DOMINGO
LIBRO / Cuarenta años de la muerte de Mugica

En el nombre del padre

En Entregado por nosotros, el historiador y catequista Juan Manuel Duarte plantea una versión inédita sobre el asesinato de Carlos Mugica, producido el 11 de mayo de 1974, luego de que el cura villero celebrara una misa en el barrio de Floresta. En este adelanto exclusivo, se reflejan los testimonios que vinculan a dirigentes montoneros con el crimen, asociado a la derecha peronista. La violencia política que marcó el regreso de Juan Perón a la Argentina, las internas entre la “Orga” y el religioso, que se oponía a la lucha armada. El rol de Galimberti. El protagonismo de la Triple A.

Pasado y presente. Carlos Mugica unió la liturgia peronista con las celebraciones religiosas (der.). En la Villa 31, un cartel que dice “Tu misma lucha”, con la cara del cura villero y la firma de La
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Quizá el día del crimen sea el tema del que más se ha escrito al desarrollar el último año del padre Mugica. Algunos relatos oportunistas inclusive se saltean varios meses para acoplar viejas amenazas con el momento de su muerte, y así señalar culpables.

Libros y pasquines han tratado de establecer como causa de su muerte el día en el que el Brujo se levantó molesto y decidió matarlo. La precaria teoría del paracaidista polaco asesino que justo cayó en ese momento. No podemos generalizar (...)

Pero además, muchas personas que lo trataron y lo quisieron nos permitieron conocer que no sólo López Rega lo amenazaba. Lo sabemos por Rulli, por la Fuente X, por el funcionario y por documentos de la época. También por su hermana, Marta Mugica; por Bárbaro, Cafiero, Peyrou; por varios integrantes de la JP Lealtad; por los vecinos de las villas: al momento de su muerte, su conflicto con la Orga se encontraba en su momento más crítico.

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Aquel sábado 11 de mayo, Carlos almorzó en la casa de su familia y se marchó a la villa para jugar al fútbol con su equipo en el torneo del barrio. Luego se fue a la Parroquia San Francisco Solano, en el límite entre Villa Luro y Mataderos, para dar misa y atender a parejas que se preparaban para el matrimonio. Al salir del templo fue asesinado. Un hombre de contextura robusta y bigotes, con campera y pantalón oscuros, le disparó y subió a un auto Chevrolet Rally 34 que servía de apoyo, en el que se fugó.
Esa noche el padre Mugica falleció en el Hospital Salaberry. Antes de morir, alcanzó a murmurar: “Ahora más que nunca debemos estar junto al pueblo”.

El dolor para sus hermanos villeros, sus familiares y sus amigos fue inmenso. Todos sabían de los enfrentamientos que había tenido con Montoneros. Por eso, cuando al día siguiente arribaron el diputado Leonardo Bettanin, de la tendencia, y Juan Carlos Añón, titular de la Regional 1 de la JP, la gente los recibió con bronca que se manifestó en insultos, forcejeos y golpes.

Al día siguiente, lunes 13, cincuenta sacerdotes concelebraron la última misa para Carlos y unas diez mil personas acompañaron su cuerpo hasta el cementerio de la Recoleta, donde quedó en la bóveda familiar.

La víspera, domingo 12, La Opinión publicó la nota que el padre Mugica le dejara a Timerman. Allí volvía a criticar la violencia, el socialismo dogmático, “las minorías lúcidas” y “las elites intelectuales”. También instaba a la juventud toda, una vez más, a que volviera a Perón. (...)
Entre lo que se ha escrito sobre la muerte del padre Mugica, algún autor del autoproclamado progresismo instaló algunas premisas que los documentos existentes nos han demostrado inexactas. Una de ellas es que Perón le habría restado importancia al crimen del padre Mugica y que habría aseverado que el asesinato se debía a su indefinición y a que “era tibio”.

Poco importa quién lo escribió. En cambio, conviene señalar que el mismo día en que se enterraba al padre Mugica, el 13 de mayo, Perón dio un discurso cuyos destinatarios eran Montoneros y el ERP, con calificativos más severos que los que había expresado el 1º de mayo.

Condenó a los infiltrados y a los que continuaban con la violencia asesina; en clara referencia a las guerrillas, habló de microbios y gérmenes patógenos y los acusó de querer llevar al país a una guerra civil. Perón, enojadísimo, aunque lo disimulara, no se expuso al dolor de asistir a otro funeral, tras el sufrimiento que pasó en el de Rucci, por su precario estado de salud. La noticia, seguramente, debió haber resultado otro revés para su debilitado ser. Pero el momento delicado que vivía el país no le permitía darle a nadie la oportunidad de que lo vieran otra vez tan vulnerable.

Ese discurso demoledor evidencia que Perón no le restó importancia al asesinato de Carlos, y que menos aún le echó la culpa a la propia víctima. El texto se ha tratado de omitir, cuidadosamente, de la historia argentina. (...)

Rulli, una de esas personas a las que es imposible dejar de escuchar cuando habla, lo hacía desde Radio Nacional hasta que la censura le quitó el espacio; entonces llevó su voz a FM Mataderos. Este miembro fundador de la JP, fuente de sabiduría inapelable sobre aquella época, se destaca entre los varios ex montoneros que se oponen al relato maniqueo de ángeles y demonios. Su opinión sobre la Orga, de fuerte autocrítica, sólo se puede comparar con las críticas a la conducción que hicieran Walsh en su momento, o más acá en el tiempo, Gelman y Giussani.

A ellos hoy se les suman Leis, Peyrou, Grassi, Carlos Flaskamp, Federico Ramón Ibáñez, Luis Labraña y tantos otros que con valentía honran la memoria de sus compañeros al recordarlos tal como fueron, con sus errores, horrores, aciertos y virtudes, lejos de toda fabulación moralista.
Rulli se expresa con la seguridad de quien ha vivido. No teme a las repercusiones; en realidad parece no temerle a nada. Se esfuerza por vivir como pregonó. En la actualidad milita por el respeto al medio ambiente y por lograr sustentabilidad para todos sin dañarlo. Pero sigue denunciando cierta vinculación entre la Orga y la Triple A, que actuaba eliminando gente que criticaba duramente a la conducción montonera. El lo sufrió en carne propia tras su pelea con la Carolina Natalia. Por fortuna, vivió para contarlo (...).

Si las palabras de Rulli sacudieron una historia tapada, las de la Fuente X lo hicieron más aún.
Yo no lo conocía. Nos presentó otro entrevistado para este libro. Le pedí encarecidamente que me permitiera poner algún dato: sólo aceptó que se lo reconociera como amante del cine de Stone mediante su identificación como X. Ni grabaciones, ni descripciones físicas o de otro tipo. Otras personas me hicieron pedidos similares, pero el hermetismo de X las excedió. Aunque se me acalambraba la mano de tanto tomar notas, su relato me absorbía como cuando atendía a Bárbaro o a Rulli, o cuando leía a Leis o al mismo padre Mugica.
Todo lo que decía me resultaba novedoso. Nadie, jamás, nos había contado esa historia. Sus latigazos limpios me abrieron la mente, me mostraron historias escondidas:
¿Importa realmente saber quién fue? ¿Quién lo mató? Eso es para la tribuna. Lo realmente importante es el por qué… Y eso es largo, pero sobre todo doloroso porque, como su Cristo, Carlos también tuvo un Judas. ¡Varios Judas! […] Pibe, Mugica quería lograr que toda la juventud dejara las armas y volviera a Perón y quería hacer que todo el peronismo viviera en paz: eso era un golpe letal a los pistoleros, los López Rega, los Firmenich, los que decían pelearse por ser “herederos de Perón”. Tenés que preguntarte quién ganó con su muerte, y todo está ahí, documentado. Es indudable que ganaron los pistoleros: sus orga, sus Triple A… con Mugica muerto, sus odios, sus guerras, quedaban a salvo; con Mugica vivo, había oportunidad para la paz en el país o, al menos, para que la violencia quedara reducida al ERP. Perón lo apoyaba. Y Carlos apoyaba decididamente a Perón.
(…) La investigación para este libro permitió hilvanar voces y documentos muy pocas veces vistos, antes separados, para reconstruir el último año de Carlos. La tarea, siempre ardua, conoció momentos desgarradores. Especialmente en las entrevistas con X. Cada una fue un mazazo. A veces repetitivo, pero siempre punzante y visceral, X siempre tuvo en sus manos los argumentos. Dijo:
—Carlos estaba jugado y fue para adelante. Los hijos de puta, tanto los montos como la derecha asesina, fueron demasiado burdos, y nadie jamás se metió a investigarlos. Ni siquiera hoy, que tenés tipos que están revisando la historia…
Gordo, está todo ahí, sólo hay que rascar un poco.
—¿Cómo que está todo ahí? ¿Dónde? ¿Qué hay que rascar?
—Lo que oís, pibe, hay que rascar un poco en la época, hablar con la gente de entonces, y todo aparece… Leí algo de lo que se escribió sobre Carlos, y lo mejorcito fue Entre dos fuegos… pero incluso ahí tampoco nadie se detuvo demasiado en sus últimos meses… Si te metés en el barro podés encontrar lo que sea, porque todo está ahí. Saquemos a [María] Sucarrat, o a [Gabriel] Mariotto, que son de los nuestros. El tipo de Entre dos fuegos escribió una buena biografía, pero derrapó un cacho al final, hablando algo así como de las causas de su muerte y ¡citando al Cronista Comercial, a Bonasso, y al mismísimo Firmenich! Todos eran de los nuestros… ¡Es joda! Meté alguien distinto. ¿Qué te iban a decir los nuestros? ¡Chupate esa mandarina! Eso te iban a decir… o [Martín] Caparrós y Anguita… ¡Dejate de joder! Con perdón de Anguita, que sigue siendo nuestro, pero los dos se quisieron creer el mamarracho de un tal cabo [Juan Carlos] Juncos, supuesto cabo de la policía pagado por el radicalismo para hacerse cargo de la muerte de Rucci, de Carlos Mugica… Si lo esperabas unos años más, te decía que se había afanado las manos de Perón. ¡Peor tongo, imposible!
Como la platita la pusieron los radicales no pasó nada, porque ellos son los señores honestos […] Pero si lo hacíamos nosotros, hasta hoy hablarían seguramente de la guita puesta por los chorros y negros peronistas para cerrar el caso… Gordo, la Justicia incriminó a ese Juncos por fabulador, y el mismo tipo que ya estaba preso por otra causa, en el interior, admitió que tenía a la vieja enferma y había arreglado con los radichetas para que lo mandaran a Buenos Aires… Un papelonazo.
—Pero nos fuimos lejos y no me terminó de responder.
—¿Sos boludo o te hacés, Gordo? ¿Me podés escuchar? Hace años que no hablo de esto… Mirá, disculpame, pero te pido que te calles y me escuches.
Nosotros teníamos la misma cantidad de causas, o incluso más, y peores motivos que la Triple A para matarlo… Y te digo “nosotros” porque yo también estaba en la Orga, aunque me estaba yendo. Pero tardé demasiado en largarla porque era casi como mi casa.
(La Fuente X hizo un pequeño silencio.)
¿O no te parece una gran motivación para matarlo, el hecho de que el cuarenta por ciento de nosotros se fuera de la Orga a “los leales”? ¡Vamos! Nadie se puede hacer el pelotudo. Todos sabíamos, todos escuchábamos lo que el cura decía. Te repito: yo entré a la Orga escuchándolo y me fui después de ver las cagadas que hicieron los montos, sobre todo el 1º de mayo. A miles nos pasó lo mismo y a miles Carlos nos abrió el bocho. Y nos fuimos a la mierda. Mugica tenía razón: ya estaba Perón, era el momento de la paz.
(Yo seguía escuchando en silencio. Ante una nueva pausa de X, con la intención de que siguiera hablando, cité un dicho.)
—Muerto el perro, se acabó la rabia.
—Eso pensarías si fueras pelotudo y esquemático como la conducción monto. Claro que eran una máquina de hacer cagadas, y después del “Luche y vuelve” no se les cayó una idea nunca más. Eso es lo malo de enamorarte del fusil, pibe: te mata las neuronas. Cuando muchos años después Galimba me dijo, en la jeta, que lo de Carlos Mugica habíamos sido nosotros… me quedé duro. Agradecí haberme ido a la mierda.
Jamás hablé de esto, pero fue el propio Galimberti el que me lo dijo, no cualquier boludo…
(Me quedé duro. Sólo atiné a preguntarle lo mínimo.)
—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué le dijo el Loco? (Me miró, dirigió su vista a la ventana del bar en el que estábamos y, como si buscara en su interior recuerdos de algo todavía más doloroso, continuó.)
—¿Importa dónde, o cuándo? (Y después de unos segundos…).
Fue acá, en Buenos Aires. Me lo encontré en lo de un amigo en común en los 90, después de muchos años. Nos abrazamos y hablamos unos minutos, pero él ya se iba. Quedamos en llamarnos. Yo pensé que nunca más iba a verlo hasta que a los días me llamó y finalmente nos juntamos en un lugar bacán de Recoleta.
Sobre el pacto con López Rega
 y el papel de Galimberti
—Mi relación con el Loco era rara. En la Orga, yo siempre pensaba: “A este tipo es mejor tenerlo de amigo que de enemigo”. Era muy pesado. No éramos amigos, era sólo conveniencia: el Loco no tenía amigos; sí gente que le servía en algún momento.
Cuando nos encontramos empezamos hablando de bueyes perdidos. Le invité unos tragos. Eso lo sorprendió: estaba acostumbrado a pagar. Por lo menos había sido así conmigo en el pasado. Hablamos de minas, de políticos. Me contó que lo estaban entrevistando para un libro. “Mirá –me dijo–, son tan ratones los tipos que me entrevistan que ni un café se garpan”, y los comparó con Firmenich, Vaca Narvaja y Perdía, “esos tres forros que van por la vida dando lástima, unos payasos”. Las cuentas realmente nunca habían quedado saldadas entre ellos. Así seguimos. Recuerdo que hasta le pegó a Bonasso. Dijo: “Era un gordo boludo, como esos de la escuela que no le pegan a nadie. Bonasso, el boludazo”. Se calentaba cuando se acordaba de ellos… Lo distraje con huevadas, y con el correr del chupi y tanto disgregar, le pregunté en tono serio: “¿Loco, por qué dijiste que lo de Mugica habíamos sido nosotros?” Tenía el tema muy atragantado; así y todo, con cagazo disimulado se lo pregunté.

El se había cagado de risa hasta ese entonces, pero por primera vez se puso serio. Al rato volvió a reírse, pero por primera vez en mi vida lo vi nervioso… Se tomó un trago y me dijo que no se arrepentía de nada en la vida, “salvo lo de Mugica”. Agregó: “El cura era un buen tipo”.
Entonces cambió de tema. Hasta que de nuevo se puso serio y me dijo: “Cuando nos garcaron a Abal Medina y a mí, cuando se hicieron bien los boludos y Perón me cortó, me dio por las bolas… Todos hablaban de las milicias populares, pero la jeta sólo la pusimos nosotros dos. Me la comí bien doblada, y después me hice el idiota, pero sabía que el tiempo me iba a dar la chance de cobrárselas, y por eso hablé de este tema”. Después de decir eso, se tomó otro trago.
(X paró unos instantes, mientras yo trataba de anotar todo lo posible en mi libreta. Comenzaba a entender por qué no quería que lo grabara. Siguió.)
—Sabía que el Loco me estaba hablando de algo pesado, pero no estaba preparado para lo que tenía que contar. El tipo me dijo: “Los boludos me vinieron a buscar porque el Viejo les estaba pegando con todo. Yo me hice el dolobu y agarré viaje. Me dijeron de hablar el 11 de marzo del 74 por el año del triunfo de Cámpora”. Galimba dijo que la Orga lo había resucitado por el miedo ante el cambio de situación. “Te la dejaron picando, Loco”, le tiré. El me miró con cara de póker y siguió: “Los tipos querían mostrar que entre tanta gente que se iba yo volvía, pero se creían que me iban a tener comiendo de la mano. Eran unos boludos importantes”. “Y encima te metieron en Inteligencia”, le mandé. Asintió con la cabeza y me dijo: “No sólo eso, sino que me mandaron a la Columna Norte: me la sirvieron en bandeja”.
La charla continuó por horas, ya casi no quedaba nadie en el boliche y nosotros seguíamos