DEPORTES
una historia descabellada

La muerte de un tronco

Un jugador de un club de primera D se pega un tiro y sus compañeros deciden regalarle el ataúd. Hasta que recuerdan las limitaciones futbolísticas del suicida.

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La muerte de un tronco. | cedoc

Escucharán los muertos lo que los vivos dicen de ellos? Me lo preguntaba ayer, mientras Martín Pertierra, con la camiseta de Ñuls recién lavada y los botines de tapones altos, descansaba en el cajón de algarrobo que le habíamos comprado con los viáticos del partido frente a Cañuelas. Se lo veía tan lindo a Martín, con los shorcitos ajustados, las medias hasta las rodillas, que parecía mentira que estuviera muerto. Si tres días atrás habíamos compartido el vestuario, los reproches del entretiempo y el silencio amargo de la derrota final. Así y todo nos pagaron los viáticos, porque gratis no trabajábamos, aun cuando la hinchada decía que pagarnos era malgastar el poco dinero que tenía el club. Martín jugaba de once. Pero de once moderno. Nada que ver con los wines de otra época, tipo el Negro Oscar Ortiz, que encaraban pegaditos a la raya y siempre pasaban. Martín era de la raza iniciada por el Nene Nicolás Comisso, tipo cuarto volante, aunque con menos fútbol. Eso sí, dinámica tenía. Corría como un animal. No servía de mucho, porque entre su barullo y la imposibilidad de entender que al fútbol se juega cambiando el ritmo, sus aportes ofensivos eran escasos, casi nulos. Pero era querido Martín. La mascota del equipo. El once siempre dispuesto a contarte un chiste, a compartir el champú en el vestuario, a llevarte en su Fiat Uno al término de cada práctica. Será por eso que nos golpeó tanto su muerte.

Tenía 31 años y el presidente nos contó sobre su final recién después de la práctica porque, dijo, había que entrenar duro si queríamos mejorar nuestro rendimiento en el torneo. Su ausencia, en principio, no había sorprendido mucho. “Andaba con una molestia en el tobillo”, había mentido el tordo, como si no supiera. Después, cuando el presidente habló, se hizo el sorprendido. Hacía doce horas que Martín se había pegado un tiro en la cabeza y que su hermano, con la ayuda del forense, le había lavado prolijamente el cuerpo y la cara, y puesto la camiseta de Ñuls, el equipo que amó toda su vida. Apenas conocimos la noticia, tomamos la decisión: “Vamos a regalarle el cajón”, dijo el Bocha Ricciardi, como si se tratara de una fiesta de casamiento. Estábamos tan excitados por el acontecimiento, que nos fuimos ahí nomás hacia los negocios de la Chacarita, sin sacarnos la ropa de entrenamiento. Y comprendiendo la importancia del momento, armamos una especie de cortejo fúnebre desde el estadio que obstruyó el tránsito en toda la zona de Flores, Paternal y Villa Crespo.

El viaje transcurrió en un silencio respetuoso. Solo lo interrumpió un comentario de nuestro enganche, el Pichi Laborde. “No sé cómo voy a vivir sin el juego sucio que él hacía por la izquierda. Ese ir y venir que tenía, de vez en cuando distraía a algún rival poco avisado de sus nulas dotes futboleras, y me permitía tener un segundo más para pensar el ataque”. Yo le vi la cara al Chavo Pinto y supe que el comentario, aun sentido, no había sido oportuno. El Chavo, un zurdo de cierta presencia, esperaba hace tiempo la chance de ingresar al equipo y la frase del Pichi le ponía una presión extra a su seguro debut del próximo sábado. Apenas llegamos al negocio, decidimos con espíritu de grupo darle a Juanjo Miranda, nuestro capitán, la responsabilidad de elegir el cajón. Nos quedamos a un lado mientras mirábamos cómo comparaba calidades, precios, colores. “A mí me gusta ese negro, con decorado barroco. Homenajea su forma de jugar, opresiva, de dejar sin aire al rival hasta el final”, reflexionó el Flaco Mendieta. “¿Por qué no aquel de cedro?”, intercedió Cosme Zacardi, un cuatro generoso en despliegue. “Comprale ese de algarrobo, si era el tronco más duro de todos”, agregó el Tano Pintela, ya más aliviado tras el durísimo golpe inicial que fue enterarnos de la muerte de Martín. “Tiene razón el Tano, qué vamos a andar gastando en ese muerto de hambre. ¿Te acordás el día que jugamos contra Yupanqui, que lo dejé solito frente al arco y le pegó a la tierra? ¿Cuántos premios perdimos por culpa de ese tarado, eh?” mandó el Pepi Riganti.

Yo miraba desde afuera y empecé a preocuparme. Pensé en mi muerte y en todo lo que dirían aquellos a los que consideraba compañeros, amigos, dadores de fraternos abrazos. Por suerte, alguien salió a defenderlo. “Un error tiene cualquiera”, intercedió Mario Cuanta, claramente el peor del equipo después de Martín. “Uno sí, pero mil no”, respondió Riganti, con los ojos en fuga. “Lo defendés porque sos tan burro como él. Se tendrían que haber muerto juntos, mirá”. Cuando vio el gesto de aprobación que el resto del plantel hizo sobre el comentario de Riganti, Marito decidió que era mejor callarse. En ese momento, Juanjo Miranda regresó y nos reunió como lo hacía cada sábado minutos antes de salir a la cancha. Hicimos una ronda hombro a hombro y dijo: “Vamos Tesei, carajo. A jugarse la vida, eh”. “Vamos”, gritaron todos y salieron disparados hacia el centro del local, con la furia de los vencedores. Pero bastó que el Pichi Laborde, en su ceguera mística, tirara al pasar un cajón de pinotea, para que el grupo detuviera su marcha y reaccionara. Juanjo juntó de nuevo a los once profetas en un rincón del negocio, hombro contra hombro, y anunció: “El barroco vale mil mangos. El de cedro, ochocientos setenta. Y el de algarrobo, si se lo pagamos al contado, nos lo deja en trescientos pesos más dos entradas para el partido del sábado contra Fénix”. La votación dio diez votos a favor del de algarrobo, y una abstención: la del Sapo Cuanta.