CULTURA

Retrato inconcluso de un polígrafo

A los 87 años murió el Nobel colombiano, recordado como el más simpático, pícaro, inteligente y astuto.

Momentos en la vida. A la izquierda, García Márquez cuando era un bebé. Arriba, el escritor colombiano cuando junto a su esposa, Mercedes Barcha, el 30 de mayo de 2007, visitó su pueblo natal, Aracata
| Cedoc

La relación entre el mito editorial y el reconocimiento de un escritor se desmiente en la lectura de su obra. Es notable la sensación de fractura expuesta, herida sin pudor retratada durante años, respecto de la vida de Gabriel García Márquez. Tanto es así que, al igual que Jorge Luis Borges, ha garantizado que una biografía póstuma se enfrente con un escritor ocupado en despejar toda duda, o de hacerla más insondable, para dificultar una nueva construcción fantástica que no sea la suya (Vivir para contarla, 2002), o por dejar una última humorada para el “oficio de este mundo” que es el periodismo en su rama de investigación y que en la recopilación de sus artículos en tal género reinventa la imagen del cronista-escritor en el lugar exacto, a la manera de Oriana Fallaci. Otra característica es la familiarización, la digestión cultural que universalizó su apodo, Gabo, logrando una reverencia y recuerdo entrañable sobre las lecturas de época. Ignoro el efecto contemporáneo en los nuevos lectores, pero al releer las páginas de La hojarasca, su primera novela, encuentro el génesis de lo “latinoamericano”, la proyección en el imaginario de lectores distantes, y con una sonrisa saldo el malentendido: del sur del río Bravo a Ushuaia, todos usamos guayabera. Al punto que el Tony Montana de Brian de Palma en Scarface es más el resultado de tales confusiones que de una transmigración mafiosa de John Travolta (al que años después Tarantino dará entidad, como un recuerdo cinéfilo del ansia).

Si el boom de la literatura de habla hispana ocurrió a la luz de una rémora del flower power (García Márquez recibió el doctorado honoris causa de la Universidad de Columbia en 1971), la guerra de Vietnam, la Revolución Cubana y las dictaduras más aberrantes de la región, es también el resultado de cierta mirada intelectual puesta en jaque por los conflictos del fin de siglo XX. Acaso el Premio Nobel de Literatura que García Márquez recibe en 1982 sea el saludo de despedida al “intelectual comprometido” en dignas causas socialistas resistiendo al desencanto de los genocidios rouge y de la derecha más radical, entre dos imperios bélicos, aún hoy para nada razonables. Más allá de su cuestionada amistad con Fidel Castro, que llega a las amargas recriminaciones del poeta cubano Reinaldo Arenas en su triste testimonio que tituló Antes de que anochezca, su fascinación por el poder tiende sombras sobre el pasado, y tal vez este caso sea el que más afecte la experiencia de lectura. El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá Grande, son obras iniciales y a la vez germen de una técnica que desata la imaginación, desencajando el tiempo como gozne lineal en la trama novelística, innovación que expulsa a viejos dioses del relato bíblico para recrear un universo fáunico de dimensión humana. Tal puerta de ingreso a lo fantástico adquiere su fama con Cien años de soledad, cuya publicación es producto tanto de un error editorial como de un acierto: al rechazo de la obra por parte de Seix Barral siguió la apuesta de Editorial Sudamericana en Buenos Aires, donde se convirtió en un fenómeno de ventas hacia todo el mundo. El motor de difusión encumbró al movimiento llamado “realismo mágico”, más allá de ciertas operaciones de autopromoción como fue el libro de Mario Vargas Llosa Historia de un deicidio (1971, Seix Barral, enmendando su error y subiéndose a la ola del suceso), que además de elogio al libro que consagró a su amigo le permitió obtener el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. (Ver recuadro “Enemigos íntimos”.)

Al éxito y el reconocimiento mundial siguió lo más difícil para un escritor, superar la fama de un libro. En ese compromiso siguieron: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Ojos de perro azul, El otoño del patriarca, la compilación de sus cuentos entre 1947 y 1972, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto y Memoria de mis putas tristes. Allí su estilo impregna cierta evocación de un territorio víctima de la distancia, o de la imposibilidad de una memoria tan vívida como íntegra, ya por vivir en México desde los 60, ya por los compromisos editoriales y políticos que lo convierten en una celebridad ambulatoria internacional. Hay, eso sí, cierta añoranza por la lengua abandonada a su suerte histórica. Y en tal paradigma es donde también aparece el oficio mencionado desde un principio, y que marcó su pasaje del universo paralelo de la ficción a la creación de un género llamado, no sin ingenuidad, “narrativa periodística”, y más tarde “nuevo periodismo”.

Esto, que es la apuesta a la capacidad de percepción y sensibilidad ante cualquier suceso de lo real, creó la ilusión de que tal virtud fuera transmisible, mientras no hizo más que confirmar su carácter de irrepetible en Relato de un náufrago, Cuando era feliz e indocumentado, Chile, el golpe y los gringos, Crónicas y reportajes, Periodismo militante, De viaje por los países socialistas, La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile, Notas de prensa, 1961-1984, Noticia de un secuestro y Por la libre: obra periodística (1974-1995). Semejante singularidad remite a la negativa: el periodismo está advertido de lo que hay que eludir porque no haría más que malograr el ejemplo del escritor colombiano. El carácter de magíster, indudable, lo ha llevado a la creación (junto al entrañable Tomás Eloy Martínez) de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que lleva su nombre (http://www.fnpi.org). Pero, ¿eso alcanza? ¿Qué registro intelectual puede sobrevivir a la evolución tecnológica y la crisis laboral que esto produce? ¿Qué pasará con el oficio mismo que quien esto escribe ve caer en un manto de incertidumbre? Si el espacio para lectura se reduce a la mínima expresión por el apuro de una ansiedad narcótica por lo inmediato, ¿el lector se transformará en un coronel envejecido que espera sin que nadie le escriba? La paradoja queda abierta junto con la certeza del fin. Gabriel García Márquez deja un legado a manos de la historia de la literatura, que no es benigna, no tanto como los lectores, que en años venideros confirmarán si lo universal le es justo, sino porque los avatares que lo encumbraron junto a sus pares pueden sumirlo en el olvido –la llegada torpe del marketing del rock al mercado del libro, como la ya molesta injerencia de la corrección política secular–, renovando una apuesta por la moda de lo tangible. Mientras tanto, es preferible recordarlo como el más simpático, pícaro, inteligente y astuto de un estilo que tomó dimensión de movimiento cultural.