DOMINGO
LIBRO / Ernesto Laclau, una mente brillante y polmica

El ideólogo de la lucha

Tras el golpe de Estado de 1955 en Argentina, Laclau fundó el grupo Contorno junto con Eliseo Verón, entre otros intelectuales. Fue ayudante del sociólogo Gino Germani y creador, junto a José Luis Romero, de la materia Historia Social en la UBA. Desde 1969 se estableció en el Reino Unido, donde recibiría una beca para estudiar con Eric Hobsbawm. Aquí, tras su sorpresiva muerte, se exponen sus últimos tres ensayos, gracias a los que se convirtió en un referente internacional sobre el populismo y, a la vez, un faro intelectual para muchos gobiernos regionales, como el kirchnerismo.

Izquierda. Laclau fue un teórico de la escuela del post marxismo. Sus trabajos sobre hegemonía fueron muy reconocidos.
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Debates y combates
Me ha sorprendido bastante la crítica de Slavoj Zizek a mi libro La razón populista. Dado que ese libro es altamente crítico del enfoque de Zizek, esperaba, desde luego, alguna reacción de su parte. Sim embargo, ha elegido para su respuesta un camino por demás indirecto y oblicuo: no ha respondido a una sola de mis críticas a su trabajo y formula, en cambio, una serie de objeciones a mi libro que sólo tienen sentido si uno acepta enteramente su perspectiva teórica, que es exactamente lo que estaba en cuestión. (...)

Populismo y lucha de clases
(...) Zizek comienza afirmando que yo prefiero el populismo a la lucha de clases. Esta es una manera bastante absurda de presentar el argumento, pues sugiere que el populismo y la lucha de clases son dos entidades realmente existentes, entre las que uno tendría que elegir, tal y como cuando uno elige pertenecer a un partido político o a un club de fútbol. La verdad es que mi noción del pueblo y la clásica concepción marxista de la lucha de clases son dos maneras diferentes de concebir la construcción de las identidades sociales, de modo que si una de ellas es correcta la otra debe ser desechada. (...)
Aunque esta descripción del contraste es obviamente incompleta, no tengo objeciones al cuadro general de las diferencias entre los dos enfoques que provee. Sin embargo, a dicha descripción Zizek añade un rasgo del populismo que yo no habría tomado en consideración. En tanto que yo habría señalado correctamente el carácter vacío del significante amo que encarna el enemigo, no habría mencionado el carácter seudoconcreto de la figura que lo encarna. Debo decir que no encuentro ninguna sustancia en esta crítica. El conjunto de mi análisis se basa, precisamente, en afirmar que todo campo político discursivo se estructura siempre a través de un proceso recíproco, por el que la dimensión de vacío debilita el particularismo de un significante concreto pero, a su vez, esta particularidad reacciona brindando a la universalidad un cuerpo que la encarne. He definido la hegemonía como una relación por la cual una cierta particularidad pasa a ser el nombre de una universalidad que le es enteramente inconmensurable. De modo que lo universal, careciendo de todo medio de representación directa, obtendría solamente una presencia vicaria a través de los medios distorsionados de su investimiento en una cierta particularidad.
Pero dejemos de lado esta cuestión por el momento, ya que Zizek tiene una adición mucho más fundamental que proponer a mi noción teórica de populismo: según él, uno tiene que considerar también el modo en que el discurso propulista desplaza el antagonismo y construye el enemigo. En el populismo el enemigo es estenalizado o reificado en una entidad ontológica positiva (aun si esta entidad es espectral) cuya aniquilación restauraría el equilibrio y la justicia; simétricamente, nuestra propia identidad –la del agente político populista– es también percibida como preexistente al ataque del enemigo.
Desde luego, yo nunca he dicho que la identidad populista preexista al ataque del enemigo, sino exactamente lo opuesto: que tal ataque es la precondición de toda identidad popular. Incluso he citado, para describir la relación que tenía en mente, la afirmación de Saint-Just de que la unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella. Pero veamos cómo se desarrolla el argumento de Zizek. El afirma que reificar el antagonismo en una entidad positiva implica una forma elemental de mistificación ideológica, y que aunque el populismo puede avanzar en una variedad de direcciones (reaccionaria, nacionalista, nacionalista progresiva, etc.), “en la medida en que, en su noción misma, él desplaza al antagonismo social inmanente hacia un antagonismo entre el pueblo unificado y el enemigo externo, él alberga, en la última instancia, una tendencia protofascista”. A esto añade sus razones para pensar que los movimientos comunistas no pueden ser nunca populistas, dado que mientras que en el fascismo la Idea estaba subordinada a la voluntad del líder, en el comunismo Stalin era un líder secundario –en el sentido freudiano– ya que se encontraba subordinado a la Idea. ¡Un bonito piropo para Stalin! Como todo el mundo sabe, él no estaba subordinado a ninguna ideología sino que manipulaba a esta última en la forma más grotesca para usarla como instrumento de su agenda política. (....)

La razón populista
La transición de nuestra discusión sobre representación simbólica a la teoría de Claude Lefort, con la cual comenzaremos nuestro estudio de la democracia popular, resulta fácil dado que Lefort basa su enfoque en la transformación simbólica que hizo posible el advenimiento de la democracia moderna. Según el muy conocido análisis de Lefort, tal mutación implicó una revolución en el imaginario político por la cual una sociedad jerárquica centrada en el rey como punto de unidad del poder, el conocimiento y la ley, fue reemplazada por una descorporeización materializada en la emergencia del lugar del poder como esencialmente vacío. (...)
Sin embargo, el totalitarismo, aunque se opone a la democracia, ha surgido dentro del terreno de la revolución democrática. El mecanismo de la transición de uno a otro, es descripto en estos términos: “Cuando los individuos se sienten cada vez más inseguros como resultado de una crisis económica o de los estragos de la guerra, cuando los conflictos entre clases y grupos se exarceban y ya no pueden resolverse simbólicamente dentro de la esfera política, cuando el poder parece haberse hundido al nivel de la realidad y no ser más que un instrumento para la promoción de los intereses y apetitos de la ambición vulgar y, en una palabra, aparee en la sociedad, y cuando al mismo tiempo la sociedad parece estar fragmentada, entonces vemos el desarrollo de la fantasía del Pueblo-Uno, los comienzos de la búsqueda de una identidad sustancial, de un cuerpo social unido en su cabeza, de un poder encarnado, de un Estado libre de división”.
En este punto, los lectores de este libro podrían comenzar a pensar que en esta última descripción hay algo que resulta vagamente familiar. Varios de los rasgos de esa descripción podrían ser aplicados a los movimientos populistas que describimos en nuestro texto, la mayoría de los cuales, por supuesto, no son en lo más mínimo totalitarios. La construcción de una cadena de equivalencias a partir de una dispersión de demandas fragmentadas y su unificación en torno a posiciones populares que operan como significantes vacíos no es en sí misma totalitaria, sino la condición misma de la construcción de una voluntad colectiva que, en muchos casos, puede ser profundamente democrática. El hecho de que algunos movimientos populistas puedan ser totalitarios y que presenten muchos o todos los rasgos que describe Lefort tan apropiadamente es sin duda cierto, pero el espectro de articulaciones posibles es mucho más diverso de lo que la simple oposición totalitarismo/democracia parece sugerir. La dificultad con el análisis que hace Lefort de la democracia es que se concentra exclusivamente en los regímenes democráticos liberales y no presta una atención adecuada a la construcción de los sujetos democráticos populares. Esto tiene una serie de consecuencias que limitan el alcance del análisis. Para dar un ejemplo: el lugar del poder en las democracias está, para Lefort, vacío. Para mí, la cuestión se plantea de manera diferente: es una cuestión de producción de vacuidad a partir del funcionamiento de la lógica hegemónica. La vacuidad a partir del funcionamiento de la lógica hegemónica. La vacuidad es, para mí un tipo de identidad, no una ubicación estructural. Si el marco simbólico de una sociedad es lo que sostiene, como piensa Lefort –en este punto coincido con él– un régimen determinado, el lugar del poder no puede estar totalmente vacío. Incluso la más democrática de las sociedades tendrá límites simbólicos para determinar quién puede ocupar el lugar del poder. Entre la encarnación total y la vacuidad total existe una gradación de situaciones que involucran encarnaciones parciales. Y éstas son, precisamente, las formas que toman las prácticas hegemónicas

Misticismo, retórica y política
E n un reciente ensayo acerca de las teorías de la ideología, Slavoj Zizek describe los enfoques contemporáneos sobre la base de su distribución en torno de tres ejes identificados por Hegel como doctrina, creencia y ritual, es decir: “Ideología como un complejo de ideas (teorías, convicciones, creencias, procedimientos argumentativos); ideología en su externalidad, es decir, aparatos ideológicos del Estado; y finalmente, el dominio más elusivo, la ideología ‘espontánea’ que opera en el corazón de la propia realidad social”.
Zizek da como ejemplo el caso del liberalismo: el liberalismo es una doctrina (desarrollada de Locke a Hayek) materializada en rituales y aparatos (prensa libre, elecciones, mercados, etc.) y activa en la (auto) experiencia “espontánea” de los sujetos como “individuos libres”.
En los tres casos Zizek encuentra una simetría esencial de desarrollo: en algún punto la frontera que separa a lo ideológico de lo no ideológico se desdibuja y, como resultado, se produce una inflación del concepto de ideología que pierde, de tal modo, toda precisión analítica. En el caso de la ideología como “sistema de ideas”, la unidad de tal sistema depende de la posibilidad de encontrar un punto externo a sí mismo a partir del cual una crítica de la ideología pueda verificarse –por ejemplo mostrando, a través de una lectura sintomal los verdaderos intereses a los que responde una configuración ideológica dada–. Pero, como Zizek lo muestra con ejemplos tomados de las obras de Barthes, de Paul de Man, de Ducrot, de Pêcheux y de mis propios trabajos, es precisamente el “grado cero” de lo ideológico de esta presunta realidad extradiscursiva lo queconstituye la falsedad por excelencia de la ideología. En el caso de los “aparatos ideológicos del Estado”, o en la versión foucaultiana, los procedimientos disciplinarios que operan al nivel del micropoder” encontramos versiones simétricas de la misma petitio principii: ¿la unidad de los aparatos del Estado, no requiere ese cemento mismo de la ideología que ellos pretenden explicar?; o, en el caso de las técnicas disciplinarias: su misma dispersión, ¿no requiere la recomposición constante de su articulación, de modo tal que tenemos necesariamente que apelar a un medio discursivo que destruye la propia distinción entre lo ideológico y lo no ideológico? Y el caso es aún más claro si nos movemos al campo de las creencias: aquí, desde el mismo comienzo, nos encontramos confrontados por una realidad presuntamente “extraideológica” cuya operación depende de mecanismos que pertenecen al reino ideológico.
[En] el momento en que observamos con mayor precisión a estos mecanismos supuestamente extraideológicos nos encontramos enterrados hasta la rodilla en ese oscuro dominio ya mencionado en que es imposible distinguir a la realidad de la ideología. Lo que encontramos aquí, por consiguiente, es la tercera inversión de la no-ideología en ideología: advertimos, de golpe, un para-sí de la ideología que opera en el-propio en sí de la realidad extraideológica.
Aquí Zizek detecta correctamente la fuente principal del progresivo abandono de la “ideología” como categoría analítica: “de algún modo esta noción pasa a ser demasiado potente”, comienza a abrazar todo, incluso el muy neutral fundamento extra-lógico que, se suponía, había de proveer el patrón por medio del cual se mediría la distorsión ideológica. (...)
Vemos, pues, la lógica que gobierna la disolución del terreno ocupado, clásicamente, por la teoría de la ideología. Esta última murió como resultado de su propio éxito imperialista. A lo que estamos asistiendo no es a la declinación de un objeto teórico como resultado del estrechamiento de su campo de operación, sino a lo opuesto, a su expansión indefinida, resultante de la explosión de aquellas dicotomías que –en el interior de una cierta problemática– la enfrentaban con otros objetos. Categorías como “distorsión” y “falsa re-presentación” sólo tienen sentido en la medida en que algo “verdadero” o “no distorsionado” esté al alcance humano. Pero si un punto de vista extra-ideológico es inalcanzable, dos efectos se siguen necesariamente: 1) “todos los discursos que organizan las prácticas sociales están al mismo nivel y son, a la vez, inconmensurables los unos con los otros; 2) nociones tales como “distorsión” y “falsa representación” pierden todo sentido”.
¿Dónde nos deja esto, sin embargo? ¿Se supone que debemos dejar enteramente de lado nociones tales como “distorsión”, “falsa conciencia”, etc? La dificultad es que si damos esta respuesta, pura y simple, entramos en un círculo vicioso en que las conclusiones de nuestro análisis niegan sus premisas.