DOMINGO
LIBRO / El heredero de Pablo Escobar

En nombre del padre

A dos décadas de la muerte del jefe del cartel de Medellín, su hijo Juan Pablo describe en Pablo Escobar, mi padre, la pesadilla que fue para él y su familia llevar ese apellido. El relato en primera persona revela la intimidad de un hombre que se vio obligado a convivir con el narcotráfico desde su niñez. A partir de su nueva vida en la Argentina, analiza la difícil situación en la que quedó el país por la llegada de los capos colombianos.

Escobar Henao. Marca textil de la empresa familiar que se crea en 2010, liderada por Sebastián Marroquín.
| Cedoc Perfil

El 19 de diciembre de 1994, dos semanas después de la muerte de mi padre, seguíamos recluidos y fuertemente custodiados en el piso 29 del apart-hotel Residencias Tequendama en Bogotá. De repente recibimos una llamada desde Medellín en la que nos informaron sobre un atentado contra mi tío Roberto Escobar en la cárcel de Itagüí con una carta bomba.

Preocupados, intentamos saber qué había pasado, pero nadie nos daba razón. Los noticieros de televisión reportaron que Roberto abrió un sobre de papel enviado desde la Procuraduría, pero éste explotó y le produjo heridas graves en los ojos y el abdomen.

Al día siguiente llamaron mis tías y nos informaron que en la Clínica Las Vegas, a donde fue trasladado de emergencia, no tenía los equipos de oftalmología que se requerían para operarlo. Y como si fuera poco, circulaba el rumor de que un comando armado se proponía rematarlo en su habitación.

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Entonces mi familia decidió trasladar a Roberto al hospital Militar Central de Bogotá porque no sólo estaba mejor dotado tecnológicamente, sino porque ofrecía condiciones adecuadas de seguridad. Así ocurrió y mi madre pagó los tres mil dólares que costó el alquiler de un avión ambulancia. Una vez que confirmé que ya estaba hospitalizado, decidimos ir a visitarlo con mi tío Fernando, hermano de mi madre.

Cuando salíamos del hotel observamos extrañados que los agentes del CTI de la Fiscalía que nos protegían desde finales de noviembre habían sido reemplazados ese día y sin previo aviso por hombres de la Sijin, inteligencia de la Policía en Bogotá. No le dije nada a mi tío, pero tuve el presentimiento de que algo malo podía pasar. En otras áreas del edificio y cumpliendo diversas tareas relacionadas con nuestra seguridad también había agentes de la Dijin y el DAS. En la parte exterior la vigilancia estaba a cargo del Ejército. Un par de horas después de llegar a las salas de cirugía del Hospital Militar salió un médico y nos dijo que necesitaban la autorización de algún pariente de Roberto porque era necesario extraerle los dos ojos, que habían resultado muy dañados tras la explosión.

Nos negamos a firmar y le pedimos al especialista que aunque las posibilidades fueran mínimas hiciera lo que estuviera a su alcance para que el paciente no quedara ciego, sin importar el costo.
También le propusimos traer al mejor oftalmólogo, desde el lugar donde estuviera.
Horas después, todavía anestesiado, Roberto salió de cirugía y lo trasladaron a una habitación donde esperaba un guardia del Instituto Carcelario y Penitenciario, Inpec. Tenía vendas en la cara, el abdomen y la mano izquierda.

Aguardamos pacientemente hasta que empezó a despertar. Todavía embotado por la sedación nos dijo que veía algo de luz, pero no identificaba ninguna figura.

Cuando vi que había recobrado algo de lucidez le dije que estaba desesperado porque si habían atentado contra él después de la muerte de mi padre, lo más seguro era que siguiéramos mi mamá, mi hermana y yo. Angustiado, le pregunté si mi papá tenía un helicóptero escondido para fugarnos.

En medio de la charla, interrumpida por el ingreso de enfermeras y médicos para atenderlo, le pregunté varias veces cómo podríamos sobrevivir ante la evidente amenaza de los enemigos de mi padre.

Roberto guardó silencio por unos segundos y luego me dijo que buscara papel y lápiz para apuntar un dato.
—Anote esto, Juan Pablo: “AAA”; y váyase ya para la embajada de Estados Unidos. Pídales ayuda y dígales que va de parte mía.
Guardé el papel en el bolsillo del pantalón y le dije a Fernando que fuéramos a la embajada, pero en ese momento entró el médico que había operado a Roberto y nos dijo que estaba optimista, que había hecho todo lo posible para salvarle los ojos.

Agradecimos la diligencia del médico y nos despedimos para regresar al hotel, pero me dijo tajante que yo no podía salir del hospital.
—¿Cómo así, doctor? ¿Por qué?
—Porque su escolta no ha venido –respondió.
Las palabras del médico aumentaron mi paranoia porque si había estado en cirugía no tenía por qué estar tan enterado de lo que sucedía con nuestro esquema de seguridad.
—Doctor, soy un hombre libre, o acláreme si estoy en calidad de detenido aquí, porque sea como sea me voy a ir. Creo que está en marcha un complot para matarme hoy. Ya cambiaron a los agentes del CTI que nos cuidaban –repliqué muy asustado.
—Protegido, no detenido. En este Hospital Militar somos responsables de su seguridad y sólo podemos entregarlo a la seguridad del Estado.
—Los que tienen que responder por mi seguridad afuera, doctor, son justamente los que vienen a matarme –insistí–. Así que usted verá si me ayuda con la autorización para que pueda salir del hospital o si tengo que volarme de aquí. No voy a subir al carro de los que vienen a matarme.
El médico debió ver mi cara de terror y en voz baja dijo que no tenía objeción y que inmediatamente firmaba la orden para que mi tío Fernando y yo saliéramos. Con mucho sigilo regresamos a Residencias Tequendama y decidimos ir al día siguiente a la embajada.

Nos levantamos temprano y fui con mi tío Fernando a la habitación del piso 29 donde se alojaban los encargados de nuestra custodia. Saludé a ‘A-1’ y le dije que necesitábamos acompañamiento para ir a la embajada de Estados
Unidos.
—¿A qué va a ir allá? –respondió de mala manera.
—No tengo por qué informarle a usted a qué voy. Dígame si nos va a dar protección o si tengo que llamar al fiscal general a decirle que usted no quiere protegernos.
—En este momento no hay suficientes hombres para llevarlo allá –respondió el funcionario de la Fiscalía, molesto.
—Cómo no va a haber gente, si aquí funciona un esquema permanente de seguridad de alrededor de cuarenta agentes de todo el Estado y vehículos asignados para nuestra protección.
—Pues si quiere ir vaya, pero yo no lo voy a cuidar. Y me hace el favor y firma un papel donde renuncia a la protección que le estamos brindando.
—Traiga el papel y lo firmo –
respondí.
“A-1” fue a otra habitación a buscar en qué escribir y nosotros aprovechamos ese momento para salir del hotel. Bajamos corriendo y tomamos un taxi que tardó veinte minutos en llegar a la embajada estadounidense. A esa hora, ocho de la mañana, había una larga fila de personas esperando para ingresar al trámite de visas para viajar a ese país.

Estaba muy nervioso. Me abrí paso entre la gente diciendo que iba a realizar un trámite distinto. Al llegar a la caseta de entrada saqué el papel con el Triple A que me dictó Roberto y decidí ponerlo contra el cristal oscuro y blindado.
En un instante aparecieron cuatro hombres corpulentos y empezaron a fotografiarnos. Guardé silencio y un par de minutos después uno de los que tomaba fotos se acercó y me dijo que lo acompañara.

No me pidieron el nombre ni documentos ni me requisaron y tampoco pasé por el detector de metales. Era claro que “Triple A” era una especie de salvoconducto y me lo había dado mi tío Roberto.

Estaba asustado. Tal vez por eso no se me ocurrió pensar qué tipo de contacto tenía el hermano de mi papá con los estadounidenses.
Estaba por sentarme en una sala de espera cuando apareció un hombre ya mayor, con el cabello casi
blanco y serio.
—Soy Joe Toft, soy director de la DEA para América Latina. Acompáñeme.
Me llevó a una oficina contigua y sin mayor preámbulo preguntó a qué había ido a la embajada.
—Vengo a pedir ayuda porque están matando a toda mi familia… como usted sabe, vengo porque mi tío Roberto me dijo que contara que venía de parte de él.
—Mi gobierno no puede garantizarle ningún tipo de ayuda –dijo Toft en tono seco y distante–. Lo máximo que puedo hacer es recomendarle un juez de Estados Unidos para que evalúe la posibilidad de darles residencia en mi país en virtud de una colaboración que usted pudiera dar.
—¿Colaboración en qué? Yo todavía soy un menor de edad.
—Usted sí nos puede colaborar mucho… con información.
—¿Información? ¿De qué tipo?
—Sobre los archivos de su padre.
—Con su muerte ustedes mataron esos archivos.
—No le entiendo –dijo el funcionario.
—El día que ustedes colaboraron con la muerte de mi papá… Los archivos de él estaban en su cabeza y él está muerto. El tenía todo en su memoria. Lo único que guardaba en archivos, en agendas, era información sobre números de placas de carros y direcciones de donde vivían sus enemigos del cartel de Cali, pero esa información hace rato la tiene la Policía colombiana.
—No, el juez es el que decide si lo aceptan o no allá.
—Entonces no tenemos más de qué hablar señor, me voy, muchas gracias —le dije al director de la DEA, que se despidió parco y me entregó una tarjeta personal. (...)

¿DONDE QUEDO LA PLATA?
De regreso a las Residencias Tequendama, luego del doloroso y accidentado viaje para sepultar a mi padre en Medellín, nos hicimos el firme propósito de llevar una vida normal hasta donde las circunstancias lo permitieran.
Mi madre, Manuela y yo acabábamos de afrontar las 24 horas más dramáticas de nuestras existencias porque no sólo soportamos el dolor de perder de manera violenta a la cabeza de la familia, sino que el sepelio resultó aun más traumático.
Y lo fue porque horas después de que Ana Montes, la directora nacional de fiscalías, nos confirmó personalmente la muerte de mi padre, llamamos al cementerio Campos de Paz en Medellín y se negaron a realizar las exequias; algo similar habría ocurrido en Jardines de Montesacro si no es porque familiares de nuestro abogado de entonces, Francisco Fernández, eran propietarios del lugar.
En ese camposanto mi abuela Hermilda tenía dos lotes y en ellos decidimos sepultar a mi padre y a Alvaro de Jesús Agudelo, alias “Limón”, el último escolta que lo acompañaba.
Tras evaluar los riesgos de asistir al sepelio, por primera vez desacatamos una vieja orden de mi padre: “Cuando yo muera no vayan al cementerio, porque ahí les puede pasar algo”. Y agregó que tampoco le lleváramos flores ni visitáramos su tumba.
No obstante, mi madre dijo que iría a Medellín “contra la voluntad de Pablo”.
—Pues entonces vamos todos y si nos matan, que así sea –dije y alquilamos una avioneta para ir a Medellín con dos escoltas que asignó la Fiscalía.
Luego de aterrizar en el aeropuerto Olaya Herrera y de superar el asedio de decenas de periodistas, que llegaron al extremo peligroso de atravesarse en la pista antes de que se detuviera la aeronave, Manuela y mi madre fueron transportadas en un campero rojo y mi novia y yo en uno negro.
Cuando llegamos a Jardines de Montesacro me sorprendí gratamente por la multitud que había asistido. Fui testigo del amor que la gente humilde sentía por mi padre, y me llenó de emoción escuchar los mismos coros de cuando él inauguraba canchas deportivas o centros de salud en zonas marginales: “Pablo, Pablo, Pablo”.

De un momento a otro decenas de personas rodearon el campero rojo y empezaron a golpearlo en forma violenta mientras se dirigía hacia el sitio donde sería sepultado mi papá. Preocupado, uno de los escoltas de la Fiscalía me preguntó si iba a bajar, pero intuí que algo malo podía pasar y respondí que nos retiráramos hacia la administración del cementerio para esperar a mi madre y a mi hermana. En ese momento recordé la advertencia de mi padre y decidí que lo más prudente era dar un paso atrás.
Entramos a una oficina y a los pocos minutos llegó una secretaria presa del pánico, llorando, y dijo que alguien acababa de llamar a anunciar un atentado. Salimos corriendo y subimos de nuevo al campero negro, donde permanecimos hasta cuando todo terminó.
Estaba allí, a escasos treinta metros, pero no pude asistir al sepelio, no pude decirle adiós a mi padre.
Al rato llegaron mi mamá y Manuela y nos fuimos al aeropuerto para regresar a Bogotá. Me sentía derrotado, humillado. Recuerdo que unas cuadras antes de llegar al hotel nos detuvimos en un semáforo. Afuera, tras los vidrios blindados vi a un hombre que reía a carcajadas en la acera, pero luego observé que le faltaban las cuatro extremidades. Esa imagen tan dura me llevó a reflexionar en que si aquel desvalido no había perdido la capacidad de reír, qué excusa tenía yo para sentirme tan mal. El rostro de aquel desconocido me quedó grabado para siempre, como si Dios lo hubiera puesto allí para enviarme un mensaje de fortaleza.
Una vez que regresamos a Residencias Tequendama, comprendimos que la tranquilidad que buscábamos tras la muerte de mi padre era efímera y que muy pronto aterrizaríamos en el borroso día a día que nos esperaba. No sólo nos dolía profundamente lo que había sucedido con mi padre, sino que estar rodeados de agentes secretos y con decenas de periodistas al acecho, nos indicó que el encierro en aquel hotel del centro de Bogotá sería tormentoso.
Al mismo tiempo, el fantasma de la falta de dinero surgió casi de inmediato, como una pesadilla. Mi padre había muerto y no teníamos a quién acudir en busca de ayuda.
Estábamos hospedados en el costoso hotel bogotano desde el 29 de noviembre, cuando regresamos del fallido viaje a Alemania, y para reducir los riesgos a nuestro alrededor alquilamos todo el piso veintinueve, pero sólo ocupamos cinco habitaciones. Nuestra situación económica se complicó a mediados de diciembre, cuando el hotel hizo llegar la primera cuenta de hospedaje y alimentación que, para nuestra sorpresa, incluía el consumo de todos los integrantes de los cuerpos de seguridad del Estado. (...)