DOMINGO
Vladimir Putin y su desafío a Occidente

El nuevo oso ruso

En El nuevo zar, el periodista norteamericano Steven Lee Myers, que fue corresponsal durante muchos años en Moscú, retrata la vida del presidente de Rusia, que día a día profundiza su desafío a las potencias occidentales, como en Ucrania, Crimea, y Siria, o como en el escándalo de la muerte de espías en Londres, y los ciberataques que condicionaron las elecciones en Estados Unidos.

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En catorce años se concentró en devolver a Rusia su lugar entre las potencias. | Pablo Temes

Putin no había calculado mal sus acciones contra Crimea y luego en Ucrania oriental. Simplemente ya no le importaba cómo respondiera Occidente.

El cambio en el comportamiento de Putin se agudizó luego del derribo del vuelo 17, según su viejo amigo, Sergei Roldugin. “Observé que, cuanto más lo molestan, más se endurece”, dijo Roldugin. Era como si el levantamiento político en Ucrania lo afectara profunda y personalmente, como una burla en el patio de la escuela que lo forzara a soltar golpes. Merkel, según Roldugin, lo había enfurecido a Putin al desestimar las preocupaciones que él planteó acerca de los radicales en las filas del nuevo gobierno de Ucrania, acerca de las amenazas contra las minorías rusas en el país, acerca de las atrocidades que estaban cometiendo las tropas ucranianas contra civiles. Todos deseaban culparlo a él por el misil que destrozó al avión de línea, pero ¿qué había de las atrocidades cometidas por el gobierno ucraniano contra aquéllos en el Este?

Donde antes había sido paciente con Merkel y otros líderes, ahora se irritaba; donde antes había buscado un acuerdo, ahora era inflexible. “Todo esto lo ha irritado y se ha vuelto más…, no quiero decir ‘agresivo’, pero más indiferente –explicó Roldugin–. El sabe que lo resolveremos de un modo u otro, pero ya no quiere hacer concesiones.”

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Para Putin, lo personal se había vuelto política. El pragmatismo de sus dos primeros mandatos como presidente hacía rato había terminado, pero ahora el levantamiento en Ucrania indicaba un quiebre fundamental en la trayectoria que había seguido desde que Yeltsin inesperadamente le entregara la presidencia en los albores del nuevo milenio. Durante 14 años en el poder, se había concentrado en devolverle a Rusia su lugar entre las potencias del mundo, integrándola a una economía globalizada, obteniendo beneficios y explotando las entidades financieras del libre mercado –bancos, mercados de valores, operadores comerciales– para el beneficio de esos magnates más allegados a él, por supuesto, pero también para los rusos en general. Ahora iba a reivindicar el poder de Rusia con o sin el reconocimiento de Occidente, apartándose de sus valores “universales” –la democracia y el imperio de la ley– como de algo extraño a Rusia, algo diseñado no para incluir a Rusia, sino para subyugarla. La nación se volvió “rehén de las particularidades psicosomáticas de su líder”, escribió el novelista Vladimir Sorokin luego de la anexión.

“Todos sus temores, pasiones, debilidades y complejos se vuelven política de Estado. Si está paranoico, todo el país debe temer enemigos y espías; si tiene insomnio, todos los ministerios tienen que trabajar de noche; si se vuelve abstemio, todos deben dejar de beber; si se vuelve borracho, todos deben darse a la bebida; si no le gusta Estados Unidos, combatido por su querido KGB, toda la población debe tener aversión a Estados Unidos.”

La oposición a Putin –al putinismo– continuaba existiendo, pero los sucesos de 2014 la alejaron aún más hacia la periferia de la sociedad. Los líderes que sí planteaban algún desafío o podían llegar a plantearlo alguna vez eran asediados más que nunca. Algunos se marcharon incluso antes de los sucesos en Ucrania, como Garry Kasparov, que temió un arresto inminente luego de que el comité investigador de Aleksandr Bastrykin lo llamara por teléfono y hablara con su madre mientras él se encontraba de viaje. Una llamada telefónica del comité era ahora una advertencia tan ominosa como lo había sido el golpe a la puerta del KGB. Kasparov fue seguido de otros que fueron sacados a la fuerza de Rusia por investigadores: el economista Sergei Guriev, que había sido asesor de Medvedev; un antiguo banquero central, Sergei Aleksashenko; y uno de los subalternos de Aleksei Navalny que trabajó en su campaña anticorrupción, Vladimir Askurov, que recibió asilo político en Gran Bretaña. Pavel Durov, el creador de la versión rusa de Facebook, llamada VKontakte, y un ejemplo de la nueva generación dinámica de rusos, vendió lo que conservaba de participación en la compañía y dejó el país, y más adelante dijo: “Dado que soy obviamente un creyente en los mercados libres, es difícil para mí entender el rumbo actual del país”.

Boris Berezovsky, el hombre que decía ser el progenitor de Putin y se volvió su peor enemigo, murió en las afueras de Londres en 2013, presumiblemente un suicidio, colgado de una cuerda en su baño. Como siempre que Berezovsky estuviera involucrado, la sospecha de una maldad mayor en el fin de su vida nunca se disipó del todo. Mijaíl Khodorkovsky, que había sido amnistiado por Putin en el invierno de 2013, se mudó a Suiza y reabrió su Open Russia una vez más para promover la democracia en Rusia. Se ofreció como líder potencial de un gobierno provisional que pudiera un día servir como transición hacia una nueva Rusia, pero no se atrevió a regresar a su país.

En casa, quienes desafiaban la narrativa del Kremlin sobre Ucrania eran apartados. (...)

Otros se quedaron, luchando una batalla cada vez más solitaria contra Putin y las fuerzas del nacionalismo que él había desatado. Aleksei Navalny, luego de ser arrestado mientras se manifestaba contra los veredictos por los casos Bolotnaya al cierre de los Juegos Olímpicos de Sochi, pasó la mayor parte de 2014 con arresto domiciliario, confinado en su pequeño departamento de un edificio de la era soviética en el sur de Moscú. El único líder de la oposición que había emergido de las bases de la sociedad –un líder que no estaba comprometido con el Kremlin y era lo bastante carismático como para ganar seguidores independientes de su influencia– no tuvo permiso durante meses para reunirse con nadie excepto sus parientes ni para usar internet, el medio que había utilizado en forma tan eficaz para volverse una amenaza para el sistema de Putin.

Con la descarada instalación de un equipo de vigilancia en todo su departamento, pasaba sus días jugando a Grand Theft Auto e interrumpía solo para asistir a las audiencias del juzgado, acompañado por una escolta policial. Como los fiscales abrían nuevas causas –incluida una que involucraba un póster callejero “robado” como obsequio y otra que enviaría a su hermano Oleg a prisión–, sus apariciones en los tribunales se volvieron cada vez más regulares. La sombra del Kremlin se erguía sobre él como sobre los disidentes en el pasado.

“¿Qué hemos ganado? –dijo dentro de su departamento a fines de 2014, cuando las condiciones de su arresto se suavizaron un poco, cavilando sobre la anexión de Crimea por Putin y la demonización internacional que siguió al hecho–. Ahora literalmente no le gustamos a nadie”, dijo. Incluso Ucrania, un aliado natural, ahora odiaba a Rusia y acaso también a los rusos. La guerra eclipsó el trabajo de la campaña anticorrupción de Navalny, que continuó exponiendo los vínculos neofeudales entre el poder y el dinero. Se convirtió en una guerra contra todo lo occidental, incluidos aquéllos que abogaban por una mayor apertura política y transparencia. Atravesaba la sociedad, incluso los informes del clima de la noche que Navalny miraba en televisión, que comenzaron a advertir que la situación en Ucrania oriental se estaba “calentando”.

Putin había sumergido al país en “una guerra perpetua” y, por lo tanto, “una movilización perpetua”, dijo Navalny. Putin reunía al país detrás de un destino manifiesto que antes había perdido, sin cuidado por los costos en posición internacional. Y, sin embargo, cuanto más desastrosas eran las decisiones de Putin, más poderoso se volvía. Con el país en guerra, su postura pareció incluso más irrefutable. Era una contradicción que Navalny, como otros en el país y en el exterior, se esforzaba por entender. “En términos de fortalecimiento de su régimen, Putin ganó –dijo con un aire de resignación–. En términos de los intereses estratégicos de Rusia, perdimos.” Boris Nemtsov, que logró ser electo para la asamblea regional en Yaroslavl, también siguió haciendo campaña en contra de Putin, confiando en la inmunidad jurídica que su escaño legislativo le proporcionaba como medida de protección. Condenaba la guerra en publicaciones en Facebook y Twitter, en las que describía a Putin como un espíritu maligno que necesitaba sangre para sobrevivir. Pero también él reconoció que Putin parecía resistente al creciente cuerpo de evidencia de que había rusos combatiendo y muriendo en Ucrania. Se quejaba de que las sanciones internacionales y el aislamiento diplomático eran tibios. Quería esfuerzos internacionales más fuertes que pusieran fin al régimen de Putin, no que negociaran con él. “No está aislado –dijo Nemtsov–. Habla con Merkel. Habla con todos.” Nemtsov continuaba impertérrito, compilando pruebas para otro de sus panfletos, como los que había escrito sobre Gazprom, sobre la corrupción, sobre Sochi. Esta vez documentaría el involucramiento ruso en el combate en Ucrania oriental –por orden de Putin– e intentaría despertar la conciencia pública de los rusos respecto de los crímenes que se estaban cometiendo. Lo llamaría simplemente “Putin. Guerra”. Nunca lo terminaría, no obstante. Una noche en febrero de 2015, lo mataron de un tiro mientras caminaba por un puente que partía de la Plaza Roja. Murió a la vista del Kremlin y su muerte, como la de Politkovskaya en 2006, sería la de una víctima de una guerra mayor. No fue un acto fortuito de violencia, sino un asesinato altamente organizado y llevado a cabo en medio de uno de los lugares más custodiados del planeta. El crimen fue vinculado con asesinos de Chechenia, algunos supuestamente cercanos a Ramzan Kadyrov, el hombre en quien Putin había confiado para restablecer el control sobre una región que una vez había amenazado con liberarse de Rusia, pero cuyo gobierno brutal ahora operaba sin restricciones. El vocero infatigable de Putin, Dmitri Peskov, hizo saber que Putin estaba conmocionado por la tragedia, pero también que la influencia de Nemtsov no había sido grande.

Al igual que con el asesinato de Politkovskaya –o el de Aleksandr Litvinenko o el de Sergei Magnitsky–, era posible que Putin no hubiese estado personalmente involucrado o al tanto, como insistieron sus partidarios. No obstante, para entonces era difícil argüir que su época no estaba bañada por la sangre de sus más severos detractores.

El 31 de julio de 2014, algunos de los hombres más ricos de Rusia se reunieron en Moscú en las oficinas centrales de la Federación de Fútbol rusa para lidiar con una consecuencia inesperada de la anexión de Crimea por Putin. Entre ellos, se encontraban los funcionarios de la federación, así como los propietarios de los equipos profesionales más prominentes: Sergei Galitsky, propietario de una cadena de supermercados y del club de fútbol Krasnodar; Suleiman Kerimov, el magnate propietario de Anzhí Majachkalá, en Daguestán; y Vladimir Yakunin, cuya Ferrocarriles Rusos patrocinaba a Lokomotiv Moscú. El orden del día incluía una votación por parte del comité ejecutivo de la fundación sobre la inclusión de los tres clubes de Crimea en la liga rusa y los allí reunidos tenían ciertas reservas respecto del riesgo de sanciones que pudiesen extenderse a ellos y sus clubes. (...) Galitsky expresó frustración con relación a que todo lo que había construido durante el último cuarto de siglo –una cadena de negocios llamada Magnit, que empleaba a  250 mil personas y tenía un valor de 30 mil millones de dólares– pudiese perderse. Otros en el salón de conferencias del comité compartieron con él su preocupación, así como su temor de contrariar al “director ejecutivo”.

Galitsky y los otros claramente esperaban evitar tener que votar y debatían enrevesadamente si era necesario hacerlo y si una declaración del ministro de Deportes, Vitaly Mutko, podía equivaler a la palabra de Putin mismo. Nadie quería que su voto quedara registrado, como insistía el jefe de la unión, ni arriesgarse a desobedecer a Putin y no votar. (...)

Cuando el presidente y copropietario de CSKA Moscú, Yevgeny Giner, se hizo eco de su renuencia, el jefe del sindicato y Yakunin se dirigieron a él con dureza y llamaron a su visión “indigna”.

“Nuestro país está sancionado –le dijo Yakunin–. Nuestro presidente se mantiene solo y de pie en el parapeto. ¿Y hablas de joder al país hasta el punto de que impongan sanciones adicionales? Lo harán. No importa lo que hagas, incluso si te arrastras boca abajo frente a ellos, ¡lo harán! ¿Entiendes? Así que o sales huyendo del país o te comportas como es apropiado, como un ciudadano de este país.”

Nueve días más tarde, luego de que Putin hubiese dejado en claro sus deseos, el comité ejecutivo del sindicato aceptó a los tres nuevos equipos en la liga profesional de Rusia. Sergei Stepashin, el predecesor de Putin como primer ministro y ahora miembro del comité ejecutivo del sindicato, les había advertido: “No hacen directivas. ¡Crimea es, a priori, un territorio de Rusia!”.

Crimea se había convertido en el nuevo grito de campaña en torno al cual la nación se uniría detrás de Putin, el argumento que ponía fin a cualquier debate. La anexión llevó su índice de aceptación a más del 85%, y el Estado de sitio que siguió –amplificado por la propaganda política orwelliana en la televisión estatal– sostuvo el apoyo popular a Putin en el país durante los meses venideros. Luego de un cuarto de siglo de apertura desde el colapso soviético, de intercambio económico y cultural, la mayoría de los rusos otra vez miraba al mundo exterior como un enemigo llegado a la puerta, al que había que temer o resistir. La mentalidad de estar sitiados justificaba cualquier sacrificio. (...)

El temor a la censura o a algo peor ciertamente silenció las voces disidentes, pero Putin había reivindicado su lugar en el pináculo del poder, líder indisputable de un país que ya no era una democracia excepto en la periódica simulación electoral. Luego de retornar al poder en 2012 sin un propósito claro salvo el ejercicio del poder en sí mismo, Putin ahora halló el factor unificador para una nación grande y diversa que aún lo buscaba. Halló un propósito milenario para el poder que detentaba, un propósito que moldeó a su país más que ningún líder hasta entonces en el siglo XXI. No había restituido ni la Unión Soviética ni el imperio zarista, sino una nueva Rusia con las características y los instintos de ambos, con él como secretario general y soberano, siendo él tan indispensable como el país en sí excepcional. Sin Putin, no hay Rusia. Había unificado al país detrás del único líder que todos ahora podían imaginar porque, como en 2008 y 2012, no estaba dispuesto a dejar que emergiera ninguna otra alternativa.

Cuando Putin “desapareció” del ojo público durante diez días en marzo de 2015, la elite política pareció aprisionada por la parálisis; los medios se llenaron de especulaciones afiebradas. ¿Estaba enfermo Putin? ¿Había un golpe? ¿Estaba lidiando con una lucha de poder interna por el crimen de Nemtsov, cuyos asesinos fueron rastreados hasta la Chechenia que él había mantenido en la órbita de Rusia bajo Ramzan Kadyrov? Hubo renovados rumores de que había vuelto a ser padre con Alina Kabayeva, quien para entonces había renunciado a su escaño en la Duma y se había unido al Grupo Nacional de Medios, controlado por Bank Rossiya y el viejo amigo de Putin, Yuri Kovalchuk.

Otros sostuvieron que simplemente estaba sometiéndose a una serie de tratamientos médicos por un dolor de espalda o a una cirugía estética. Sea cual fuere la explicación, su ausencia breve y, en última instancia, intrascendente de la mirada pública probó que solo él proporcionaba la estabilidad que mantenía en su lugar a ese sistema cleptocrático e ingente, y en equilibrio estable a las facciones de su elite.

El dominio de Putin no era ahora más permanente de lo que había sido inevitable. No obstante, parecía inexorable. Putin no enfrentaba un desafío obvio a su poder antes de la elección presidencial programada para 2018. Por ley, podía seguir ejerciendo por seis años más después de eso. Cuando dejara el cargo –si lo dejaba– en 2024, no tendría ni 72 años. Brézhnev había muerto en funciones a los 75; Stalin a los 74. Tal vez entonces le entregara el poder a un nuevo líder, otra vez a Medvedev, quizás, o a otro miembro del círculo interno. En última instancia, dependería de él. El destino de Rusia ahora se entrelazaba con el suyo propio, corriendo hacia adelante como la troika de Almas muertas, de Gógol, a un destino desconocido. Probablemente ni siquiera Putin supiera adónde, excepto hacia delante, impetuoso, impenitente, imperturbable. “El aire estalla, en añicos, y se hace viento –escribió Gógol de la troika–. Todo en la tierra vuela, y otras naciones y Estados, mirando de soslayo, se apartan para abrir paso.”