CULTURA
Marcel Proust

Querido amigo, te escribo

A 100 años de la publicación del primer tomo de En busca del tiempo perdido, Gallimard lanzó un volumen con 23 cartas que Proust le escribió a una vecina. A este libro se le suma ahora la edición de Cartas a tres amigos hispanos (Pre-textos), libro que reúne cartas inéditas en castellano.

Marcel Proust.
| Cedoc

La conmemoración de los 100 años de la publicación del primer tomo de En busca del tiempo perdido fue ocasión para el lanzamiento en Francia de varias novedades en torno a Marcel Proust. No faltaron las exégesis, ediciones facsimilares y homenajes de todo tipo, pero entre tantos libros se destacó una inesperada y muy grata secuela de la obra del escritor francés. Se trata de un conjunto recién descubierto de unas 23 cartas que el escritor envió entre 1908 y 1916 a una vecina del edificio del Nº 102 del Boulevard Haussman, donde vivió hasta 1919 y escribió la mayor parte de su gran novela. Las cartas fueron adquiridas en 2010 por el Museo de Cartas y Manuscritos de París, luego de una exposición dedicada a Proust, e inmediatamente surgió la propuesta de publicación de Gallimard (la misma editorial que carga con el pecado original de haber rechazado el manuscrito del primer tomo de la novela). Estelle Gandry, encargada de las exposiciones temporarias del museo, junto a Jean-Yves Tadié, uno de los mayores especialistas de la obra de Proust, necesitaron dos años para establecer el texto y datar las cartas, una cuestión nada menor, ya que Proust solía omitir las fechas en su correspondencia.

La destinataria de las cartas es Marie Williams, una joven música que vivía en el tercer piso del edificio junto a su segundo marido, dentista norteamericano aficionado a los deportes. Se sabe de Marie que nació en 1885 y que en 1903 se casó primero con un empleado de una aseguradora, con quien tuvo un hijo. Cinco años después (momento en que comienzan las cartas) se divorció y se instaló en el departamento del Boulevard Haussmann. Marie tocaba el arpa, tenía una salud frágil como Proust y era una gran lectora. Su correspondencia con el escritor no agrega datos sustanciales a su biografía, pero en cambio construye en la imaginación del lector un personaje seductor, la figura de una mujer refinada, lánguida y un poco solitaria, unida a Proust por una mezcla de azar y mundos comunes.

Proust se había mudado a ese departamento en 1906, luego de la muerte de sus padres.  Al año siguiente comenzaría a escribir En busca del tiempo perdido y a pasar cada vez más tiempo encerrado, dedicado a la escritura. Pero el boulevard, con sus multitudes y su ruido, con el polen de sus castaños que le generaba crisis de asma, no eran el entorno más adecuado a la sensibilidad exacerbada de Proust. Para protegerse del ruido a poco de mudarse había tapizado las paredes de su cuarto con planchas de corcho, aunque el corcho sólo atenuó parcialmente sus tormentos. Es de ruido, fundamentalmente, de lo que se habla en estas cartas. O más bien, el ruido es el pretexto de un intercambio que sin embargo se ramifica y evoluciona a lo largo del tiempo. Proust, que trabajaba de noche y dormía (o intentaba dormir) durante el día, le escribe con frecuencia para solicitarle silencio durante una hora determinada. “Permítame recomendarme a usted y al Doctor para mañana martes en relación con el ruido (temprano).  Hoy he tenido que salir en condiciones de salud más que peligrosas y temo muchísimo por mañana a la mañana.” O bien: “Espero que no me encontrará demasiado indiscreto. He tenido mucho ruido estos días y como no estoy bien, soy más sensible de lo habitual. Entiendo que el Doctor deja París pasado mañana y adivino todo lo que eso implica para mañana en cuanto a cerramiento de cajas. Sería posible, o bien que cierren las cajas esta noche, o bien que no las cierren mañana hasta después de las 4 o 5 de la noche (aunque si mi crisis termina antes me apuraré a comunicárselo).”

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Una especie de intimidad se va creando a partir del intercambio de flores, libros y noticias acerca de conocidos compartidos. Madame Williams se revela como una lectora entusiasta de su obra. Proust le envía sus Retratos de pintores y más tarde se corresponden acerca de En busca del tiempo perdido, cuyo primer tomo acababa de salir. Al ser consultado sobre la secuela de la novela, Proust, que en esa época pensaba que terminaría ocupándole sólo 3 volúmenes, le responde advirtiéndole de la necesidad de leer el conjunto para comprender su significado. “Si se refiere a la continuación”, le responde Proust, “no hay más que unos extractos, bastante largos es cierto, del segundo volumen, que aparecieron en la Nouvelle Revue Francaise. (...) ¿Pero podrán estas páginas sueltas darle una idea del segundo volumen? Y el segundo volumen no significa en sí mismo gran cosa; es el tercero el que proyecta la luz e ilumina los planos del resto.” El manojo de llaves, concluye, “no está en el mismo cuerpo del edificio donde se encuentran las puertas cerradas.”

A pesar de que vivían en el mismo edificio, Proust y Williams se encontraron solamente en un par de ocasiones. En una de esas ocasiones, Marie tocó el arpa para él. Resulta sugestivo pensar que, en lugar de ser simplemente depositadas en el buzón o pasadas por debajo de la puerta, muchas de esas cartas  llegaban a madame Williams a través del largo rodeo del correo. Puesto que las cartas en sí mismas implicaban un rodeo, hay ahí un doble rodeo, doble distancia que crea un espacio imaginario, donde Marie Williams se convierte en literatura. La correspondencia, llena de elaborados cumplidos y largas frases características de la sintaxis de Proust, se vuelve más sentida y regular al llegar la guerra: “Es siempre un gran placer para mí recibir una carta suya. La última ha resultado particularmente dulce en estas horas terribles donde se tiembla por todos los que uno ama, y no me refiero solamente a la gente que uno conoce.”  La suma de las cartas va armando, tal como señala Tadié en el prólogo, una pequeña novela, aunque se trata de una novela trunca. La correspondencia conservada llega hasta 1916, y sólo podemos imaginar las cartas intercambiadas durante los 3 años siguientes, hasta 1919, año en que tanto Proust como Madame Williams se ven obligados a mudarse por la venta del edificio, que pertenecía a la familia del escritor.

Marie se divorciaría unos años después del dentista, para casarse de nuevo, esta vez con un músico, el pianista Alexandre Brailowski. En 1931 terminaría suicidándose. Las cartas que intercambió con Proust pasaron a su hijo y de este a su nieto, que las conservó en secreto hasta hace poco más de tres años. El impacto de este descubrimiento es tanto mayor cuanto que Proust no dejó registro en ningún lado de su relación con su vecina.  

Cartas a tres amigos hispanos. Si Madame Williams, esa íntima desconocida del Nº 102 del Boulevard Haussmann, es una lectora de la obra de Proust y de En busca del tiempo perdido, los tres destinatarios de Cartas a tres amigos hispanos son parte del mundo mismo de la gran novela. El libro recién publicado por la editorial Pre-textos contiene cartas inéditas en castellano a tres figuras que de alguna manera u otra contribuyeron con algún elemento a la composición de los personajes proustianos. Tal vez el primero de esos destinatarios (Gabriel Iturri) es el que resulte más familiar para el lector argentino, o para aquellos que hayan leído la excelente biografía de Carlos Páez de la Torre (h) sobre este tucumano que escapó tempranamente del claustrofóbico ambiente provincial y terminó reinventándose como secretario del conde Robert de Montesquiou.

Montesquiou fue, como señala Guillermo David en el prólogo a las cartas de Iturri, “el emblema más notorio del dandismo y, por tanto, de su época, que va de la derrota de la Commune a la Gran Guerra.” Hoy, sin embargo, es mucho más recordado por haberle provisto a Proust el modelo vivo para la construcción del personaje del Baron Charlus. Durante años, Proust se pasó observando y tomando notas de este personaje extravagante, poeta mediocre y esteta de su propia vida, al que llamaba “Maestro” y “Gran Poeta” en cartas atiborradas de empalagosa adulonería. Mucho de esto aparece en las cartas al secretario del conde, donde se acerca por momentos a la hipérbole: “¿Cuándo volverá monsieur de Montesquiou a consolar Versailles que llora con todas sus hojas y todas sus ruinas desde que ya no tiene que llorar más que a Luis XIV?” 

Iturri, secretario y amante del conde, es el modelo de otro personaje proustiano, el Jupien que en la novela aparece inseparablemente asociado al barón de Charlus. Había llegado a Europa a los 21 años, luego de un breve paso por Buenos Aires, buscando en parte un ambiente más tolerante con sus inclinaciones sexuales. Vivió en Lisboa un par de años, estudiando en un colegio inglés, donde hizo amistad con hijos de familias de alcurnia y cambió su nombre a “D’Yturri”. Finalmente llega a París y trabaja durante un tiempo como secretario para un barón, hasta que conoce a Montesquiou en una exposición y pasa a su servicio. Las cartas de Iturri, según David, “muestran claramente el papel de intercesor que el tucumano cumplió en el vínculo con el conde de Montesquiou al mismo tiempo que este apadrinaba la iniciación social y literaria del petit Marcel.”

Las cartas dirigidas al marqués Ilián de Casa Fuerte, un aristócrata nacido en Italia pero con fuertes raíces españolas, al que Proust había conocido en París, pertenecen todavía a la zona de la sociabilidad parisina, aunque carecen de la formalidad alambicada de las cartas dirigidas a Iturri. Distinto es el caso del tercer conjunto de cartas, que tienen como destinatario al escritor franco-argentino Max Daireaux. Esta correspondencia nos lleva a una zona diferente de la experiencia y la obra de Proust: al balneario de Cabourg sobre el que el escritor construyó su inolvidable Balbec. Proust fue por primera vez a Cabourg en 1908, en un momento en que ya estaba comenzando a esbozarse el proyecto de la novela. Las notas que tomó en ese viaje sobre los jóvenes con quienes interactuó en el balneario le servirían más tarde para la construcción del personaje de Saint-Loup y de la pequeña banda de muchachas de Balbec. Uno de los jóvenes que conoció ese año en Cabourg fue justamente Max Daireaux, que tenía entonces 24 años.

El padre de Max era un ingeniero francés que había llegado a la Argentina a comienzos de la década del 70 y que participó activamente en la vida cultura e intelectual del país. Se casó con una argentina y tuvieron seis hijos. Max, el más joven de los seis, pasó gran parte de la infancia y la adolescencia en Argentina, hizo un tramo de sus estudios en el país y recién en 1902 viajó a Francia para estudiar en la Escuela Superior de Minas. Las 13 cartas incluidas en el libro dan cuenta de la amistad entre los dos escritores, muestran a un Proust generoso, dispuesto a ayudar a Daireaux en su carrera, y permiten entrever desde otro ángulo el mundo de Cabourg. Son también una invitación a redescubrir la figura de Daireaux, de quien se incluye en el apéndice un interesante relato.

*Desde París.

 

Carta a Daireaux (poco después del 19 de junio de 1913)

Mi querido amigo:
Su carta me dio una alegría por las cosas tan tiernas que usted me dice al principio y me interesó y fue útil todo lo que vino después. Es hermoso pensar que a su don de escritor elegíaco y poeta, a su vena totalmente diferente de ironista y de pintor de caracteres, se añade ese pensamiento científico. HOMO TRIPLEX. Yo le decía que podía interesarme más por lo que usted escribe que por mi libro. Y usted me prueba que me ha comprendido al hacer usted mismo semejante abstracción de sí para ocuparse de mí.

Mi indiferencia (relativa) hacia mí mismo se manifiesta aun en el hecho de que no retengo jamás ninguna ridiculez de los otros, y almaceno como algo de valor lo que he observado en las mías. Así, en este libro que usted recibirá, no hay (en el segundo volumen) más que una sola “palabra tonta” citada, y fue dicha por mí en su casa. El otro día al hojear un volumen sobre la pequeña ciudad de donde venimos y donde una calle lleva el nombre de papá, una el de mi tío, donde el jardín público es el jardín de mi tío, etcétera, yo leía los nombres de los Marcel Proust en los empleos más humildes, escribanos forenses o curas o magistrados del siglo XIV al siglo XVII; pensaba en esos parientes lejanos no sin cierta ternura cuando de golpe una palabra magnífica de estupidez, tal como habría necesitado uno de mis personajes del segundo volumen, me volvió por primera vez a la memoria. Eso ocurrió hace cinco años en casa de sus padres que me habían recibido muy amablemente, en Carbourg. Su señor padre me preguntó: “¿De qué provincia es usted oriundo?” Y respondí: “De Eure et Loir.” “Es un departamento” respondió con crueldad involuntaria su señor padre. (...) Quedé petrificado como el pequeño muchacho que en el Livre de mon ami dijo “Buen día señor” a la dama que él amaba.

*Marcel Proust