DOMINGO
A 40 años de un horror

Astiz, el ángel caído

Una patota de la ESMA secuestró en 1977 a 12 personas, gracias a datos aportados por Astiz. El infiltrado, libro del autor y periodista Uki Goñi, reconstruye esa operación.

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El marino tenía entonces 26 años, y se hacía pasar por el hermano de un desaparecido. | ilustración: #joaquintemes

Entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977 la ESMA secuestró a un grupo de 12 personas que planeaban publicar una solicitada en el diario La Nación pidiendo por sus parientes desaparecidos. 

Entre el grupo se encontraban las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor, Esther Careaga y María Bianco, las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, un padre y un hermano de desaparecidos, y cinco activistas jóvenes de derechos humanos.

El grupo había sido infiltrado por el entonces teniente de la ESMA Alfredo Astiz, de 26 años, haciéndose pasar por el hermano de un desaparecido bajo el alias Gustavo Niño.

Este grupo de personas, incluyendo a Astiz, visitaba las oficinas del Buenos Aires Herald, donde el autor, Uki Goñi, de 24 años, trabajaba en aquella época. El pequeño diario de habla inglesa era el único medio que informaba de las desapariciones bajo la dictadura del 1976-83, y Goñi era el periodista a cargo de recibir a las madres.

El 29 de noviembre de este año, los pilotos Mario Daniel Arrú y Alejandro Domingo D’Agostino fueron sentenciados a perpetua en la megacausa ESMA por su participación en el vuelo que partió de Aeroparque el 14 de diciembre de 1977 desde el cual estas 12 personas fueron arrojadas al mar.

En su libro El infiltrado, Goñi reconstruye cómo fue la infiltración de Astiz entre las madres y el posterior asesinato del grupo. Originalmente publicado en 1996, el libro fue citado como evidencia para sentenciar a Alfredo Astiz y a otros represores de la ESMA por estos crímenes en 2011, además de ser Goñi testigo en el juicio.

Integramente reescrito al cumplirse los cuarenta años de este espantoso crimen, aquí se ofrece un extracto de la nueva versión de El infiltrado que saldrá a la venta por Editorial Paidós en marzo de 2018.

Los preparativos

El jueves fatal tuvo varios escenarios a lo largo del día. El primero fue la Iglesia de la Santa Cruz, donde desde temprano en la tarde se iban apostando hombres armados en lugares estratégicos. Una vecina del barrio, María Rosa Orfanó de Canseco, domiciliada a tres cuadras de la iglesia, fue testigo de los aprestos.

La hermana de Lucas Orfanó era sumamente apolítica y jamás se había acercado a los grupos de derechos humanos. Los movimientos de efectivos de seguridad en el barrio le provocaron mera curiosidad. Primero los observó desde el balcón de su casa y luego bajó a la calle, acercándose a mirar con una tranquilidad que otra persona más despierta al horror de aquellos años jamás podría haber simulado.

“Ella nos contó que vio cómo un muchacho rubio, joven, buen mozo, dirigía a los hombres que se iban ubicando por el barrio. Los hombres iban vestidos de civil, con armas, en varios autos. Hasta se colocó gente en los techos”, recordaría su cuñada, Lilia Orfanó.

Alguien que también vio a Alfredo Astiz merodeando alrededor de la iglesia en esa época fue Alejandra Almirón, quien tenía 13 años en 1977 y vivía cerca de la Santa Cruz.

“Lo vi varias veces caminando por el barrio cuando yo iba y venía del Colegio Nacional Número 8, que quedaba a la vuelta de la iglesia. Siempre me impresionó por lo rubio y por ese gesto maléfico que tiene en la boca. Cuando salieron las fotos en los diarios años después lo reconocí enseguida.”

Embajada del Café

Los secuestros de la Santa Cruz comenzaron el jueves 8 de diciembre, Día de la Virgen, un buen día para raptar madres. Como habitualmente antes de ir a la plaza, la líder de las Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor, estaba reunida con sus compañeras en la Embajada del Café, una confitería de la Avenida de Mayo. Entre ellas estaba Nora Cortiñas.

“En la vereda de enfrente, que se notaba al no haber tráfico porque era feriado, había parados dos Ford Falcon y varios monos que se paseaban por la vereda. En ese momento Gustavo Niño se acercó a nosotras en el bar y enfiló hacia Azucena.”

“Por favor, andate. No vengas porque acá no queremos tener gente joven”, le dijo Azucena.

“Pero él no le hizo mucho caso y andaba revoloteando alrededor nuestro.”

De la Embajada del Café, las madres caminaron a Plaza de Mayo donde se encontraron con la monja francesa Alice Domon.

“Después de la marcha teníamos que repartirnos para buscar el dinero y las firmas para la solicitada. A mí me tocó ir con Azucena a la Iglesia de Betania. Otras madres tenían que ir a la Iglesia de la Santa Cruz, entre ellas Beatriz Neuhaus, Nélida Chidichimo y María del Rosario Cerrutti. Alicia también partió para allá.”

El secuestro de Remo Berardo

El primer secuestrado fue Remo Berardo. El impresionante procedimiento causó estupor en La Boca, debido a que el pintor era un vecino muy querido del barrio.

“¡Pero es Remo! ¡Es Remo!”.

Todos conocían al discípulo y casi hijo adoptivo del famoso artista Benito Quinquela Martín.

“¡Es Remo!”, se multiplicaba la alarma desde los balcones de las casas de chapa.

El más alarmado de todos fue Eustacio “Cacho” Galeano, cuya galería de arte se hallaba en la planta baja de la casa de la calle Magallanes 889.

“Se lo llevaron enfrente de mí, con dos personas más, una muchacha rubia, no impresionante pero bonita, y un muchacho. A mí me pusieron una ametralladora en la nariz. Yo en esa época tenía una galería que se llamaba La Carbonería en la planta baja del conventillo donde Berardo tenía su atelier. Se llamaba así porque ésa había sido la casa del padre de Quinquela Martín, que fue carbonero.”

Remo había partido temprano del departamento que compartía con su hermana Lucía en Barrio Norte. Le contó que iba a estar en el atelier de La Boca, pues La Nación había pedido un cambio en uno de los párrafos de la solicitada. Remo había quedado en juntarse con el infiltrado y su supuesta hermana para redactar la nueva versión en la máquina de escribir del atelier. Luego pasaría por la Iglesia de la Santa Cruz antes de volver a cenar. Iba vistiendo una campera liviana de color gris y un pantalón oscuro, también liviano.

Galeano vio a Remo cuando llegó al atelier acompañado del infiltrado y su supuesta hermana, una secuestrada de la ESMA de nombre Silvia Labayru, obligada a colaborar con los marinos.

“Yo estaba en la galería atendiendo a una cliente, una pintora, con su marido, que era dentista. Estaba también la dueña del conventillo ahí en la puerta, Filomena Maio de Pando, y lo vimos pasar a Berardo. Me saluda, y justo entraron con él una chica jovencita, rubia, y otro muchacho. De la chica me acuerdo que tenía un vestidito blanco. Los vi cuando entraron y cuando los sacaron. Me saludaron, entraron, y fue un aluvión de coches particulares, camionetas, todos de civil. Cuando veo ese movimiento ahí adelante digo: ¿qué pasa acá? Salgo a la puerta y me ponen una ametralladora en la nariz.”

“Métase adentro, usted no ve nada”, lo empujaron.

“¡Pum! Cerré la puerta. Pero la ventana a la calle queda abierta y el local por atrás abre al patio por donde se subía a lo de Berardo. Veo que suben a la casa de él. Miro para arriba y veo a un tipo con ametralladora en el techo. Ya estaban arriba en el techo. Miro para el costado y veo otro en el patio. ¿Qué hice? Cerré la puerta y me metí adentro. No escuché nada. Si hubiese habido gritos, los habría escuchado a través del piso y las paredes de chapa del conventillo. Nada, absolutamente nada.”

Galeano desesperaba por ver qué le harían a su amigo.

“¿Qué me quedaba? Mirar por la ventana. Me acuerdo que la camioneta era blanca con cúpula. Fue en una fracción de minutos que los tiraron ahí adentro. No sé si esposados o no, pero tenían las manos atrás y la cara descubierta. La camioneta estaba mirando para el lado de la vía de la calle Garibaldi y había cuatro o cinco tipos ahí. Después había por las esquinas, por todos lados. Berardo no dijo nada, por lo menos no se escuchó nada. Pusieron en marcha y desaparecieron. Fue muy rápido, tipo comando, actúan y ¡pum! se van.”

El infiltrado había pactado la reunión en el atelier de Remo con el expreso propósito de secuestrar al pintor. Incluso había informado a Labayru que iba a ser sometida a “un simulacro de secuestro” en La Boca.

“Llegué con Astiz. Era en teoría su hermana. Aunque sabía que eso iba a ocurrir, en el momento me dejó absolutamente consternada. Entré en pánico. Estaba presente en aquella reunión, callada, al lado de Astiz, haciendo un papel extremadamente incómodo, además aterrorizada, porque era una situación delicadísima. Recuerdo que aparecieron estos tipos con armas diciendo: ‘Todo el mundo al suelo!’. Tuve la evocación de sentirme otra vez secuestrada. Creo que a la salida ya nos metieron en un coche.”

El galerista pasó un mal momento después del secuestro.

“Mi clienta se descompuso, le agarró tanto miedo, ahí adentro, descompuesta al máximo. Yo también, cuando me puso la ametralladora acá. La dueña salió corriendo, no sé por dónde se escondió. Calculá, en esa situación, no sabés si van a tirar, qué van a hacer.”

Al rato reapareció la dueña del conventillo.

“Vení a mirar cómo dejaron todo”, le pidió a Galeano. Subieron juntos al departamento de Remo.

“Estaba hecho un revoltijo. Había una foto del Che Guevara en la pared. Inmensa, desgarrada. Era un desastre, le revolvieron todo, libros tirados por todos lados. Después te queda la duda de si estaba o no estaba en algo. Pero yo siempre dije ¡No! El buscaba al hermano. Por su carácter, por su forma de ser. Estaba indignado porque se lo habían llevado. Comentaba siempre que tenía que saber, que tenía que descubrir dónde estaba. Si estaba vivo, si estaba muerto, y así se pasó casi todo el último tiempo. Vaya a saber la conexión que hizo que lo enfrascaron en la misma bolsa.”

Una mañana de diciembre de 1995 entrevisté a Galeano. El galerista estaba parado frente al conventillo de la calle Magallanes, la ex casa de Quinquela, el ex atelier de Remo, el lugar de reunión del infiltrado con la monja Alice, donde probablemente la foto del Che fue colocada por los marinos tras el secuestro para despistar, para encubrir.

“La apertura de La Carbonería fue el 24 de mayo de 1977. Asistió (el almirante Emilio) Massera, invitado por Silvio Soldán, que era amigo mío. Lo invité a Remo Berardo también y él bajó a saludar y estuvo un rato en la inauguración. Te digo más, y parece increíble, a la galería venía la mujer de (el dictador Jorge) Videla a comprar cuadros. Pero nada de eso importa. Lo que te digo te lo digo por él. Lo hago por Berardo.”

Asusté a mucha gente en La Boca durante la investigación para este libro, tocando el timbre y llamando por teléfono, preguntando por el secuestro de Remo. Tuve que volver muchas veces con las manos vacías de la calle Magallanes hasta que hallé a Eustacio Galeano, quien guardó para sí, durante casi dos décadas, el amargo recuerdo del secuestro de su amigo.

Gracias a su testimonio en la primera edición de este libro en 1996, Galeano fue citado a testificar en la causa ESMA en 2011. Sus palabras confirmaron la presencia de Astiz en la escena del crimen. Ahora aquel recuerdo de Galeano es de todos.

Lucía, la hermana de Remo, visitó el atelier tres días después, el lunes 11 de diciembre. Nada había sido tocado.

“Yo fui después de la una de la tarde, con una amiga que me esperó en Caminito. Entraron sin romper la puerta. En la cocina estaba el gas prendido con la ventana abierta y la pava al lado. El viento debe de haber apagado la llama del fuego. Había un mate cebado. Estaba la máquina de escribir sin ningún papel. Había unos muebles de Quinquela donde había de un lado libros del colegio de mis hermanos, esos no habían sido tocados, y del otro lado había más libros y esos sí estaban todos repartidos por el piso. Estaba también el portafolio de Remo, con sus anteojos y su rosario encima, y ésos no habían sido tocados. Yo los agarré y me los llevé. Había un vaso de agua y estaba mojado alrededor en una mesa. Filomena (la dueña del conventillo) no me quiso decir nada.”

Algún tiempo después, Lucía descubrió que junto con Remo habían de-saparecido seis valiosas obras de arte que él guardaba en su atelier. Estas eran un aguafuerte de Quinquela Martín titulado Arrancando, dedicado a un familiar de Remo; un jarrón de cerámica de Quinquela Martín; una naturaleza muerta al óleo titulado Las sandías, del pintor Luis Pisano; el óleo Flores de Félix Stessel; el óleo Flores, de Antonio Chiavetti, y el óleo Viejo de la quebrada, de José Armanini.

ELBERT Y FONDOVILA

El segundo secuestro del día se llevó a cabo en el Comet Bar de la esquina de Paseo Colón y Belgrano, donde Horacio Elbert, militante de Vanguardia Comunista, y Julio Fondovila, padre de un desaparecido, llegaron para reunirse con el infiltrado.

“Ellos habían convenido encontrarse en una esquina del centro para llevar copias de la solicitada a distintas agencias extranjeras”, recordaría Oronzo Vinci Mastrogiácomo, el padre de una desaparecida que había trabado amistad con el infiltrado.

La elección de la esquina no era casual. Quedaba a media cuadra de la agencia de noticias United Press y a dos cuadras del Buenos Aires Herald, el único diario en la Argentina que recibía a los parientes de desaparecidos. El Comet era una confitería de parada obligada para los periodistas de la zona. Elbert y Fondovila conocían el lugar porque preferían reunirse allí conmigo.

El jueves 8 de diciembre habíamos quedado en que iban a traerme la gacetilla referente a la solicitada que las madres planeaban publicar en La Nación el sábado. Como hacíamos habitualmente, acordamos que llamarían desde el teléfono público del Comet para acercarme yo a ellos una vez que hubieran llegado. Al despedirse de su mujer ese día, Elbert le dijo que iba a juntarse con Fondovila para repartir las gacetillas.

En el Comet ya se había ubicado el infiltrado, acompañado de Silvia Labayru, en una mesa de la confitería. Al llegar Elbert y Fondovila, un escuadrón se abalanzó sobre ellos de manera salvaje, con escopetas y armas largas. Elbert y Fondovila fueron llevados derecho por las avenidas Paseo Colón, Figueroa Alcorta y Libertador hasta la ESMA.

El llamado que yo esperaba en la redacción del Herald para acercarme al Comet nunca llegó. El hecho no me extrañó. Elbert no siempre cumplía las citas pactadas. Una vez que se conocieron los hechos, asumí que Elbert y Fondovila habían sido secuestrados en la Iglesia de la Santa Cruz como la mayoría del grupo. Casi dos décadas después, durante la investigación para este libro, me enteré de que habían sido llevados desde el Comet. No imaginaba que la guadaña me hubiera pasado tan cerca.

BETANIA

La colecta para la solicitada se realizó en tres iglesias, la Santa Cruz, la Sagrada Eucaristía de Plaza Italia, y la Betania de Almagro. En Betania, una moderna construcción de hormigón en Medrano al 700, estaban Azucena Villaflor, Esther Careaga, Aída Bogo, Pepa Noia y Nora Cortiñas. Hasta allí se acercó también Lilia Orfanó, la tesorera de (el grupo de derechos humanos) Familiares, para llevar el dinero recolectado por su organización.

Cada grupo iba juntando contribuciones a su modo, las madres en la plaza y en las iglesias, Familiares pedía que fueran llevadas hasta sus oficinas. La monja Alice Domon también participó en la recolección de fondos.

La madre Haydée Regina de Maratea recordó ante la Justicia la participación de la monja francesa.

“Hace saber que en la misma Plaza de Mayo tuvo oportunidad de conectarse con la hermana Alicia y que le preguntó la declarante de qué manera podría colaborar. Que ante ello la religiosa le dio hojas en blanco y le solicitó que se ocupara de ubicar contribuyentes para poder publicar la solicitada.”

Lilia Orfanó entregó el dinero de Familiares a Azucena y, tesorera al fin, le exigió un comprobante.

“¿Cómo me pedís que te firme un recibo?”, se molestó Azucena.

“Es mucha plata y no es mía”, explicó Orfanó, una mujer de pocas vueltas.

Las participantes se fueron separando. Noia, sin saberlo, se despidió por última vez de su amiga Azucena, quien partió con Cortiñas a contar el dinero. A Careaga le tocaba buscar lo que se recolectaría a las siete de la tarde en la Santa Cruz. Caminó las dos cuadras hasta la Avenida Corrientes en compañía de Orfanó.

Las amigas se pararon a charlar frente a la pizzería Gildo, en la esquina de Corrientes y Medrano. Los dos hijos de Orfanó, ambos desaparecidos, eran Montoneros. Para verlos, previo a su desaparición, debía establecer citas secretas a las cuales acudía haciendo uso de las tácticas antiseguimiento que éstos le enseñaban. Su último encuentro con uno de ellos había sido el 30 de julio de 1976, justamente en la Gildo.

“Mejor no ir con Teresa (el apodo por el que conocía a Careaga)”, presintió Orfanó. Decidió volver a la oficina de Familiares. Careaga tenía impaciencia por llegar a la Santa Cruz. Se despidieron con un beso. Orfanó tenía 48 años y viviría para recordar la secuencia de eventos. Careaga tenía 59 y ya había entrado en los últimos momentos de su existencia.