CULTURA
carlos arnaiz, en jorge mara

Resplandor de primavera

<p>Carlos Arnaiz (Buenos Aires, 1948) se ha inspirado en distintas ocasiones en el fascinante universo vegetal para componer parte de su extensa obra. Oleos y dibujos nutridos por elementos como plantas y flores, que se entrelazan en un ritmo alucinado de las formas naturales. Metáforas de un mundo exuberante.</p>

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Lo que caracteriza a la gran ruptura que se produjo en los 60 del siglo pasado es que el arte se transformó radicalmente. De ser pensado, producido y leído como una artesanía de lujo (en el marco de una tradición que duró más de cinco siglos) pasó a ser producido, pensado y leído como una máquina de pensar. Debido a que el soporte privilegiado por el arte anterior a la era contemporánea fue la pintura, para dar cuenta de la ruptura de los 60 se habló de la muerte de la pintura como metáfora y símbolo de esa herida gloriosa. Pero la pintura, obviamente, no murió. La gran ruptura contemporánea, por el contrario, liberó a la pintura de su obligación de ser la imagen privilegiada del arte y la transformó en una de sus posibilidades. Le sacó un peso de encima: ya no debía cargar con la significación de lo estético en sí; se podía dar el gran lujo de jugar. Gracias a eso la pintura se reinventó y se atrevió a probar todo: a ir, incluso, más allá de la pintura. La muestra Flora, de Carlos Arnaiz, es una imagen posible (aunque para nada imperial) de cuán libre puede ser la pintura luego de la muerte de la Pintura.

Arnaiz presenta varias grandes telas, pintadas al óleo, capa sobre capa, apostando en ellas a un arco iris de colores velados, sutiles, surgidos casi de incógnito. Frente a ellas muestra varios papeles en los que los grises, el blanco puro, el negro y algún color muy diluido juegan a cercarse unos a otros. En la sala del fondo de la galería se encuentra una serie de pinturas que forman parte de un libro de artista: dan cuenta del proceso de construir la imagen. Lo que muestran todas estas pinturas –realizadas sobre distintos soportes, pero siempre al óleo, aunque con distintas intenciones y dando cuenta de distintas tensiones– son formas vegetales que aluden, casi desde el primer golpe de vista, a lo floral.
Lo floral, no las flores. Arnaiz pinta la idea platónica, la forma pura (que, por supuesto, no existe). No existe en las telas y papeles que forman Flora la imagen mimética de una flor que les haya servido de referente. No hay un mundo material más allá de estos cuadros: Flora fotografía la mente de Arnaiz en el momento en que imagina Flora. No es casual que estas pinturas recurran al óleo. Ese material tradicional (la pintura renacentista surge ligada al óleo más que al soporte, ya que los soportes podían ser tanto maderas como telas e incluso distintos metales) exige una técnica especial, muy distinta del acrílico, por ejemplo. Además, el óleo permite construir sobre el soporte otro mundo material, denso y sutil a la vez: una materia que sólo vive en la pintura. Como ha dicho John Berger: “Lo que distingue la pintura al óleo de cualquier otra forma de pintura es su especial pericia para presentar la tangibilidad, la textura, el lustre y la solidez de lo descripto. Define lo real como aquello que uno podría tener entre las manos”.

Son tan etéreas y sutiles las flores que deja entrever Flora en su delirio cromático que quizá no se puedan tener entre las manos, como añora Berger. Pero en esa densidad inestable (la iridiscencia del color más que el volumen del objeto) anida su fuerza. Arnaiz recrea, a través de capas de colores que se superponen con otras capas de colores, la potencia tridimensional de una flor perfecta. Pero esa flor perfecta vibra en la tela: no tiene contraparte en el mundo de los átomos. Arroja sobre el derrotero cotidiano su forma única, siempre en proceso de construirse, nunca acabada. Juega. Brilla. Ese fulgor ilumina, como una lámpara mental, las formas imaginadas.

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