CULTURA
yasujiro ozu (1903-1963)

Un cine moral y patriarcal

En el marco de las celebraciones por los 120 años de amistad entre Japón y Argentina, con diferentes actos que incluyeron la proyección de algunas de las películas de Yasujiro Ozu en la Sala Lugones, acaban de aparecer nuevas y reveladoras entrevistas inéditas en castellano al gran maestro.

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Yasujiro Ozu. Es unánimemente considerado uno de los grandes maestros de la historia del cine. | Cedoc

Lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza.” La frase no es grandilocuente, pero nos lleva a preguntarnos por cuántos o cuáles directores del presente son o serían capaces de constituir su filmografía sobre un precepto de tipo moral. La sola idea de hacer algo con el objeto de rescatar aquello que nos define como humanos parece inverosímil en un presente en el que el cine, al igual que otras artes, lucha por no convertirse masiva e irreversiblemente en un instrumento de la corrección política de último momento. Catalogado como el mejor director de su país y como el mejor a secas, según algunas encuestas cinéfilas y unos cuantos directores, Yasujiro Ozu deslumbró por la virtud técnica y el preciosismo de sus historias, siempre centradas en las relaciones familiares y siempre ambientadas en un Japón intervenido por la creciente irrupción de la cultura occidental.  

Murió a los 60 años, fumó y bebió excesivamente como algunos de sus solitarios personajes y vivió siempre con su madre: “A veces me pregunto cómo demonios hago para retratar la vida de personas de mediana edad, o la monotonía del matrimonio, sin tener la experiencia... Vamos, si solo puedo describir aquellas cosas que conozco por experiencia directa, ¿quiere decir que tengo que robar, matar y cometer adulterio para poder tratar estos temas?”, sentenció, con estudiado sentido común, en una de las tantas entrevistas hechas entre 1931 y 1962, traducidas al castellano por Amelia Pérez de Villar y compiladas en La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine, publicado por Gallo Nero en España y distribuido en Argentina por Waldhuter. Aunque su famosa “Trilogía de Noriko”, la colección de películas con Setsuko Hara como protagonista, compuesta por Primavera tardía (1949), Principios de verano (1951) e Historias de Tokio (1953) es lo más visto a nivel internacional, Ozu arrancó en el mudo y llegó hasta la década del 60, configurando una obra extensa, trascendente y casi obsesionada con amalgamar modernidad y tradición en un equilibrio justo y saludable. Juzgada bajo parámetros actuales, se encuentra en las antípodas del estilo de vida propuesto desde tantos productos audiovisuales, en el que los jóvenes encuentran goce e inspiración fuera del ámbito familiar, y los mayores calcan algunos de esos comportamientos, en una suerte de culto popular a la juventud que lo devora todo. Podríamos, entonces, definir al cine de Ozu no solo como moralista, sino como patriarcal, sobre todo si atendemos a la relevancia que otorgó a las figuras paternas. Algunos de sus padres son displicentemente tratados por sus familias, como en Historias de Tokio, conmovedora pese a no caer en el golpe bajo ni el sufrimiento explícito, tan propios del cine norteamericano y buena parte del europeo: “No estoy hecho para el melodrama. Es un género que aprovecha la teoría de que a la gente le gusta llorar al ver sufrir a otro que está peor que ellos. Sus personajes suelen ser estúpidos y carecen del más mínimo sentido común. Las cosas que les ocurren tampoco son normales. Yo no consigo digerirlo. Si buscara que los espectadores llorasen, quisiera que fuesen lágrimas de verdad, y no las que provoca un agente lacrimógeno.” Mucho antes que Vittorio De Sica, Ozu se sirvió, para Un albergue en Tokio (1935), de un padre pobre que, a diferencia del italiano de Ladrón de bicicletas fue abandonado por su mujer. Magistralmente filmada para la época, cumple con la premisa de despuntar lágrimas verdaderas por las vicisitudes de un hombre sin casa ni trabajo, que carga con sus dos hijos chiquitos. En El hijo único (1936) elige a una madre, también pobre, pero decidida a sacrificar su salud y su felicidad para que su hijo “llegue a ser alguien importante”, ilusión que, estando ante un director poco complaciente como Ozu, no se cumple.

Dividido en tres partes, “Conversaciones sobre mi oficio”, “Unas palabras sobre mis películas” y “Un arte rico en variedad”, La poética de lo cotidiano deja ver esa fijación con lo ético y la tensión entre identidad histórica y nuevas formas de comportamiento social y artístico: “Si yo fuera padre diría a mis hijos que no fueran al cine. Está bien hacer dinero con el cine, pero hay maneras y maneras. Me gustaría que se preservara cierto sentido de lo moral”. Llegando al final de su carrera y de su vida, Ozu se animó a las comedias e hizo magia con el uso del color, pero no cambió esencialmente sus ideas. En Otoño tardío (1960), tres amigos antiguamente enamorados de la mujer de un cuarto amigo ahora muerto, pretenden casar a la hija de ella con un candidato al que la chica parece resistirse. Sin embargo, y luego de batallar con todos los que la rodean, incluida su mejor amiga, admite que está enamorada del candidato en cuestión y los tres viejos brindan complacidos por haber sabido, antes que ella, lo que ella misma sentía. “A veces me dice alguien –contó Ozu en otra entrevista–: ¿Por qué no pruebas a hacer una película diferente? Yo respondo siempre que no soy más que un pequeño productor de tofu. Si se pide a un pequeño productor de tofu que prepare un plato de curri, o unas costillas de cerdo empanadas, nunca conseguirá que le salgan bien”.

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