expresivas, proyecciones verbales que salen como plantas desaforadas rompiendo el árbol básico de la sintaxis española. Logra que las oraciones de pronto sean tridimensionales: van hacia adelante en la narración, pero pueden ir hacia atrás en el tiempo y hacia todos los costados en lo sensorial. Y tiene un truco de narrador poeta: nunca su poesía es explícita, nunca cae en esa prosa poética invertebrada y alienada. Puede ser barroco pero siempre es claro, y se mantiene en lo narrativo, cerca de la naturalidad de la dicción de lo coloquial.

En El otoño del patriarca es donde lleva más lejos su búsqueda de ruptura, y quizá por eso sea su libro más incomprendido. La novela tiene pocos puntos, en medio de la frase salta de la tercera persona al diálogo, mete pedazos de canciones, dichos populares, distintas voces, abundan los falsos conectores, los peros, los porqués, los sin embargo, que no son adversativos sino formas de hacer que siga fluyendo el río infinito de la frase sin cortarse. Vale la pena hacer el esfuerzo de entrar en esa corriente y dejarse llevar por su fuerza, su libertad creativa.

García Márquez se definía como Caribe. Decía tener más que ver con un cubano que con un compatriota de la zona de Bogotá. ¿Qué hace el mar Caribe? ¿Qué provoca en la gente? Desde el arribo de la lengua castellana a esos paisajes se ve la semilla de la exuberancia. Ya el diario de Colón, transcripto por Bartolomé de las Casas, pone en evidencia lo que le pasa al lenguaje de Castilla y León cuando pretende describir el Nuevo Mundo. Colón escribe y entra en el realismo mágico, se pone garciamarqueño, empieza a enumerar las islas, los puertos, la gente, los pájaros, los peces, siente que exagera, habla de hombres con hocico de perro, de sirenas horribles, no le alcanza el español, pide disculpas a los reyes por hablar tanto en modo superlativo, por no poder describir realmente el continente surrealista que estaba viendo por primera vez.

Sin duda, Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera son mejores como historias, son novelas de trama más contada, muy geniales. Pero es en El otoño del patriarca donde la energía verbal, el impulso caribe de García Márquez, alcanza el grado mayor de maestría, donde toca el cielo del idioma con las manos, donde la rompe (a la lengua, a la literatura) y donde abre el castellano en tantas direcciones que todavía van a pasar años de negaciones y parricidios literarios para que nos demos del todo cuenta de su legado inmortal.