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La felicidad no precisa titulos

En la semana en la que river salio campeon, la gente festejo su sentido de pertenencia. la rareza de autocelebrarse, aun sin los jugadores en la cancha.

Nac & Pop. La gente festejó el solo hecho de ser de Boca, cantó contra River y disfrutó el recital de Los Totora.
| Pablo Cuarterolo

El Día del Hincha de Boca, que surgió el 12 de diciembre de 2012 porque el número fetiche del club se repetía como nunca antes dando algún tipo de señal trascendente, es tan arbitrario como el Día de la Secretaria o el Día del Odontólogo. Es decir que es un día que tarde o temprano iba a encontrar su mercado. De hecho, en su tercera edición ya lo encontró. Allí tenemos a miles de fantáticos cumpliendo el sueño de tantos caballos de llevarse una porción de pasto premium a su casa.

Se supone que lo que mueve al hincha es una pasión pura, una pasión suelta, sin objeto, que desemboca en el fútbol como el río desemboca en el océano sin que le haga falta nada, ni siquiera un partido. Las tribunas llenas de la Bombonera mientras en el campo no hay nada es la prueba de que la pasión está en uno y siempre es autocelebratoria.

El fenómeno es el de una Meca sin Imán. Cuántas veces vemos en los aeropuertos a pasajeros religiosos que rezan a la hora señalada y en la dirección correcta. El dios al que aman están en sus corazones, es una presencia inmaterial pero asimismo, palpable. Como no soy religioso, me cuesta asumir ese régimen, por lo que no fui a la Bombonera a autocelebrarme. Voy, sí o sí, cuando hay partido. Es cuestión de ver la camiseta actuando en su escenario natural para sentir que, en esas condiciones, puedo volverme ligeramente religioso.

Todo obedece al hecho de que creo que son los jugadores los únicos protagonistas del fútbol. Sin nosotros, los hinchas, no existiría el precioso marco que rodea al escenario, pero el fútbol existiría igual. Contra este pesimismo (de que los hinchas no intervenimos en el juego, aún cuando pocas cosas me gusten más que cantar canciones en la cancha) se despierta un extraño entusiasmo: el que me lleva a considerar, de una manera totalmente oscurantista, que el poder del hincha es individual y encuentra su máxima eficacia en la
intimidad.

El miércoles pasado, la noche que River salió campeón de la Sudamericana, el equivalente continental a la Europa League que lamentablemente no califica para el Mundial de Clubes 2015, me metí en Netflix entre las 21 y las 24 horas y me clavé tres capítulos de The killing. Los vi con voracidad, como si me comiera tres sandwiches de milanesa seguidos. Digamos que mi plan era atragantarme de ficción, pasar a otro mundo para que, al regreso, alguien me diera la noticia de que el campeón era Nacional de Medellín. Fallé, pero la convicción y la seriedad con que llevé a cabo la maniobra me honra como hincha descerebrado.

El dolor duró unas horas. A la mañana siguiente me desconecté y experimenté la maravilla de vivir en un mundo sin radio ni televisión ni wi-fi, el verdadero Paraíso en la tierra. Poco a poco me fui recuperando y a la noche ya pude ver los goles y el emocionado festejo de Gallardo, y me emocioné. Pensé en la felicidad de los hinchas de River (entre quienes está, por ejemplo, mi madre) y me rendí a la evidencia de que todos los hinchas somos iguales, decimos lo mismo de nosotros y de los adversarios, sufrimos igual y merecemos la misma alegría.

Hay en el fútbol una especie de derecho a la  felicidad. Ese derecho (colectivo pero segmentado, salvo cuando juega la Selección) es tan necesario que no importa de qué modo se obtenga. Puede ser por la conquista de un campeonato o por la antigua simpatía por colores que a veces ni siquiera elegimos. Pensándolo bien, el Día del Hincha de Boca es el uso desinteresado de ese derecho. No hace falta ganar algo para ser feliz.