DEPORTES
LECTURAS / un amor incondicional

GRITO DE GOL, GRITO DE IGUALDAD

La felicidad era eso: patear una pelota con otros niños en una plaza. Asi se le revelo el futbol a Evelina Cabrera. Y asi arranco su carrera en un ambito repleto de prejuicios.

20190105_1375_deportes_SUDEPO CONTRATAPA
. | Cedoc Perfil

Recuerdo cuando me enamoré del fútbol.
Recuerdo ese día allá en la plaza del barrio, cuando tímidamente paré la pelota que me pasó un niño que jugaba solo y empecé a patear con él.
Recuerdo la sensación de lo que sentí: la libertad y el placer.
Las ganas de salir corriendo con la pelota y patearla bien fuerte.
Pero lo que más recuerdo es la pérdida total de mi conciencia. Sentía que el tiempo se había detenido, o que el tiempo era infinito. Estaba flotando. No pensaba en el comienzo ni en el final de ese juego y la alegría recorría todo mi cuerpo.
Recuerdo haber pensado si la felicidad era esto.
Siempre miraba cómo todos lo jugaban en mi barrio. Nunca me perdía los partidos por televisión.
Empecé quizás por curiosidad. ¿Cómo ese juego generaba tanto amor y odio, tristezas y alegrías?
El juego parecía llevarte por todos los estados de ánimo, como la vida.
Y yo lo quería jugar, como quería vivir.
Pero muchos veían mal que jugara. Decían que no era para mí. Yo no entendía por qué no me dejaban.
¿Por qué era tan extraño querer disfrutar igual que todos? ¿Por qué no tenía la posibilidad de hacer un pase, de tirar un centro, de gritar un gol? ¿Por qué yo no podía?
Mi técnica quizá no era para un 10, pero sí sabía ubicarme. Siempre creí que si Marcelo Bielsa me veía, iba a quererme de titular en su equipo.
¿Pero cómo iba a tener la posibilidad de que alguien me viera si el fútbol, según ellos, no era para mí?
Este impedimento que yo tenía me generaba mucha vergüenza y mis ganas de seguir se iban pinchando como la pelota que a escondidas me compré mintiendo que era para mi hermano, así no me cargaban.
Por eso nunca me voy a olvidar de ese día en la plaza.
Vi a alguien pateando en soledad contra la pared con cara de resignación. Quizás la misma cara ponía yo en mi escondite del fondo de mi casa cuando me quedaba abrazando la pelota.
Me acerqué con miedo, de a poco. No quería que se enojara ni tampoco que saliera corriendo; no nos conocíamos.
En uno de esos centros hermosos que tiraba con fuerza contra el paredón de la plaza, la pelota rebotó y cayó frente a mí.
Me miró y yo solo atiné a devolverle la pelota sin hablar. Entonces se dio el milagro: me la volvió a pasar.
Empezamos a patear y de repente ya no estábamos más solos. Se derrumbó esa pared y comencé a sentir lo que siempre estaba buscando.
Sin dudas, la felicidad era esto.
Con el tiempo, nos encontrábamos siempre en la plaza. Me aceptaba. Y, por lo visto, había vivido la misma soledad que yo en su búsqueda de amigos.
Me tendría que haber advertido, cuando toqué esa primera pelota, que este era un camino de ida, Pero creo que su gesto de generosidad fue compartir esa alegría.
Hoy, después de tantos años, es imposible imaginar mi vida sin haber transitado por ese camino.
Fue un camino con mucho más amor que dolor. Y ese amor parecía imposible, quizá por mi timidez o mi forma de ser (no me podía conectar con los demás), me curó y fue el motor para seguir.
Con el correr de los días pasó algo mágico: en la plaza comenzaron a aparecer más pares y de repente éramos un equipo. En varias oportunidades quienes formamos ese equipo nos preguntábamos por qué costaba que nos aceptaran. Teníamos muchas teorías, algunas disparatadas y otras no tanto. En medio de esa duda existencial, pasaron algunos tipos y nos gritaron: “Andá a lavar los platos”, “El fútbol es de hombres”, y ahí fue cuando entendimos todo.
No había razones, solo había prejuicios.
No era que fuésemos malas jugando, sino que éramos mujeres.
Dudamos en varias oportunidades, nos derrumbamos otras tantas. No entendíamos por qué el fútbol no era para todas y todos, si apenas nacemos nos dicen de qué cuadro tenemos que ser, nos regalan ropa de su equipo favorito y hasta algunos te hacen socias de su club.
Pero claro, parece que nuestro amor debía ser solo eso: ser hincha de un club.
Tocar el balón resulta que estaba prohibido.
Lejos de causarnos temor, ese dolor nos generó más ganas de jugar y de lograr que muchas otras como nosotras se animaran a vivir la experiencia de gritar un gol.
Porque cada vez que gritamos un gol, nosotras gritamos igualdad.